THE OBJECTIVE
Antonio Elorza

La nación democrática

«El modelo definido por el pacto PNV-Sánchez sería la conversión fáctica del Estado de las autonomías en un Estado confederal»

Opinión
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La nación democrática

'Se defiende bien'. | Francisco de Goya

A lo largo de 2024, el tema de la nación española ha estado una y otra vez presente en el debate político, sobre todo en relación con el juego de demandas y concesiones a Cataluña, aunque también en los planos parlamentario y cultural. Siempre poniendo de relieve que Cataluña era la nación, como Euskadi, o mejor Euskal Herria, mientras a España como nación se la daba, bien por inexistente, bien como obstáculo a superar para la pluralidad constitutiva del Estado. 

En la política de concesiones sin límites de Pedro Sánchez, el espíritu y la ley de la Constitución importan poco, de manera que desde la vertiente ideológica opuesta al independentismo se ha difundido la opinión de que ha sido precisamente la versión light de la nación española, presente en la ley fundamental y en las ideas del período, la causante inmediata de la evidente crisis de España como nación. Tuvimos, según la fórmula de Jorge Vilches, «Constitución sin nación». 

El diagnóstico pesimista es válido, pero no tiene en cuenta el detalle de que la fórmula adoptada en la Constitución, de nación y nacionalidades, en su aparente ambigüedad, no es una concesión, sino el reflejo de una realidad compleja, indisociable ya de la vida democrática en España. La existencia de las naciones catalana y vasca no es un invento de los nacionalistas, sino un sentimiento y una identidad compartidos mayoritariamente por las respectivas ciudadanías, por desgracia si se quiere, pero ahí está; lo mismo que el predominio de la identidad dual, vasca y española, catalana y española, en la primera hoy un fuerte deseo independentista, pero minoritario.

«La fórmula adoptada en la Constitución, de nación y nacionalidades, en su aparente ambigüedad, no es una concesión, sino el reflejo de una realidad compleja»

Aun cuando Pedro Sánchez está haciendo los mayores esfuerzos para deshacer ese equilibrio, en detrimento de España, la única solución política viable del problema, la federación, tiene que responder a esa jerarquía y a ese pluralismo, reconocidos ambos por la Constitución de 1978. La vía Sánchez-Aragonès-Urtasun-Bildu lleva a la confederación, primero, y en definitiva a la fractura. La alternativa unitaria, la racionalización en todos los órdenes, como la propuesta en estas páginas por Félix de Azúa, no tiene en cuenta la vieja advertencia de que en el mundo natural todos los radios de una rueda son iguales, pero que las leyes políticas han de atenerse a la voluntad de los hombres. 

Guste o no, con todas las mitologías y falsificaciones que se quiera, esa doble realidad, de la consolidación de los nacionalismos periféricos y de la persistencia de un tronco común, con identidades duales en aquellos, reflejadas políticamente en los comportamientos electorales, es la base sobre la cual cabe encontrar una solución constitucional desde la democracia. Y la Constitución de 1978, perfectamente «federalizable», si no es destruida por la deriva confederal, la hace posible.

Especialmente en Cataluña, el discurso oficial, no independentista, revela hasta qué punto domina la idea que califiqué en estas páginas de la extinción de España. Es así como en su bien meditado mensaje institucional para la Diada, el 11 de septiembre, Salvador Illa, nuevo presidente de la Generalitat, habló con discreción de su carácter de fiesta «nacional», y también del valor de Cataluña como «nación próspera y justa». Lo reforzaba en el plano simbólico la senyera a su espalda, en ausencia de la bandera española, como es ya costumbre, mientras la alusión a España, fundida con otras partes del mundo, aludía a la procedencia de quienes fueron a mejorar ese «proyecto colectivo» catalán. Nada tampoco del pacto ERC-PSC. En su explicación del acord semanas antes, Illa había sido más explícito: Cataluña era «la nación» y España «un espacio público compartido». La presencia de la nación española ha sido borrada de la mente del político socialista catalán. Consecuencia: el tema de la existencia o inexistencia de la nación española dista de ser una cuestión arqueológica, solo para especialistas. Está en el presente y tiene innegables repercusiones políticas.

El concepto de nación es el más resbaladizo dentro del amplio vocabulario de las ciencias sociales. El primer motivo es que si bien ha alcanzado el protagonismo político en el mundo contemporáneo, la nación hunde a veces -no siempre- sus raíces en un pasado muy lejano, y siempre enlazando historia y mito. Además, ¿cuándo cabe hablar con propiedad de nación? ¿solo desde 1789, cuando es vista como fundamento del nuevo orden político revolucionario frente al absolutismo? Pero sobre todo porque la nación se sitúa en un punto de encuentro del análisis político con la psicología social. 

Entender la nación requiere instalar un juego de espejos. Y también cuenta el espejo exterior si la nación -todavía sin nombre, como ocurrirá con el genocidio- es señalada por observadores ajenos a ella, caso de la España de los Reyes Católicos percibida como sujeto con identidad propia por testigos de la calidad de Maquiavelo y Guicciardini, aunque lo que llamamos nación sea en primer término autoconciencia de su identidad por parte de un colectivo humano. La mirada en el propio espejo. En las sociedades primitivas, advertía Lévi-Strauss, la identidad surge del enfrentamiento con otros grupos al competir por recursos limitados. Identidad supone alteridad y aspiración de supremacía. De ahí la titulación de tribus como «los verdaderos hombres» (más originales, los zapotecas declaraban ser «los que dicen la verdad»).

