THE OBJECTIVE
Jorge Freire

¡Cómo está el servicio! 

«¿Sirve el que vale? Más bien vale quien sirve. Y las máquinas no sirven, sino que funcionan; es decir, son útiles hasta que dejan serlo y terminan en un desván»

Opinión
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¡Cómo está el servicio! 

El dramaturgo Alfonso Paso. | Archivo de RTVE

Así se tituló una de las mejores obras de Alfonso Paso, que llevó a la gran pantalla Mariano Ozores. Gracita Morales era Vicenta, una chica de provincias que terminaba sirviendo en la casa del doctor Cifuentes, un radiólogo de cuyo hijo, interpretado por José Sacristán, terminaba perdidamente enamorada.

Treinta años separan esta divertida obra costumbrista del estreno en nuestro país de El Príncipe de Bel-Air, serie de sobremesa convertida en icono cultural de su alegre y loco decenario. En este caso no era una criada, sino un chambelán quien se ganaba el corazón de la audiencia. Si tanto Geoffrey como Vicenta eran esenciales en el hogar burgués, es porque se dedicaban a la más noble de las tareas: ¡servir!

Pasan otras tres décadas (porque la historia se repite, con las consabidas variaciones, cada treinta años) y Elon Musk anuncia el lanzamiento del robot Optimus, un androide que nos librará no solo de barrer la casa o de preparar unas lentejas, sino de contratar a un igual que se gane esas mismas lentejas sirviendo en el ámbito doméstico.

¿Sirve el que vale? Más bien vale quien sirve. Y las máquinas no sirven, sino que funcionan; es decir, son útiles hasta que dejan serlo, y entonces terminan en un desván, en un vertedero de ferralla o, todo lo más, en un museo, como alguna de esas máquinas de coser antiguas que se agolpan en el museo Bernabé Martínez de Barcelona. Las personas, en cambio, brindan su servicio a una labor. ¿Hay algo más honroso que una buena hoja de servicios?

Tanto ¡Cómo está el servicio! como El príncipe de Bel-Air demuestran que una sirvienta puede tener más carisma que un señor doctor y que un mayordomo puede tener más señorío que el abogado que le contrató para servir el té y limpiar el polvo con un plumero. ¿O acaso resultan menos memorables las peroratas sobre «los señoritos» de Gracita Morales que la grave estampa de José Sacristán? ¿Tiene algo que envidiar un exquisito como Geoffrey de ese leguleyo campanudo que es Philip Banks? 

Es cuando menos curioso que la voz «mayordomo», del latín maior domus, signifique el mayor de la casa. ¿Quién no aspira a serlo de la suya? Las reglas de la casa son las reglas que rigen la vida. Y a nuestros pobres jóvenes, que cuentan con el hígado de un abuelo y el bolsillo de un adolescente, se les ha vedado ese derecho, que ahora es un lujo.

Al término del Imperio Romano unos cuantos teólogos, como Juan Crisóstomo, recuperaron el concepto veterotestamentario de «mayordomía», reivindicando el patrimonio común de la Creación. Mucho ha llovido desde entonces y ahora las empresas se acogen a la noción de stewardship, que viene a significar lo mismo, al asumir las normas ISO de gestión responsable de los recursos. Hacen bien. ¿Hay mejor ética que la mayordomía? 

Maior domus… El principal de la casa no es el dueño, sino el administrador sereno y responsable que vela por su mantenimiento. Mal intendente sería aquel que vendiese las joyas de la señora y vaciase la despensa y la bodega. Que la excelencia del mayordomo radique en su autocontención nos ofrece una enseñanza que no resulta desdeñable. Cuando no es dueño y señor de sí mismo, uno se enseñorea y se pone señoritingo, que es cosa bien distinta. Puestos a elegir, es preferible ser mayordomos que señoritos.

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