El año jubilar del postureo antifranquista
«Si vamos a abjurar todos juntos del franquismo este año, hagamos un esfuerzo honesto por identificar a quienes perpetúan su legado»
Hace un par de semanas me invitaron a ver la obra de teatro 1936 en el Teatro Valle-Inclán, del Centro Dramático Nacional. Es una obra de cuatro horas sobre la Guerra Civil, con un elenco extraordinario, capaz de metamorfosearse incesantemente en múltiples personajes, con una puesta en escena asombrosa, que con solo unas mesas y unas sillas era capaz de trasladarnos de un cabaré a una batalla. Y algo más reseñable aún: era capaz de retener la atención y de sostener durante cuatro horas la capacidad de provocar emociones. Sin embargo, el texto me pareció un profundo fracaso literario.
No había narrativa, sino una sucesión continua, didáctica y expositiva, de hechos poco hilvanados, amontonados unos encima de otros, con un propósito divulgativo de los horrores del franquismo, que no de los horrores del 36. Es cierto que hay una breve escena sobre al asesinato masivo de miles de religiosos, que se cierra precisando que también Franco mató a un par de docenas. Las checas ni se mencionan, y cuando trata de la muerte de Calvo-Sotelo se le hace al propio asesinado levantarse como cadáver ensangrentado para justificar las razones de su asesinato en un vergonzoso monólogo donde el muerto se acusa a sí mismo, vanagloriándose, de ser un conspirador antidemocrático y en la rememoración que hace de su propia indignidad le vemos ponerse a cuatro patas para recoger fajos de billetes que llueven del aire, derramados por el banquero March.
Nadie duda hoy de que Calvo-Sotelo fuera un personaje antidemocrático y que tuviera sus cambalaches con el banquero mallorquín, pero el recurso dramático utilizado para retratarle queda en una burda caricatura, y poco se dice de la eliminación violenta del político incómodo en un régimen democrático. Con todo, lo peor de la obra es la caracterización de Franco y de sus generales, que son estereotipos unidimensionales, supervillanos de cómic que son malvados porque son fascistas, y que son fascistas porque son malvados. De sus motivaciones nada se sabe, ni de la formación de sus ideas, ni de sus tribulaciones. El joven que viera hoy esta obra nada puede entender de por qué pasó lo que pasó, de qué llevó a esa gente a perpetrar las atrocidades que cometieron, de qué es lo que había en el ambiente, en la cultura o en el lenguaje de aquella España de 1936 para que alguien que podía ser nuestro abuelo o nuestro vecino, se convirtiera en un monstruo.
Las obras perennes de la literatura esclarecen el devenir de los malvados, e iluminan la hora crítica en que el hombre corriente escoge el camino de la heroicidad, el de la cobardía o el del crimen. Contar cómo se alza un tirano, el proceso de autojustificación por el cual decide su destino, solo está a la altura de los grandes escritores. Así Shakespeare nos revela como Othello pasa de noble soldado a parricida, Maupassant nos narra como un mediocre como George Duroy asciende desde la absoluta insustancialidad al poder, y John Milton nos canta con profundidad psicológica la transformación del peor de los villanos conocidos, Lucifer, de ángel de luz a rey de los oscuros infiernos. Los dramaturgos de 1936 no logran –ni siquiera lo intentan– hacernos comprender por qué los personajes que provocan los hechos que dramatizan hacen las cosas que hicieron.
En ese sentido es una obra meramente propagandista y estéril, propia de autores que viven al servicio de un activismo aplaudido por las autoridades que gobiernan el mundo de la cultura, más preocupados por la promoción de sus causas que por la gloria de las letras. Uno no puede evitar la sospecha de que esta gran producción no es sino el preludio de la matraca que nos espera en este año, donde ya se anuncian un centenar de actos para celebrar los cincuenta años de la muerte del dictador Francisco Franco. Supongo que nos esperan unos cuantos artefactos culturales que seguirán la receta de esta obra, e igualmente se beneficiarán del escrúpulo que provoca a los críticos culturales decir a las claras que una obra puede ser un bodrio por muy antifranquista que sea.
«Una obra de arte no puede encontrar su validación en la abyección hacia lo que denuncia, sino que tiene que emocionar por sus propios méritos»
Pasa un poco como con algunos monumentos que se erigieron sin criterio alguno para preservar la memoria de atroces atentados terroristas, ¿quién osaba denunciar su fealdad cuando los cadáveres estaban aún frescos en la memoria? Pero si recordamos aquel despropósito de vidrio cilíndrico en medio de la rotonda que había frente a la Estación de Atocha (hoy afortunadamente demolido), o ese engendro ridículo que aún sigue instalado en la plaza de la República Dominicana, entenderemos que en la reacción del arte ante el horror no vale todo, una obra de arte no puede encontrar su validación en la abyección hacia lo que denuncia, sino que tiene que emocionar por sus propios méritos, como lo hace el Guernica de Picasso, cuya lectura no depende ya de la memoria del hecho concreto que conmemora, sino que representa un sentir universal y resistente al tiempo del horror ante toda violencia contra la Humanidad.
