Lecciones de Muface
«Más que cerrar MUFACE, procede ampliar su alcance y su modelo a todos los ciudadanos, así como aplicarlo a otros servicios»
Muface permite a los funcionarios elegir entre la asistencia sanitaria pública que gestiona el Sistema Nacional de Salud (SNS) o la privada que contrata la Administración con empresas de seguros y estas con proveedores privados. El reciente debate sobre su cierre debería animar la discusión sobre cómo gestionar los servicios públicos. En vez de cerrarlo, lo que procede es ampliar su modelo a todos los ciudadanos, así como aplicarlo a otros servicios.
Si en los últimos años Muface se ha vuelto inviable es porque la Administración aprovecha su posición como gran comprador para exprimir al sector, pagando primas inferiores al coste de prestar los servicios, lo que ha llevado a muchos médicos y empresas a abandonar el sistema.
Este año, el Gobierno parecía decidido a forzar el traspaso de todos los funcionarios al SNS. Daba así satisfacción a buena parte de la izquierda, que siempre ha creído que un sistema de libre elección como el de Muface contradice su idea de sanidad universal.
Pero es difícil gestionar el traspaso repentino de 1,1 millones de pacientes al sistema público y el Gobierno ya no ve claro a quién culparían los votantes del caos resultante. Quizá por eso, hace pocos días ha ofrecido nuevas condiciones a las aseguradoras, incrementando las primas desde el 17,11 % en dos años hasta el 33,5% en tres años, lo que le acerca ahora al 40 % en dos años que pedían las aseguradoras. La aproximación parece indicar que la nueva oferta busca dar continuidad al sistema. Si se confirma, será algo más probable que el Gobierno convoque elecciones en los próximos meses. Hubiera sido impensable que lo hiciera con un millón de asegurados cambiando de médico y hasta de hospital.
Yendo más allá del actual episodio, la discusión sobre Muface suele reflejar una visión más ideológica que pragmática sobre la gestión de los servicios públicos. Es natural que discrepemos sobre si conviene o no financiar un cierto servicio con impuestos, o sobre si debemos hacerlo de modo universal y gratuito o, por el contrario, debemos aplicar excepciones y copagos. Pero, con independencia de nuestras ideologías políticas, todos deberíamos apoyar el que esos servicios se presten de la manera más eficiente, haciendo el mejor uso de los recursos. Al enfermo le interesa que el sistema le trate bien, pero no si el médico que le opera es funcionario en un hospital público o trabaja en un hospital privado.
En principio, esa comparación favorece a la asistencia privada, pues la elige el 67,3 % de los funcionarios de la Administración Civil del Estado, un porcentaje que incluso sube al 78 % para todas las mutualidades de funcionarios. Pero la inercia lleva a que aumente la edad media, y con ella el coste de atender a los funcionarios en régimen privado. Todos somos reacios a cambiar de médico y, como muchos de los nuevos funcionarios han trabajado como interinos, están habituados a la sanidad pública, por lo que, al aprobar las oposiciones y entrar en Muface, dos tercios de los nuevos mutualistas, más jóvenes, eligen sanidad pública.
Los asegurados mayores también son reacios a cambiar. Además, tradicionalmente, se cree que muchos funcionarios se mueven del sistema privado al público para tratarse las dolencias más serias. De hecho, un estudio reciente del Ministerio de Sanidad estima que, para los mismos grupos de edad, la incidencia media de seis enfermedades características es mayor entre los funcionarios que eligen la sanidad pública: una vez ponderadas por la población de cada grupo, cabe estimar que alcanza un 38,5 %. Cierto es que, en sentido opuesto, mucho funcionario elige la pública pero la usa poco porque también dispone de seguro privado.
«Deberíamos centrar la discusión en cómo contratar mejor esa provisión privada de servicios públicos. Pero, en España, estos asuntos no se discuten con base en la eficiencia sino en la ideología»
Con todo, es probable que la selección de riesgos opere en contra del sistema público; pero no en una cuantía suficiente para explicar las diferencias observadas en los costes medios de ambos sistemas. En 2022, el gasto por usuario de la sanidad pública, suponiendo que no la use la mitad de la población con seguro privado, sería de 1.878€, un 84 % por encima de la prima que pagó Muface ese año (1.020€).
Para trascender de este corto plazo financiero y acercarnos a los costes sociales, debemos considerar al menos dos ajustes. Por un lado, según las compañías, la prima ni siquiera cubría el coste de prestación del servicio, que estimaban en 1.020,44 euros. Su queja es creíble, dado que algunas de ellas abandonaron el sistema hace tiempo y las tres que permanecen han rechazado la oferta inicial del Gobierno. Si a ese coste medio de prestación le añadimos los gastos generales medios de las aseguradoras, resulta que el coste medio por asegurado en términos de «siniestralidad combinada», que es el relevante a largo plazo, se eleva a unos 1.404,4€, todavía un 33,7 % por debajo del coste medio de la sanidad pública.
Por otro lado, la incidencia adicional que estima el Ministerio explicaría parte de la diferencia residual, pero no parece suficiente para anularla. Si, en línea con algunos estudios empíricos, suponemos que el coste medio de atender a un asegurado sano es diez veces inferior al de atender a quien ya ha sido diagnosticado con una de esas enfermedades, la sanidad pública aún estaría ahorrando con la sanidad privada contratada por Muface entre el 14,6 y el 19,9 % del coste alternativo de atenderlos por sí misma.
Las cifras parecen claras, por lo que deberíamos centrar la discusión en cómo contratar mejor esa provisión privada de servicios públicos; pero, en España, estos asuntos no se discuten con base en la eficiencia sino en la ideología. Es curioso, porque somos bien pragmáticos al tomar decisiones personales, y no solo los funcionarios: recuerden la conducta de algunos ministros socialistas durante la pandemia.
Pero nos mostramos muy ideológicos al opinar y al votar, y no solo en sanidad y educación. En general, de boquilla somos más partidarios que otros europeos de la provisión pública. Según datos de la Encuesta Mundial de Valores, apoyamos un 15 % más la propiedad estatal de empresas; pero estas preferencias se traducen en una aversión mucho mayor hacia la gestión privada de los servicios públicos. Según Eurostat, nuestras administraciones solo contratan externamente un 13,78% de los servicios públicos, frente al 40,1 % de Alemania, el 26,3 % de Francia o el 27,8 % de la Eurozona.
Si en política asumiéramos, como hacemos en nuestras decisiones personales, que los sistemas híbridos pueden combinar de forma óptima cobertura pública y eficiencia privada, no estaríamos hablando de suprimir Muface sino de extender su modelo, dando libertad de elección a los usuarios y estimulando la competencia entre proveedores. No solo en sanidad, sino en muchos otros servicios, como la educación, donde deberíamos ampliar los conciertos escolares a todos los niveles, incluyendo el universitario, exigiendo a los centros que atiendan todo tipo de estudiantes, pero dándoles mayor libertad de organización para que puedan mejorar y adaptarse a la demanda.
Aprendamos a separar las decisiones de financiación y gestión. No se trata de elegir entre lo público y lo privado, sino de combinarlos con pragmatismo.