La izquierda caviar y el relato
«Nuestras oligarquías juegan con las palabras intentando hacernos creer que lo que vemos y comprobamos corresponde a otros hechos, más virtuales que reales»
Para entender buena parte, no todo evidentemente, de lo que nos está pasando, sobre todo en relación con la confusión conceptual, interesada o no, que nos rige, creo que tiene su interés referirse al término izquierda caviar, la gauche caviar francesa o toscana-zosi suiza, que en Inglaterra es champagne socialists y en EEUU radical chic, conceptos todos que remiten a la idea de contradicción entre postulados expresados y modo de vida. No es, pues, un término o una actitud privatista nuestra, sino que está extendida por todos aquellos sectores, estén donde estén, que quizás no llegaron a tiempo a Mayo del 68 (con sus múltiples variantes), no lo vivieron pero han digerido mal el empacho que se produjo en varios ámbitos, o que, en cualquier otro contexto, no quisieron o supieron afrontar determinadas tomas de posición que hubieran querido adoptar y que, por los motivos que sea, no se atrevieron a hacerlo.
Tampoco es un fenómeno novedoso, que hubiera nacido en el siglo XX, aunque hoy es más conocido porque los medios de comunicación ponen a nuestro alcance muchas más cosas que cuando los correos iban a caballo de posta en posta superando todo tipo de obstáculos. Sin poder adjetivar como gauche o droite, «progres» o «fachas», pero mostrando las contradicciones de poderosos, influencers y demás congéneres, la Historia está llena de episodios poco entendibles si no es desde estos que ahora consideramos modernos parámetros, pero que han sido evidenciados también, desde hace siglos, por el arte o la literatura.
Quizás tengamos que recurrir a todo ello para entender porque, en un momento determinado, ahora mismo por ejemplo, quienes para unos son traidores para otros son héroes o para tomar consciencia de las tergiversaciones de conceptos filosóficos o jurídicos que subyacen en determinadas posturas. Releer a Cicerón o Tucídides y compararlos con Locke, Madison o Tocqueville, nos hace retrotraernos en el tiempo para apreciar que lo que hoy discutimos ya ha ido siendo abordado prácticamente desde la antigüedad. Pocas cosas nos están descubriendo esos «modernos» disfrazados de intelectuales que no distinguen la iniciativa autonómica de un referéndum de autodeterminación.
Desde esa izquierda caviar que también vive, y pontifica, entre nosotros, se está traicionando lo que edificamos, trabajosamente, durante la transición a la democracia. Con un complejo impropio de mentes adultas y conscientes de que nada es perfecto, pero todo es mejorable, estamos vilipendiando el consenso que nos llevó a adoptar una Constitución que ha sido un modelo altamente seguido en Europa (se tuvo como patrón en la elaboración de las Constituciones en muchos países de Europa del Este tras la caída del comunismo) y en América (varias constituciones de la década de los noventa se inspiraron en la española de 1978). Hoy en día se continúa valorando todo ello mucho más desde fuera que desde dentro.
Desde parámetros parecidos, se critican decisiones judiciales simplemente por razones ideológicas, sin que se razone el porqué de la crítica desde los parámetros jurídicos que la sostendrían. Desde posiciones irracionales se arenga a las masas, pretendiendo deslegitimar a las instituciones. Se divide a la sociedad en buenos y malos ciudadanos, según si apoyan emocionalmente el «bien» o el «mal» que se ha preestablecido previamente a partir de si se concuerda o no con determinados objetivos.
«Se pretende, con todas las tergiversaciones posibles, traicionar las garantías de democracia que tanto costó obtener»
Se banalizan las conductas punibles porque, a juicio interesado de algunos, nunca cumplen con los indicadores precisos que tendrían que definirlas. Se pretende, en suma, con todas las tergiversaciones posibles, traicionar las garantías de democracia que tanto costó obtener. Y se pretende, también, deslegitimando los procedimientos, impedir que el sistema pueda mejorar, conservando lo que ha sido positivo y reformando lo que precise ser modificado.
Algunos, ahora con poder, institucional y callejero, a la baja, pero ocupando foto y presupuesto, han marcado el relato de moda según su propia conveniencia. Todos ellos, o, al menos, los que pisan moqueta institucional, lejos de exhibir coherencia entre lo que predican y lo que practican, están siendo también especímenes tergiversadores. Seguramente deben encontrarse ante las mismas contradicciones que asaltaron a otros, a lo largo de la Historia, en el momento en el que es necesario aunar la acción de gobierno con la necesidad de cumplir con los parámetros que el Estado de derecho, la democracia y los derechos humanos marcaron tras la Segunda Guerra Mundial.
