2025: el año de Franco
«El objeto de la conmemoración no es recordar a los españoles el valor de la Transición, sino cantar las excelencias de la España de Pedro Sánchez»
Entregado Pedro Sánchez a la constante exaltación de sí mismo, cabía esperar una ceremonia que diera fe de su endiosamiento. En una palabra, que nuestro presidente organizase su propia apoteosis, la cual, de acuerdo con el dualismo propio de la concepción cristiana, suponía asentar su ascenso a los cielos sobre la construcción de un paraíso. Y claro, a efectos de que el dios y su paraíso fueran creíbles hacían falta también un diablo y un infierno. La ventaja es que gracias a la «memoria democrática» los tiene ya bien identificados: el franquismo y sus herederos, es decir, todos aquellos que no comulgan con el progresismo, encarnado en Él.
Una vez reunidos los componentes de la apoteosis de Pedro Sánchez, va implícita su finalidad, bien utilitaria: fundamentar su papel de creador y guardián de un paraíso sobre la satanización de sus oponentes y «enemigos», siempre al acecho para montar un infierno neofranquista en España. Solo Él puede impedirlo. Llegados aquí, únicamente se requiere el detonante para activar ese montaje explosivo, y ninguno mejor que la efeméride de los 50 años de la muerte del Diablo Fundador. Es así como el 10 de diciembre, Pedro Sánchez anunció a los españoles que, en nombre de la Libertad, iba a proceder a lo largo de todo el siguiente año a la exhumación del cadáver político de Francisco Franco.
La exhumación de cadáveres de gobernantes no es algo habitual. Solo por una motivación de gran importancia llega a ser decidido, y sin duda Pedro Sánchez juzgó hace cinco años que la misma existía para trasladar el de Francisco Franco, del Valle de los Caídos al sepulcro familiar. La exhumación para el propósito de reposición de un jefe de Estado resulta todavía más infrecuente, y de modo involuntario la de Franco puede acabar siéndolo. El único precedente en mi memoria es el desenterramiento en 1796 del zar Pedro III por el zar Pablo, sucesor de Catalina la Grande, con el fin de que le fueran rendidos honores al cadáver. Intentaba contrarrestar el extendido rumor de que Pedro III no era su padre. Así que Pablo ordenó el macabro homenaje a su antecesor, no para honrarle, sino para apuntalar una imagen pública deteriorada. El paseo por Castilla del féretro de Felipe el Hermoso, acompañado por su esposa Juana, sería nuestro único antecedente, si bien guiado por el amor y no por un interés oportunista, como fue el caso del zar ruso.
Algo parecido ocurre cuando Pedro Sánchez presenta a bombo y platillo su nueva operación de propaganda: 2025 declarado Año de la Libertad, aprovechando el cincuentenario de la muerte de Francisco Franco. En apariencia, se trata de reivindicar la conquista de la democracia en una transición justo entonces iniciada. Sin embargo, el lema elegido, «España en libertad», indica que la conmemoración no es lo que a primera vista declara, sino que estará volcada hacia el presente. Su objeto no es recordar a los españoles el valor de la Transición, sino cantar las excelencias de la España de Pedro Sánchez.
Dejémosle la palabra. Estamos en «una de las democracias más plenas del mundo. Una economía moderna, abierta y sostenible, una sociedad tolerante e inclusiva, y una potencia internacional, comprometida con el multilateralismo, el europeísmo y la paz». Antes era «una dictadura pobre y aislada». Nos amenaza a continuación con que calles, plazas, museos, se llenarán de actos culturales, un centenar como mínimo, impulsados por el gobierno, para que todos los españoles aprecien sus magníficas realizaciones.
«La muerte de Franco fue necesaria para la Transición, si bien todavía no es ni siquiera el inicio de la Transición»
Hasta aquí en apariencia nada grave, salvo para descubrir que Sánchez ha encontrado una nueva forma de decirnos lo que todos ya sabemos y que él repite sin descanso, como aquel personaje del cuento de Salvador Espríu: soc el millor, soy el mejor. Más discutible resulta simultanear muerte de Franco y Transición, ya que la muerte de Franco fue necesaria para la Transición, si bien todavía no es ni siquiera el inicio de la Transición. Esta surge de un difícil proceso de construcción democrática que concluye en la Constitución de 1978. El salto hasta el presente de la España feliz con Pedro mandando, supone borrar un capital político que justamente ahora es cuestionado por sus aliados y puesto en peligro por él.
