THE OBJECTIVE
Félix de Azúa

El sol crece

«Creo muy interesante el contraste entre nuestro modo, ¡tan neoyorkino!, de celebrar el cambio de año y el de nuestros abuelos»

Opinión
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El sol crece

De izquierda a derecha: Broncano, Lalachús, Chicote y Pedroche el día de Nochevieja. | EP

Es siempre muy interesante ver cómo se mantiene el mito del Año Nuevo en cada una de sus transformaciones. La vieja tradición religiosa, como todo el mundo sabe, estaba unida a las estaciones solares. Ahora los días crecen, el sol calienta un poco más y aunque no nos demos cuenta las plantas se remueven en sus cuerpos subterráneos, seguramente como nuestros subterráneos corporales. Los antiguos lo celebraban como un renacimiento: volvía la vida a tener savia en sus venas, que acabaría por aflorar en primavera, cuando Perséfone abandonara el infierno y todos los conductos de la sangre, de la linfa, de los líquidos vitales, se sublevaran y estallaran a la luz. Eso es algo que, para nosotros, que comemos cerezas en enero, ya no tiene ningún sentido.

Mantiene su sentido, en cambio, el que los días crezcan. En cada jornada ganamos unos instantes de luz. Pero el sentido del Año Nuevo, en la actualidad, tampoco tiene que ver con esa peculiaridad solar porque ya todo se ilumina en plena noche. La celebración moderna no sé cuándo ni quien la inventó, pero imagino que es algo muy relacionado con la extensión de los medios de comunicación y que el inventor genérico ha de ser el periodismo, al que han seguido, como es habitual, la política y los gobiernos porque son sus apéndices. El Estado está obligado a ordenarnos unas festividades, unos jolgorios y unas alegrías que parezcan dar sentido al transcurso implacable del tiempo.

Este fin de año, por ejemplo, lo más relevante ha sido una vez más el atuendo de una señora ya entrada en años que fue confeccionado con su leche materna. Una monstruosidad muy bien recibida por todos los medios gracias a la sonrisa encantadora de la señora madre. Competía con otra celebridad de signo contrario, una mujer con exceso de peso y muy alejada de cualquier pensamiento materno, ayudada por el gracioso de la temporada. Los medios consumen graciosos como los reyes bufones. Cansan mucho, es cierto.

Eso en Madrid, pero en el mundo entero lo propio de la festividad es llenar el cielo de fuegos artificiales. Fíjense en el nombre, son fuegos, pero artificiales, como la madre semidesnuda, la obesa chistosa o el bufón del gobierno. Todo es artificio y la fiesta misma es otro artificio del Estado para obligarnos a ser felices y divertirnos en horario fijo.

Puede parecer que lo critico, pero no es así, soy un firme partidario del jolgorio popular, el del entierro de la sardina de Goya, por ejemplo, otra premonición de aquel sordo sabio. Hay que tener en cuenta que antaño no existía este jolgorio. Las festividades navideñas eran más bien silenciosas (Stille nacht, por si no lo recuerdan) y pacíficas, frente a los casi cuarenta heridos de las pasadas Navidades madrileñas. La ceremonia no la oficiaba una madre exhibicionista, sino el cura párroco. El jolgorio era religioso y, por lo tanto, más tranquilo, aunque a veces se disparataba durante el rosario de la aurora.

Creo muy interesante el contraste entre nuestro modo, ¡tan neoyorkino!, de celebrar el cambio de año y el de nuestros abuelos. No se trata de juzgar si es mejor o peor, sino de pensarlo para entender cómo somos ahora, qué somos ahora, de quién somos ahora, a quién obedecemos ahora. Y si el cambio de yugo nos ha mejorado y pastamos mejor o si somos ya hijos del desierto electrónico.

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