Si en tales momentos se había comprobado el poder que, para consolidar su relato, otorgaban entonces los para ellos nuevos medios de comunicación audiovisuales (recordemos la UFA y el poder del cinematógrafo donde Riefenstahl dio sus primeros pasos), en la actualidad, aúnan lo antaño acuñado en esos medios, ya clásicos, con la mucho más elaboradora manipulación informativa que se ha comenzado a instaurar también en las instituciones, en la calle y en los medios de comunicación, redes sociales incluidas.
Nos dicen que si un teléfono móvil no contiene mensajes es porque éstos no han existido, como si no supiéramos que las compañías de comunicación están obligadas a conservarlos en «su nube» durante 12 meses, ampliables hasta 5 o 6 años en determinados casos; las regulaciones pueden variar según los países, pero ciertamente, los mensajes continúan existiendo y las autoridades de control, en España los jueces, pueden solicitarlos; no entremos, porque ahí la regulación es más confusa, en el uso de sistemas como Cellebrite por parte de los forenses digitales. Pero claro, el relato que el mismo presidente del Gobierno quiere imponer es que, si el teléfono intervenido al Fiscal General del Estado no contiene datos, hemos de pedirle perdón por haber pensado que podía contenerlos. Que se haya comprobado que los ha borrado es absolutamente indiferente.
«Lo que importa, para el relato, es que se continúa en el Gobierno. Pero una cosa es estar en el Gobierno y otra, muy distinta, gobernar»
Pretenden que nos creamos que se puede gobernar sin aprobar presupuestos, incluso dan a entender que no es necesario ni tan siquiera intentar presentar el proyecto al Parlamento, aunque sea obligatorio, tal como indica la Constitución (art. 134.3CE). Ha habido países en los que el Gobierno ha dimitido tras no haber conseguido aprobar el presupuesto, como es el caso de Coelho en Portugal o de Tsipras en Grecia (ambos en 2015) y el de Berlusconi en Italia (2011). Pero en España no. Ni tan siquiera se presenta el proyecto al Congreso. Se prorrogan los presupuestos de 2023 para 2025 y no pasa nada. Nos lo afean en la Comisión Europea, pero como quien oye llover. Se nota que lo que importa, para el relato, es que se continúa en el Gobierno. Pero una cosa es estar en el Gobierno y otra, muy distinta, es gobernar.
Porque es muy fácil predicar y no dar trigo y mucho más difícil enseñar a pescar en vez de regalar un pez, harían bien quienes nos «administran» en ser más coherentes, en detectar realmente las necesidades de la ciudadanía y en pensar adecuadamente en los problemas que tenemos, mucho más exacerbados desde los efectos socioeconómicos derivados de la crisis de 2008 y de la pandemia, y a los derivados de las desestabilizadoras guerras híbridas y asimétricas; todo ello origina enormes problemas a los que hay que hacer frente desde todos los ámbitos.
No es oro todo lo que reluce. Y la coherencia brilla por su ausencia. No se trata de un fenómeno nuevo, pero se encuentra en el «orden del día». Dejar que, por intereses cortoplacistas, no se tengan en cuenta las necesidades sociales reales, se pueda volver a paralizar la economía por la falta de un plan sostenido en el tiempo que tenga en cuenta la realidad en la que vive buena parte de la población, es una irresponsabilidad que no nos podemos permitir.
Pero el relato impone que la economía «va como un tiro». Porque en los números macro damos relativamente bien, aunque en lo micro la cesta de la compra cada vez se pone más difícil, los empleos de los jóvenes sean cada vez más de baja calidad, los alquileres se pongan por las nubes y se siga protegiendo a okupas y similares, la educación vaya descendiendo en todos los índices, la sanidad no sepa ya qué hacer con determinadas listas de espera, la activación de mecanismos de protección civil sigan en manos de incompetentes, nos hagamos un lio de mil demonios con el uso de las lenguas regionales y minoritarias, necesitemos hacer un máster para entender el galimatías de la corrupción y los problemas derivados de las migraciones que este mundo global y desasistido originan no encuentren cauce adecuado para ser resueltos.
