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José García Domínguez

Vox y la serpiente de madera

«Vox no ha sido capaz de ampliar el espectro electoral de la derecha. El suyo con el PP es un eterno juego de suma cero. No aporta nada a la derecha»

Opinión
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Vox y la serpiente de madera

El líder de Vox, Santiago Abascal. | Archivo

Comienza otro año, pero nada sustancial cambiará en el ya crónico día de la marmota que define a la política española post procés. Así, la derecha seguirá soñando despierta con la fantasía de que algún togado, Peinado o cualquier otro, le abrirá las puertas de la Moncloa. Y la izquierda, por su parte, continuará sabiéndose impune frente a un malestar que no cesa de crecer en el seno del grupo sociológico, sigue siendo el mayoritario en las urnas, el que integra una clase media cada vez más menguante y sobre la que recae el grueso de la carga fiscal del Estado.

Y es que, si el viejo orden político-institucional, aquel vigente en España desde la Transición hasta el último conato independentista en Cataluña, se fundamentaba en la alternancia en el poder de dos fuerzas con ligeras diferencias ideológicas de fondo, el nuevo se caracteriza por el principio opuesto, esto es, por la efectiva inviabilidad de que se produzca esa alternancia. Porque hay democracias, por lo demás impecables desde el punto de vista de la limpieza en el funcionamiento de los mecanismos institucionales encargados de velar por el cumplimiento de las normas del sistema, en las que resulta imposible en la práctica desplazar del poder al partido que lo ocupa de modo permanente.

Eso existe. La Italia posterior a la Segunda Guerra Mundial, con aquella hegemonía interminable de la Democracia Cristiana, que gobernó sin interrupción hasta tiempo después de la caída del Muro de Berlín, constituye un buen ejemplo de ello. Y esta España contemporánea transita por un camino parecido. La Democracia Cristiana, un partido en extremo corrupto y no particularmente eficiente en el manejo de la cosa pública, ejerció de forma monopolística el poder, y durante cerca de medio siglo, no por sus escasas virtudes sino porque la única alternativa era otra formación, el Partido Comunista, que despertaba un enorme miedo movilizador en el seno de la sociedad italiana cada vez que tocaba ir a las urnas. De ahí que ganasen siempre no por el apoyo de los suyos, sino porque los demás, cuantos temían sobre todo a los comunistas, corrían a las cabinas de votación con la papeleta de la Democracia Cristiana en la mano. Y aquí ocurre lo mismo.

Sí, ocurre lo mismo. De hecho, la única diferencia es nominal: el hombre del saco que en aquella Italia respondía por Partido Comunista, entre nosotros, aquí y ahora, se llama Vox. Vox encarna la prodigiosa bula papal llamada a garantizar la permanencia indefinida en el poder del PSOE. Todo ello con independencia de que su secretario general del momento se apellide Pérez, Sánchez, López o Martínez. Algo, esa providencial capacidad de Vox para impedir que la derecha vuelva a gobernar algún día en España, que se asienta en una impotencia estructural que también recuerda mucho a la del Partido Comunista Italiano.

«Son el regalo de los cielos que Sánchez siempre soñó»

A fin de cuentas, el fracaso del eurocomunismo, aquel invento de Enrico Berlinguer para ir diluyendo poco a poco las añejas esencias revolucionarias del PCI a fin de ampliar el espectro con la vista puesta en la clase media, salvadas las distancias, resulta equiparable al mismo fracaso de Vox en su definitiva incapacidad para traspasar las fronteras de la derecha sociológica en las urnas. La diferencia crítica entre Vox y todos los demás partidos de la nueva extrema derecha en Europa, desde los portugueses de Chega hasta Le Pen o Alternativa por Alemania, estriba justo ahí.

Porque todos esos grupos, sin excepción, fundamentan su éxito creciente en la capacidad de penetrar con fuerza en el antiguo electorado de los partidos socialistas y comunistas de Europa occidental, a su vez caracterizados por el predominio de los sectores populares en la composición de su voto. Allí donde la derecha ortodoxa, ya fuera en su variante más conservadora o en la liberal, apenas lograba una presencia poco menos que testimonial, los populismos nacionalistas cosechan, por el contrario, la mayor parte de sus sufragios. Y ahí es donde ha fallado Vox.

Salvo por conseguir cierto eco en pequeños nichos con fuerte mentalidad antisistema y ubicados en las lindes de la marginalidad socioeconómica (el barrio sevillano de las Tres Mil Viviendas y circunscripciones similares), Vox no ha sido capaz de ampliar el espectro electoral de la derecha. En consecuencia, el suyo con el PP es un eterno juego de suma cero. No aporta nada, pues, a la derecha. Y para acabar de arreglarlo, cada vez que toca votar moviliza a las amplísimas bases sociales del nacionalismo catalán con su estéril retórica apocalíptica. Son el regalo de los cielos que Sánchez siempre soñó. En fin, preparémonos para más de lo mismo en el año de la Serpiente de Madera.

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