De vuelta a las iglesias
«Ese regreso responde tanto a una difusa insatisfacción con los valores morales ‘woke’ como al hundimiento de las esperanzas en un porvenir incierto»
Interesante el artículo que ha publicado The Spectator, de pluma de Justin Brierley, sobre el mismo tema al que ha dedicado un libro y un podcast: Surprising Rebirth Of Belief In God (el sorprendente renacimiento de la fe en Dios). El artículo se titula La sorprendente verdad sobre el revival cristiano en Occidente y postula, aportando unos cuantos datos estadísticos, que tanto en el mundo anglosajón (Gran Bretaña, Estados Unidos, Australia) como en Francia y Canadá se observa una creciente asistencia a los oficios religiosos cristianos, católicos o protestantes, y un insólito –insólito en los últimos 50 años- regreso de los jóvenes a las iglesias.
Como es fácil de deducir –y en el caso de que esos datos que aporta Brierley sean realmente significativos-, ese regreso a las iglesias responde a una difusa insatisfacción con los valores morales woke, tanto como a un cierto malestar con las convicciones en la vida civil, y como al hundimiento de las esperanzas particulares y sociales en un porvenir que parece incierto: es decir, constatado o sospechado el fracaso de la modernidad, se trataría de una vuelta los valores básicos. El tazón caliente de la sopa en torno a la chimenea familiar, las tradiciones y la fe de las generaciones previas.
Como esos jóvenes que Briedley ha detectado, estaría yo muy dispuesto a volver a la iglesia y a los ritos milenarios. La sola visión de los crucifijos, omnipresentes en las capillas de los templos, o sea, el memorial del sufrimiento atroz de un hombre de hace 2.000 años, sufrimiento que no ha querido ser pasado por alto, u olvidado, por la comunidad, me conforta como una promesa –todo lo ilusoria que es, como suelen serlo las promesas- de que ninguna pena cae en saco roto: todo será rescatado, todo es inmortal o por lo menos tiene sentido.
Eso sí: siendo el ritual de la Misa casi insuperable, testado y pulido a lo largo de las generaciones, hay todavía algo mejorable, algo para mí insufrible, que es el factor humano, y concretamente la voz humana.
Me refiero a la voz del maestro de ceremonias, al cura.
En su papel de representante del «Buen Pastor», y portavoz de la palabra de Dios, habla sin cesar, hasta el empacho, durante toda la ceremonia, del Amor de Dios: valor muy importante éste del amor, pero ya erosionado y vaciado de sentido por los usos y abusos de la canción melódica, que desde la invención de la radio, si no antes, es la permanente música de fondo de la vida social.
«Apelo a la conveniencia de una profunda renovación del discurso y sobre todo, de la voz y las melifluas inflexiones de voz del cura»
No apelo, entendámonos, a un regreso al cura trentino y atronador que cuando yo era niño amenazaba a los feligreses con las penas del infierno, ni reclamo la vuelta al elegante latín. Sino a la conveniencia de una profunda renovación del discurso y sobre todo, de la voz y las melifluas inflexiones de voz, tantas veces empalagosas hasta lo insoportable, de la voz del oficiante. Del cura, vamos.
Esa blandenguería me irrita el sistema nervioso.
No se debería confiar en el talento oratorio y discursivo, y en la voz tantas veces pastosa, blandurria, del cura, que automáticamente despierta, entre los feligreses menos entregados, la sospecha de tartufismo y un murmullo.
Urge un Concilio que fije el contenido más riguroso de los sermones, de 365 sermones al año. En cuanto a la voz humana, gracias a Dios ahora disponemos de ingenios tecnológicos para suplirla mediante recursos digitales y de la inteligencia artificial.
De la misma manera que al lector de libros al que le cuesta habituarse a la audición de los audiolibros, con sus voces idiosincráticas, y acaba prefiriendo la atonalidad sin énfasis de las voces artificiales, que gracias a su naturaleza mecánica no enturbian con indeseados subjetivismos el texto que recitan, así los sermones podrían transmitir el mensaje conciliar sin la ganga de la personalidad y la voz del cura.
«El cura podría figurar tras el atril, abriendo y cerrando la boca como si fuese él quien hablara»
El cual, eso sí, para mayor sugestión de realismo y calor humano, podría figurar tras el atril, abriendo y cerrando la boca como si fuese él quien hablara.
No quiero someterme otra vez a aquel funeral en el que el cura, que era un cenizo, aunque seguro que llevado por las mejores intenciones, quiso consolarnos de la pérdida de mi tío Andrés diciéndonos que no estuviéramos tristes, porque pronto, muy pronto, antes de lo que imaginábamos sus supervivientes, íbamos a reunirnos todos con él, (¡todos, todos!), en el reino de los cielos.
¡Sin empujar, mosén! ¡Que yo a mi tío no le quería tanto! ¡No dé usted prisas!
¡Y viva la tecnología digital y la inteligencia artificial!