«No basta con políticas ‘asistenciales’ cortoplacistas ni con hacerse fotos sonriendo con la Sra. Von der Leyen»
La Unión Europea, esa UE en la que estamos insertos, debe mejorar substancialmente su acción socioeconómica, en el marco de las competencias que tiene para hacerlo, que no son pequeñas. No basta con políticas «asistenciales» cortoplacistas ni con hacerse fotos sonriendo con la Sra. Von der Leyen o acordando cuestiones substanciales de la integración por lo bajinis. Se precisa de la colaboración de los Estados miembros, no sólo para decidir cuántos fondos y ayudas se van a movilizar, sino para abordar las reformas estructurales que llevan décadas en el baúl de los recuerdos.
Los fondos Next generation, que tan útiles hubieran podido ser, no han tenido el destino que se había previsto; de hecho, en España, más del 70% no han sido ejecutados. La Comisión Europea se ha quejado repetidamente que no sabe ni cuánto se ha gastado de ellos, ni cómo ni dónde. De entrada, la distribución y el control no se realiza mediante una oficina independiente, como se acordó en su creación, sino que es una comisión de Moncloa quien toma las decisiones al respecto.
La crisis en la que estamos inmersos obliga no sólo a una reflexión, sino a una acción sostenida, ampliamente acordada, en todos los ámbitos, desde el europeo al autonómico, pasando por el nacional. También obliga a que no nos cuenten milongas porque toda la ciudadanía está implicada en la buena marcha de las cosas. Y también implica a los que no gobiernan en un momento dado, pero pueden gobernar porque son la alternativa. Lejos de esa «política atronadora» a la que se ha referido el Rey Felipe VI en su mensaje de Navidad, es necesario buscar la entente que nos devuelva a la centralidad que nunca hubiera debido perderse.
Pero nos llenan de palabrería, que incluso creen «revolucionaria», porque se trata, sobre todo, de que «no gobiernen la derecha y la extrema derecha». Sin darse por enterados de que derecha y extrema son precisamente los blanqueados y variados socios carlistones, por una parte y, por otra, los herederos de periclitadas asonadas pseudorevolucionarias, revestidas de un socialismo del engaño, habidas allende los mares. Todos máximos exponentes de «democracia» autoproclaman, aunque intentaran, o consolidaran, golpes de estado directos o híbridos, o considerasen justificada la acción terrorista.
«Se acuerdan cosas tales como relegar al Parlamento porque lo importante es gobernar con o sin las Cámaras»
Con todos ellos, o con sus sucesores y discípulos, en geometría variable, se acuerdan cosas tales como relegar al Parlamento porque lo importante es gobernar con o sin las cámaras, usar abusivamente la figura del decreto-ley porque eso da resultados y no precisa de esfuerzos consensuados, pretender establecer regímenes singulares de financiación anticonstitucionales y discriminatorios diciendo que son federalismo solidario, calificar de pluralismo nacional a lo que sería confederalismo asimétrico, amendrentar a periodistas y medios de comunicación en nombre de una pretendida libertad de expresión que sólo se pretende para unos, o tratar de desprestigiar al Poder Judicial acusándole de lawfare para poner a la ciudadanía en su contra.
Winters ya nos lo explicó en su obra Oligarquías (2011), analizando cómo, desde la antigüedad, los grupos poderosos se van sustituyendo unos a otros y, siempre, siempre, con lenguaje grandilocuente y torticero, pero al mismo tiempo innovador y creativo, tienen la capacidad de hacer creer al resto que lo que les conviene es lo que les proponen, aunque ello conlleve, en la práctica, que lo único que se está defendiendo es el poder de los que ya lo tienen.
Como si ellas, nuestras oligarquías, pertenecieran a una exquisita izquierda valedora de triunfos mundiales, juegan con las palabras intentando hacernos creer que lo que vemos y comprobamos corresponde a otros hechos, por ellas definidos, pero más virtuales que reales. Porque pensar que se puede gobernar de este modo es propio, desde luego, de lo que se expone en un manual de resistencia, en el que lo importante es detentar el cargo sin reparar en medios. ¿Para hacer qué? Pues eso ya se verá. Depende de con quien juguemos cada partida. Lo importante no son las leyes, son los resultados. Mientras estiremos la cuerda no importa si nos desplazamos un poquito a la izquierda o un poquito a la derecha. «La cuerda será siempre nuestra», piensan.
No podemos jugar a Mayo del 68, tenemos que enfrentarnos al Siglo XXI.