Cuando Berlanga fue Dickens
«El espíritu de la Navidad surge en la película ‘Plácido’ a cada paso, pero con el dolor de una España que trasciende y sobrevive a los maltrechos usos oficiales»
Nochebuena. Principios de los años sesenta. En una capital de provincias, las damas distinguidas de la ciudad han convocado bajo el lema de Siente un pobre a su mesa una obra de caridad hacia los más desprotegidos, en una noche así, para que no la pasen solos, y en cada casa alberguen un pobre a su mesa. Han convocado, para tal noche, a las artistas de Madrid para celebrar tan solidario acontecimiento. El organizador es Quintanilla (sublime José Luis López Vázquez), hijo del dueño de la serrería, y novio de Martita (Marí Carmen Yepes), hija de una de las organizadoras, Doña Encarna (más sublime, Amelia de la Torre).
En el centro de la acción, Plácido Alonso (extraordinario Cassen, en uno de sus papeles cinematográficos memorables, como lo subrayaría en Atraco a las tres, José María Forqué, 1962), el dueño del motocarro que debe abrir transportar a uno de los pobres en la cabalgata que recorrerá la población, con toda la fanfarria al uso. Junto a ellos, un plantel de formidables actores secundarios: José Orjas, como el notario; Manuel Alexandre, como el cuñado de Plácido; la excelsa Elvira Quintillá, como la mujer de Plácido, Emilia; José María Cafarell, como el empresario que paga la llegada y actuación de las artistas de Madrid; Amparo Soler Leal, Roberto Llamas. Una historia, hoy del mejor cine español, en una película inmortal Plácido (Luis García Berlanga, 1961).
Una tragicomedia que aspiró al Oscar como mejor película extranjera, con guión del propio Berlanga, Rafael Azcona, José Luis Font y José Luis Colina. El espíritu de la Navidad contado en clave de sainete terrible. Doloroso. Real. Resulta que ese mismo día de la Nochebuena, Plácido tiene que pagar la última letra que le permitirá tener al motocarro de su propiedad. Pero, los que patrocinan no le han pagado todavía y él tiene que pagar. El dinero no llega. Persigue a Quintanilla, responsable de la organización. El pobre Plácido, además de conducir el motocarro, con el pobre exhibiendo el pollo (Carpanta) que se comerá, debe ir al banco a pagar la letra. Pero el dinero no llega, el banco cierra, en una noche así, y la letra impagada se dirige al notario (qué gran actor, José Orjas), allí deben ir, en un kafkiano viaje en el laberinto burocrático, Plácido con su cuñado (Manuel Aleixandre) para terminar con la pesadilla de la letra del banco al notario.
A partir de ahí, un guión excepcional y coral, conduce al espectador a un escenario delirante de una realidad tan dura como desasosegadora. Como todo en Berlanga, está imbuido de tristeza, desamparo, desesperación y humor. Un humor tan ácido como melancólico. Es la Nochebuena. Emilia trabaja en los lavabos públicos de la población, allí (en unas escenas que hoy provocan hilaridad, como poco) cuida de su bebé (imagina uno los olores y la salubridad para un bebé en ese espacio), y espera que Plácido termine la jornada con el motocarro, pague la Letra que vence y poder regresar a casa a celebrar la Nochebuena. No se puede pedir más.
Las buenas damas distinguidas de la población, señoras de los patrocinadores, banqueros, notarios y demás han invitado a un pobre a la cena. Los pobres vienen reclutados de los albergues. El ácido de la narración se muestra en la escena en la que uno de los pobres enferma. Está emparejado, sin casarse, y se les muere en la casa de doña Encarna, nada menos. Junto al enfermo está su pareja. Pero doña Encarna exige que el anciano no puede morirse sin estar religiosamente casado, a lo que el anciano se niega, aún moribundo, rotundamente. Berlanga confió a quien esto escribe que el caso fue real. Qué película. El espíritu de la Navidad surge a cada paso pero con el dolor de una España que trasciende y sobrevive a los maltrechos usos oficiales.
«A diferencia de Dickens, en ‘Plácido’ no hay redención, no hay un Mr. Scrooge que descubra la compasión»
La letra sin pagar de Plácido, los lavabos en los que trabaja Emilia, la llegada para celebrar la Nochebuena del cuñado de Plácido, las borracheras de algunos pobres, deslumbrados por el ágape que se les ofrece (magistral Luis Ciges), la confusión de una cesta de Navidad que les llega a los Plácido de manera equívoca. Es Dickens en estado puro, pero en la España de los años sesenta. Nadie como Berlanga y Azcona, para contarlo. Qué dolor, qué risa agria, que desolación, qué humor negrísimo ante esa familia, la de Plácido, a la espera de celebrar la Nochebuena. Como Cervantes, como Dickens, como Galdós, Berlanga imprime la compasión hacia sus personajes más castigados. Pero a diferencia de Dickens, aquí no hay redención, no hay un Mr. Scrooge que descubra la compasión, ni un George Bailey de Capra que evite su suicidio con un ángel, Clarence, aquí no hay solidaridad, ni caridad (recuérdese el villancico: «Porque en esta tierra ya no hay caridad/ni un nunca la ha habido/ni nunca la habrá»), aquí no hay compasión.
La escena final es desoladora, terrible. La cesta no era para ellos, después del día que han pasado, la letra, la preocupación, el ir y venir. No. La frase final que resume toda la película es inmortal: «Todos los desgraciados sois iguales». Y, probablemente, sea verdad. No hay redención. Los convocantes terminan la jornada con el pensamiento de que ha sido un desastre esto de invitar a los pobres a la mesa. Qué incomodidad, qué desatino. Y mientras suena el villancico citado, la familia de Plácido se dispone, como el empleado de Dickens, Crachitt, a celebrar la Nochebuena, pero sin la llegada benefactora de Mr.Scrooge.
En la España de los sesenta no hay Mr. Scrooge. La vida seguirá para ellos con el motocarro, el trabajo de Emilia en los lavabos públicos, el cuñado de Plácido regresando al pueblo. Lo que vino después es la historia de una generación de españoles, como Plácido que, contra el viento y la marea de una dictadura, salieron adelante, algo que algunos hoy ignoran o lo pretenden. Obra maestra de un gran, grandísimo Luis García Berlanga.