No ha lugar para ese reconocimiento, pero sobre todo las verdaderas intenciones del presidente quedan al descubierto al añadir una segunda parte contratante, que hará de la conmemoración un campo de batalla donde está seguro de alcanzar la victoria, como Franco logró en 1939. El contenido de «España en libertad» se atendrá a la Ley de Memoria Democrática, esto es, a un ajuste de cuentas con el pasado de intención estrictamente política, aplastando, cómo no, desde su versión de ese pasado, a la oposición.
En el discurso de presentación del Año, Sánchez expresa la voluntad firme de acabar, no ya con la Fundación Francisco Franco, sino con toda «falsa ley de Concordia», donde «se equiparan víctimas con verdugos». Una memoria de obligado cumplimiento es puesta al servicio de su ofensiva política permanente. A diferencia de 1977, no es una libertad sin ira, sino una libertad con ira. Frontalmente opuesta a la idea de reconciliación nacional y al espíritu de la Transición.
Llegamos adónde siempre. El diablo de la derecha está a la espera y frente a ese nuevo Anticristo, Él se encuentra listo para aplastarle. Una adaptación cutre de Carl Schmitt. La victoria, advierte Sánchez «nunca es definitiva», «el peligro de involución es real» (un diputado «profanó el templo de la democracia» elogiando a Franco), y para que resulte claro que su destinatario no es Vox, sino el PP, concluye denunciando a quienes «pactan leyes con los enemigos de la libertad y la igualdad». Según obra, por contraste con ese enlace impuro, los pactos con Puigdemont y Bildu son santos y buenos. Tal es su doble baremo.
«El efecto buscado, oportunista y peligroso, no puede ser otro que una revancha de la contienda civil»
En cualquier caso, tras la lectura de las intenciones declaradas por Pedro Sánchez, no hay duda: será un año de festejos en honor de sí mismo y constante descalificación del PP. A modo de coartada, la exhumación simbólica de Francisco Franco servirá como saco de los golpes para una inacabable exhibición de «progresismo». El efecto buscado, oportunista y peligroso, no puede ser otro que una revancha de la contienda civil, de justa revancha, declarando una absurda guerra imaginaria aquí y ahora, con un indeseable despertar de memorias enfrentadas. Todo vale si con ello Pedro Sánchez incrementa las posibilidades de perpetuarse en la Moncloa.
Vamos hacia una de esas maniobras infinitas que gustan el presidente, perceptible en este caso por la configuración de su extraño prólogo, el acto en el Auditorio Nacional donde anunció su proyecto, al mismo tiempo que entregaba diplomas de «reparación» a una veintena de víctimas del franquismo. Siempre las víctimas como aval y justificación del donante. Y con Vicente Aleixandre al frente, merecedor de todo homenaje, pero aquí fuera de lugar, desempeñando al lado de Miguel Hernández el papel de un broche de oro para dorar la entrega de unos diplomas poco atractivos.
Todo innecesariamente soviético. ¿De qué sirve ese reconocimiento a los dos citados o a María Zambrano, que no fue víctima? Tendremos muchas demostraciones de ese tipo, donde el homenaje sirve de escabel al organizador o un nombre destacado ennoblece una distinción para los leales. Aun cuando su nombre sea citado, ¿quién se acuerda de la muerte de Enrique Ruano en ese contexto?
Con «España en libertad», asistiremos a un interminable ejercicio de propaganda, que de paso puede atraer a algún intelectual hasta ahora reacio a mostrar su adhesión pública al «progresismo» gubernamental, y que aceptará alguno de los papeles asignados de comisionado o «experto» (eco de los inexistentes del covid en 2020). Sería duro negarse a participar en la cruzada contra las mentiras históricas de la ultraderecha y aparecer asociado al neofranquismo.
«En el marco de la celebración prevista, todo se limitará a desarrollar o refutar ‘la verdad’ impuesta por Sánchez»
El incremento de la crispación queda garantizado, de tener el eco perseguido semejante campaña «cultural». Lo que no tienen previsto Sánchez y sus asesores, es que las valoraciones propuestas del pasado, la sacralización de la Segunda República y el envío del franquismo al infierno, provoquen un efecto bumerán.
De entrada, resulta bloqueado el efecto de actualización del conocimiento que suele acompañar a las grandes conmemoraciones. Desde el punto de vista de la memoria histórica y de la política, los 50 años de la muerte de Franco hubieran podido ser la ocasión para celebrar debates en profundidad sobre ambos temas. En el marco de la celebración prevista, todo se limitará a desarrollar o refutar «la verdad» impuesta de antemano por Pedro Sánchez.
No cabrán la complejidad ni los matices. Menos discutir con sosiego si la guerra de Franco fue un genocidio o qué responsabilidades tuvieron el Estado republicano, o las organizaciones de la izquierda, en crímenes de guerra (o contra la humanidad) como Paracuellos, o los cometidos en las checas. Mentarlo sería como echar aceite a un incendio.
