La sensatez de Macarena Gómez ante el delirio del 'Me Too'
«El feminismo ‘mainstream’ sostiene que ‘quien esté asustado es porque algo ha hecho’. Claro. Del mismo modo que solo las brujas debían temer a la Inquisición»
No sabía quién era Eduard Cortés hasta que El País lo llevó este miércoles a portada para lanzarle un Me Too de supuestos casos de acoso sexual. Disculpen mi ignorancia, pero tengo autoprescrito no consumir demasiado cine español. El justo y necesario, que es el de José Luis Garci y el de Santiago Segura, por motivos distintos pero concomitantes. El caso es que echo un vistazo a su filmografía y me encuentro (¡sorpresa!) a otro aliado progresista víctima de la caza de brujas que él mismo alentó. O tempora, o mores.
Uno está ya acostumbrado a los juicios paralelos, sin garantías ni presunción de inocencia, y que no requieren de la interposición previa de una denuncia, pero al menos estos solían versar sobre hechos delictivos. Ya ni eso. Lo que narran las presuntas víctimas del director son, a lo sumo, actitudes lascivas, y en algunos casos (al menos siete) incluso consentidas. Es un nuevo género del Me Too, llevado hasta el paroxismo, que consiste en la denuncia pública de un acto (in)moral.
Cuentan algunas de las supuestas víctimas (27, aunque sólo cinco identificadas nominalmente) que el director les ofrecía proyectos a cambio de fotos y/o vídeos en los que se mostraran desnudas. Siete admiten que se los mandaron, mientras que el resto prefirieron no hacerlo. Hasta ahí el caso, narrado, eso sí, con un tono entre dramático y sórdido para que quede muy clara la catadura moral del personaje.
La mayoría no llegó siquiera a conocer en persona al director y todo quedó en unos mensajes improcedentes (reproducidos en su literalidad en el artículo para que pueda constatarse que, en efecto, no estamos ante ningún hecho delictivo). El resto hablan de sus percepciones, de sensaciones incómodas al interactuar con él. Una de ellas afirma que le mostró los pechos en el casting, voluntariamente, pero que percibió que el director «estaba conteniéndose, y que podía ocurrir cualquier cosa». No ocurrió nada, pero ella sintió que podía haber pasado. Terrible.
El acabose llega cuando «las mujeres contactadas por El País, animadas en un principio por una posible denuncia colectiva, se lamentan estos días del elevado coste del servicio jurídico (850 euros más IVA por persona)». Vamos, que los hechos son muy graves y se sienten muy vejadas, pero no tanto como para rascarse el bolsillo. La pela es la pela.
No seré yo quien defienda la inmoralidad de ofrecer oportunidades laborales a cambio de favores sexuales, de cualquier índole, pero si hay hombres que ofrecen trabajo por sexo es porque hay mujeres dispuestas a ofrecer sexo por trabajo. Esto es así desde la noche de los tiempos, y hay ínclitas feministas que se han beneficiado de ello.
Esto es una constatación, y no una apología, pero no abundaré más en ella: prefiero correr el riesgo a ser malinterpretado que convertirme en un aliado jeta e hipócrita que corta y pega eslóganes ajenos para acumular likes o procurarse polvos (por lo general, en balde).
El mismo riesgo que ha corrido Macarena Gómez, que ha desafiado con valentía y sensatez al gremio y su discurso masticado (y vomitado luego a los espectadores), y eso es digno de una defensa sin ambages ni circunloquios. Quienes querían refutarla, con un caso fabricado en las cloacas del Instagram de Cristina Fallarás y publicado poco después en el diario del Régimen, solo le han dado la razón cuando dijo que «no se puede ir difamando», que «se está haciendo daño a las carreras profesionales de muchos hombres» y que estos «están acojonados».
Las feministas han replicado al unísono que «quien esté asustado es porque algo ha hecho». Por supuesto. Del mismo modo que sólo las brujas debían temer a la Inquisición (la protestante, claro).