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Fede Durán

Que voten catalanes y vascos

«La idea del referéndum de independencia no es descabellada. España debe plantearse qué aportan Cataluña y el País Vasco al bien común»

Opinión
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Que voten catalanes y vascos

Junqueras y Puigdemont. | Ilustración de Alejandra Svriz

Ni siquiera el relato que afirma que Cataluña fue alguna vez una entidad política diferente de la española se sostiene hoy. Cuando se dice «diferente», en realidad se está diciendo mejor, más profundamente alineada con los valores democráticos, más sofisticada y europea. Al Rey Pujol se le vio desnudo tras décadas paseándose con lo que el público entendía era un suntuoso traje de soberano. El mito se agrietó ahí. 

En realidad, la política catalana sigue donde estaba, aunque ahora chille más. Tan especial se considera el país que sus dirigentes se sienten obligados, casi por un deber moral, a pedir excepciones tan llamativas como la condonación de la deuda contraída con el Estado. Si gobierna el PSC, como ocurre ahora, el espejismo se agranda: muchos quieren ver en el socialismo catalán lo que no es. Desde luego, el PSC no es un partido de corte autonómico y posiblemente tampoco crea en el federalismo salvo como ardid para convencer al electorado de que sus siglas defenderán la causa tan bien como el independentismo. 

Las dinámicas del Parlament y el Govern responden a un común denominador: la avaricia. España (Ex-paña) es un enfermo moribundo del que conviene apartarse, lo cual explica que un partido presuntamente de izquierdas como ERC coincida con Junts en la negación del concepto de solidaridad entre territorios. Si al fin y al cabo somos «diferentes» (mejores), ¿en qué cabeza cabe que tengamos que mostrar el más mínimo indicio de elegancia con la nación de la que aún formamos parte?

Se ha repetido hasta el infinito. El sistema electoral está mal diseñado. Rajoy prometió modificarlo, pero prefirió dedicarse a otras cosas. La malignidad de la estructura se duplica cuando un gobierno está en minoría. Si, además, dicho gobierno queda en manos de un superviviente como Pedro Sánchez, cualquier concesión es factible. Esto encierra en cualquier caso una buena y aterradora noticia: cuando no tenga nada más que dar, cuando el Estado esté ya en sus raspas, Sánchez tendrá que inventarse otro método para contentar a la Cataluña afrancesada de Junqueras (lo de Puigdemont es más propio de Benny Hill). 

No todo es fango en el ala sanchista. Como el mismo presidente recordó, el procés ha quedado desactivado gracias a una concurrencia de factores donde destacan la ley de amnistía y la victoria de Salvador Illa. En honor a la verdad, la desactivación tal vez funcionó durante los minutos posteriores a ambos fenómenos, pero el proceso sigue vivo, coleando y nutrido de las mismas canciones de siempre: exigencias, amenazas y chulería. Ningún necio atribuirá jamás a un secesionista la virtud de la rendición. Esta es una batalla parcialmente eterna, eterna hasta que se vote y se gane un plebiscito que, visto lo visto, bien podría impulsar España. 

Tal vez a Sánchez le guste el tejemaneje de las concesiones. Quizás entienda así la esencia de la política, a pesar de equivocarse de destinatario, pues en una cabeza cuerda cabría antes la negociación con los partidos de corte estatal que las rebajas y demoliciones habituales frente a la periferia. La cuestión que puede plantearse el ciudadano es la siguiente: ¿De verdad es tan grave permitir que vascos y catalanes voten si se van o se quedan? ¿Qué aporta el País Vasco al bien común español actualmente? ¿Y qué aportará Cataluña cuando estrene su aún misterioso concierto económico? Existe, por supuesto, un componente emotivo y una parte de aquellas sociedades que asumiría con disgusto la partida, pero lo que debe plantearse el ciudadano es si de verdad quiere tener algo que ver con gente tan codiciosa y ciega. Un momento, dirán. ¿Y si vence el no en el referéndum? Entonces, simplemente, se activará el cronómetro hasta la siguiente consulta. Que nadie se engañe más. 

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