En este año se nos pedirá a todos que nos emocionemos con los cien actos que nos tienen previstos, muchos de ellos serán auténticos truños subvencionados, y en el palco de autoridades veremos a unos cuantos vibrando con la superioridad moral del que se proyecta a 1936 para pensar que en aquel año habría tomado las decisiones correctas, y habría sido fusilado por ellas. Yo tiendo a pensar que la mayoría de estos líderes políticos que hoy nos enfrentan no habrían sido las personas más ejemplares en las dinámicas de grupo que dominaron la sociedad en esa época.
En todo caso, conviene recordar que el único triunfo al que podemos aspirar siempre ante nuestros enemigos, reales o imaginarios, del pasado o del presente, es el de no terminar pareciéndonos a ellos, y es por eso por lo que creo que una buena obra de teatro, de cine o de cualquier expresión literaria con ambición de denuncia política, debe mostrar ante todo los caminos por los que nuestros semejantes se convirtieron en villanos, y las maneras en que ejercieron su maldad e infligieron el sufrimiento que hoy nuestras autoridades quieren que no olvidemos.
En ese sentido creo que es preciso analizar quiénes perpetúan estos días los peores ramalazos de aquel franquismo, que en efecto sigue vivo en muchas conductas y rasgos de algunos de los grupos políticos que nos gobiernan. Enumero en una lista algunos de ellos, por si pudieran servir de inspiración a todos esos artistas que van a denunciar el franquismo durante este año, para que no se queden solo mirando a Vox.
«Pensemos en todos aquellos nacionalismos ibéricos que se sienten legitimados para imponer en la educación una lengua y excluir otra»
Empecemos por Bildu, un partido que tiene como máximo dirigente a Otegi, alguien que al igual que Franco, se alzó violentamente contra una joven y frágil democracia, y que creyó legítimo el exterminio de cualquier rival político. A este le oiremos condenar a Franco cien veces en 2025, pero jamás a ETA.
Pensemos en todos aquellos nacionalismos ibéricos, henchidos de narcisismo moral, que se sienten legitimados para imponer en la educación una lengua y excluir otra, por mucho que sea la lengua materna de tantos. Sin duda un vicio franquista, al igual que lo es la apropiación de cualquier espacio público, cualquier fiesta o ritual, para inundarlo con los símbolos excluyentes de algunos, y llenarlo con banderas e insignias que incomodan a otros. Cuántas plazas han sido rebautizadas como plazas de la Independencia en estos años, con el mismo sentimiento de posesión de las calles que tenían los falangistas cuando ponían los nombres de sus ídolos a todo lo que podían: «las calles siempre serán nuestras», gritaba en los días más agitados del procés el menos capaz de los hermanos Maragall. Cuántos mártires dudosos, soldados de la patria para unos y auténticos verdugos para otros, pueblan con sus efigies amenazantes las callejuelas de pueblos vascos en donde todo el mundo sabe que es mejor mirar a otra parte para no meterse en líos. ¿No hicieron lo mismo los franquistas?
Qué decir de esa semántica grandilocuente y engolada, tan del gusto del franquismo, que siguen empleando hoy algunos políticos nacionalistas con esa solemnidad propia de los tontos más vacuos. A la cabeza me viene el elogio que le hizo en el otrora Twitter Carles Puigdemont a Quim Torra tras su discurso de investidura: «Immillorable, gran discurs. Molt ben expressat, amb passatges excelsos». ¿Quién puede usar la palabra «excelso» con impunidad? ¿A qué época pertenece este adjetivo calificativo y ese estilo en el elogio? Ahí siguen en Cataluña el gusto por los baños de masas con banderas, con puños en alto, cantando himnos, haciendo números folklóricos, recordando batallas y caídos por la patria a los que se les ofrecen flores, ¿en qué se diferencia todo eso de las liturgias del franquismo?
Si vamos a abjurar todos juntos del franquismo este año 2025 –ay del convocado que falte a los actos del jubileo–, hagamos un esfuerzo honesto por identificar a quienes perpetúan su legado y veremos cómo muchos de aquellos que más exhiben su pedigrí antifascista, esos que se disponen a exigirnos una condena de aquellos años que ni siquiera vivimos, pertenecen a esa facción de la España eterna que engrosaron aquellos que les pedían a los hijos de los conversos que comieran jamón y a los hijos de los republicanos que cantaran el Cara al sol.