La reconciliación es hoy más necesaria que nunca, pasando porque todos reconozcan las verdades, por duras que sean, para ambos, no con equidistancia sino con ponderación. Sumidos en la oleada de propaganda de Sánchez, nada cabe esperar.
«El hiperliderazgo criticado en Pedro Sánchez, hunde sus raíces en ese pasado. Lo mismo sucede con la corrupción»
Es más, si como va a suceder, «España en libertad» se atiene a la visión tradicional, enteramente pro-republicana y antifranquista, tan inmaculada como la Virgen en la Anunciación, conviene avisar de la existencia de una nueva historiografía revisionista, aupada sobre investigaciones exhaustivas, que la deja claramente malparada. Una memoria unilateral en ese sentido ya no se sostiene y con toda seguridad los medios culturales y políticos conservadores no van a soportar en silencio la película de buenos y malos que día a día piensa proyectarles Pedro Sánchez. El punto de llegada final, inevitable, en el calor de la polémica, será una exhumación ideológica positiva de Franco y del franquismo para una parte más o menos amplia de nuestra sociedad. No hacía la menor falta.
Hay, sin embargo, un aspecto en el cual, citando las palabras del dictador, no hay mal que por bien no venga. A la vista de la exhibición en curso de propaganda política totalitaria, tal vez sea la ocasión para plantear al menos el tema del legado de Franco, no ya por sus méritos personales o los de la dictadura, sino por su incidencia sobre los usos de nuestros gobernantes, en cuanto a la vocación autoritaria y a la aspiración a gobernar personalmente, por encima de las instituciones representativas, y en especial sobre el propio partido.
Arrancando de Adolfo Suárez, y en respuesta autocrática de los dirigentes a la debilidad partidaria, podremos apreciar que el hiperliderazgo criticado en Pedro Sánchez, hunde sus raíces en ese pasado. Lo mismo sucede con la corrupción que se instala en el entorno del presidente del Gobierno y acaba siendo aceptada por el PSOE y por el conjunto de la sociedad, a la siciliana.
Ha sido una pasividad que sin duda se gestó en las cuatro décadas de dictadura, en el fatalismo derivado de la sumisión a un poder arbitrario, pero inevitable e indestructible. Por debajo de la superficie, la herencia de Franco dista de haber desaparecido, con mayor intensidad lógicamente en una derecha procedente del régimen anterior. Lo cual no significa que hoy el PP sea neofranquista, como lo es Vox. Aunque por la brutal presión de Pedro Sánchez en ese sentido no cabe excluir que ese regreso a los orígenes tenga lugar de darse el fracaso anunciado del intento por mantenerse en el centro-derecha.
«Tanto Sánchez como Franco asumen plenamente la exaltación de su propio poder hasta el endiosamiento»
La deriva autoritaria de Pedro Sánchez conduce finalmente a examinar el juego de similitudes y distancias entre sus modos dictatoriales y los de Franco. A pesar del salto temporal, de los orígenes enfrentados y del abismo ideológico, existe un innegable punto común, ya que tanto Sánchez como Franco asumen plenamente la exaltación de su propio poder, de su posición preeminente en el sistema político, hasta el endiosamiento.
Por eso no entienden que puedan existir barreras jurídicas que limiten omnipotencia, y con una similitud sorprendente, ambos piensan que su principal tarea consiste en alcanzar la victoria definitiva contra una oposición vista como enemigo. En consecuencia, los dos creen -uno en su día, otro hoy-, para desgracia del conjunto de los ciudadanos de este país, que la guerra civil de 1936 no debe ser superada y ha de seguir dictando nuestro destino político.
Algo siniestramente lógico en Franco, suicida (para su país) en Sánchez. Por eso la intención, siniestra también, del segundo, consistente en cabalgar sobre el espectro del franquismo, puede impulsar la resurrección política de este, y el Año de la Libertad, de la falsa libertad de Sánchez, transformarse en el Año de Franco.
Según el programa oficial, Pedro Sánchez y Francisco Franco son y deben ser los dos únicos protagonistas de esta historia. La Transición no existió, y por supuesto, tampoco el Rey, ni el de entonces ni el de ahora. Y no debe existir, según acaban de recordárselo a Felipe VI unos socialistas locales, sacando el cachicuerno a órdenes de su señor, por atreverse a visitar sin permiso a los damnificados valencianos. El cerco al Rey es ya un hecho, visible en la reacción a su discurso de los vasallos de Sánchez, y «España en libertad» parece ser buena ocasión para estrecharlo: o se incorpora como mascarón de proa al barco fúnebre o será calificado de franquista. Pedro Sánchez es implacable.