'Wokismo' a izquierdas y derechas
«El vértigo ante lo que se ignora debería ser una muestra de humildad, primer paso hacia el verdadero progreso, que no es otro que el científico y moral»
Nos han metido en una espiral de violencia social y cultural que no puede acabar bien. Cualquier acción o palabra incómoda del adversario se convierte en una afrenta intolerable. El otro, el que no coincide en los argumentos, es automáticamente descalificado y silenciado, y se descarga sobre él toda la artillería. No queda característica física, intelectual, pública o privada que no sea digna de insulto como respuesta a una ofensa real o imaginada. Pasa en la izquierda, y ocurre en la derecha.
La polarización que vivimos no es la normal de los tiempos democráticos, sino la propia de una sociedad desquiciada, infantil, al borde de la barra libre de estacazos. La cancelación de la izquierda se ha pasado a la derecha. Ya tuvo lugar en Estados Unidos, donde la reacción al wokismo progre tuvo como consecuencia que los conservadores hicieran lo mismo y cancelaran a la izquierda. Esto no ha procurado una sociedad norteamericana más equilibrada, sino más dogmática en todos los ámbitos. Por ejemplo, los ensayos contra Trump son tan malos como aburridos los que denuncian el wokismo. Se han convertido en géneros ensayísticos para nichos de fanáticos.
Esta práctica ocurre también en la política, allí y aquí. Nadie se escucha. Todos gritan. La gente se aferra a dogmas que usa como armas arrojadizas contra el otro. De ahí el triunfo de la mentira y del relato, tanto como la crisis del parlamentarismo y la agonía del consenso. O conmigo o contra mí, se dice, y el bando no admite fisuras, ni debates, ni contraste de ideas; es decir, se niega el avance civilizatorio, porque la mayor aportación de Occidente, como dijo Albert Camus, es la libertad, y su consecuencia es aceptar el pluralismo. Sin embargo, nos asfixiamos entre gente que cree tener absolutamente razón en todo.
Me gusta cómo cuenta esta situación Jean Birnbaum en El coraje del matiz. Cómo negarse a ver el mundo en blanco y negro (Ediciones Encuentro, 2024). La idea es que no es valiente el que se aferra a un dogma y lo repite sin cesar para callar al otro, sino quien escucha y debate, el que aprende con el error y el diálogo. Por eso, cuenta Birnbaum, Camus criticó el progresismo, porque los progresistas se empeñaban en adaptar la realidad a sus teorías y se negaban a admitir que un adversario tuviera razón. Esos progres incluso cancelaban al otro, como hace ahora cierta derecha. El valiente escucha y discute, no ladra y se esconde. Sartre, el comunista que justificaba dictaduras y genocidios, decía de este Camus que era un demócrata cobarde, un «burgués ingenuo».
Birnbaum demuestra, sin embargo, que no hay nada más difícil que el matiz, porque su búsqueda es alejarse del fácil fanatismo, enfrentarse al desconocimiento y decidirse por la verdad. El vértigo ante lo que se ignora debería ser una muestra de humildad, primer paso hacia el verdadero progreso, que no es otro que el científico y moral. Lo contaba George Orwell en La corrupción del lenguaje (Página Indómita, 2023): si se quiere pertenecer al rebaño hay que hablar con las palabras que marca el pastor.
«Someter a la razón las ideas del otro es el acto de suprema valentía que ha construido la civilización europea que tanto defendemos»
No se trata de evitar la pasión o la vehemencia, sino, como escribió Georges Bernanos, no fingir lo que no se es. El dogmatismo, sentenció ese francés amante de la polémica que vivió la Guerra Civil española, es un signo de cobardía, y el fanatismo una muestra de impotencia. Someter a la razón las ideas del otro es el acto de suprema valentía que ha construido la civilización europea que tanto defendemos. Por eso escribió Bernanos que cuando has nacido para amar algo, es duro contemplar cómo se envilece a manos de quienes dicen defenderlo.
Una muestra de esa civilización es la relación intelectual entre Raymond Aron y Hannah Arendt que cuenta Jean Birnbaum. Ambos eran prudentes, moderados, buscadores del matiz. Aceptaban la crítica, como Arendt con su obra «Los orígenes del totalitarismo», o Aron cuando llegaron los progres de Mayo del 68. Los dos se empeñaron en captar la realidad en sus contradicciones, con lealtad a la verdad, sin conceder nada a la hipocresía, sin cancelar al otro, sin retorcer los hechos para que coincidieran con la ideología. «En lugar de gritar junto a los partidos -escribió Aron-, podríamos esforzarnos por definir los problemas y las soluciones».
Disentir no debería ser un crimen. Eso es propio de los totalitarismos donde los intelectuales son meros propagandistas del dogma. Eric Voegelin decía al respecto que ese intelectualismo era en verdad una guerra religiosa para acabar con otra religión, y que eso nada tenía que ver con el progreso. Y Orwell señalaba, como apunta Birnbaum, que ese fanatismo dogmático marcaba la era de los serviles, donde los escritores se veían obligados a elegir un bando para sobrevivir, sacrificando para ello su integridad intelectual, la dignidad, el matiz y la búsqueda de la verdad. Ese tipo de académico, decía Orwell, hacía lo necesario para evitar las etiquetas que lo marginaran. Hoy pasa lo mismo frente al wokismo de izquierdas y al de derechas.
La cancelación es mala para la cultura, sea del signo que sea. No es más que la demostración de la intolerancia, rasgo principal de la personalidad autoritaria. Birnbaum acaba su libro haciendo un alegato en solidaridad con los «solitarios», esas personas que no se alinean con un colectivo repitiendo eslóganes porque son «demasiado libres para soportar la disciplina de partido». Esa es la auténtica rebeldía que ha existido siempre, la «tradición oculta» que decía Arendt, de «vivir según el matiz» al margen de los dogmas partidistas, escribió Roland Barthes, criticando a un lado y al otro, construyendo siempre.
A pesar de los dos wokismos, Birnbaum dice que es preciso llamar a las cosas por su nombre aunque moleste, no sacrificar nunca la verdad a la ideología, asumir los fallos y que el adversario puede tener razón, y pasar de los fanáticos de todos los colores. Me parece buena idea.