En sociedades complejas, esa conciencia de comunidad se sitúa en el plano imaginario, según advierte Benedict Anderson. si bien sentirse agredidos por un poder exterior provoca en ocasiones el salto a la realidad. No en vano Aljubarrota, la batalla ganada en 1381, es el monumento nacional portugués, porque esa victoria hizo posible la independencia frente a Castilla. Diríamos que la percepción de la «ruina de Hispania» en el manuscrito mozárabe de 754, es casi un acta de nacimiento por efecto paradójicamente de la conquista árabe. Constatamos su existencia por el De rebus Hispaniae, del arzobispo Jiménez de Rada, que por azar fue también protagonista de las Navas de Tolosa. El proceso culmina de una manera incompleta con la unión de coronas bajo los Reyes Católicos, cuyo significado unitario es reconocido sin reservas desde fuera de la península (de Guicciardini y Maquiavelo a Bodino).

Puede decirse que en 1500, aun al borde de la fractura en la sucesión de Isabel la Católica, España existe. Nace a los ojos europeos «la monarquía de España», antes que hispánica. La Ilustración sentará más tarde las bases de la conciencia nacional que se traduce en la oposición en masa de los españoles, Napoleón dixit, a la invasión francesa. En su curso, del Dos de Mayo a la Constitución de 1812, cobró  forma la nación política.

Llegamos al punto en que una visión desviada, sin soporte de investigación, llevó a negar ese carácter de guerra de Independencia, y con ello el proceso de construcción nacional español. Buena base para declarar la nación fallida y para cosechar entusiasmos, sin el debate abierto entre historiadores que hubiera cabido esperar. Para afirmar tal cosa, fue necesario ignorar el clamor por la independencia de las Juntas revolucionarias desde el mismo mes de mayo de 1808. Basta leer el libro clásico de Miguel Artola, Los orígenes de la España contemporánea para constatarlo. 

Solo que con las enormes destrucciones de la guerra y la pérdida, también traumática, del imperio, quedaron anuladas las precondiciones de la modernización política que tuvo lugar de 1808 a 1812. El Estado-nación español daba sus primeros pasos al borde de un abismo. Pero su gestación venía de lejos. De ahí que la emergencia a fines del XIX de los nacionalismos catalán, vasco y gallego (en menor medida) si bien surge de las insuficiencias -económicas, políticas, culturales de la construcción nacional española-, y parte de antecedentes históricos reconocibles, no borra la del tronco nacional español, aunque este sea su objetivo.

Para apreciarlo, es preciso tener en cuenta que en la génesis de las naciones contemporáneas, la cohesión económica y política, la memoria y la invención del pasado contribuyen a la definición de una identidad desde las élites, pero esta solo se generaliza para el resto de la sociedad cuando en el tránsito al mundo contemporáneo la nación se convierte en el sujeto político por excelencia. Punto de llegada: la identidad podrá ser evaluada sociológicamente mediante encuestas y su alcance político con el sufragio. Hoy la nación puede ser hasta cierto punto medida, lo cual no es en absoluto garantía de estabilidad: las naciones se construyen y se deconstruyen, como ahora está en riesgo de suceder a la española.  Otra cosa es lo que piensen o digan los nacionalistas. De ahí que conozcamos bien el estado de la cuestión para la España actual respecto de la nación española y también, a su lado, las tres «nacionalidades históricas», reconocidas implícitamente en la Constitución.

Para existir, la nación ha de ser asumida como «comunidad imaginada» por el sujeto colectivo que se autodefine como nación, y eso significa que su permanencia no está siempre asegurada. Se encuentra sometida al cambio histórico, puede ser construida y consolidarse, también entrar en un proceso de crisis, de desagregación. Prueba: la España de hoy.

«Las naciones se construyen y se deconstruyen, como ahora está en riesgo de suceder a la española»

Nuestros nacionalismos «periféricos» resuelven el problema con facilidad, eliminándolo. Ofrecen en cada caso una visión supuestamente objetiva de la nación, definida por unos caracteres diferenciales que ellos mismos la asignan para apropiársela y presentarla como realidad indiscutible, al mismo tiempo que recusan todo aquello que en el plano real o simbólico daña ese objetivo. La muestra más evidente es la política intensiva de des-españolización en todos los campos, llevada a cabo por nacionalistas vascos y catalanes desde la Transición.  La imposición de la lengua considerada propia y la exclusión del castellano, la exaltación de los símbolos privativos y la negación de España, son los aspectos en que se ha plasmado tal estrategia con mayor intensidad y eficacia. 

La coartada para justificar tal obsesiva proscripción de lo español consiste en afirmar que se trataba de una respuesta democrática a la agresión llevada a cabo durante la dictadura de Franco, como si una irracionalidad pudiera servir de aval a la sucesiva. La coartada ha funcionado y sigue funcionando. En el «acord» con ERC, Pedro Sánchez la hace suya sin pestañear, llevándola incluso a la valoración del estallido secesionista de octubre 2017. De momento, el independentismo queda satisfecho y Sánchez, con todo el mundo socialista, canta victoria, sin tener en cuenta la factura que en lo sucesivo habrá que pagar por una relación entre Cataluña y España, bilateral, de privilegio económico, y abierta a la posibilidad de una crisis definitiva.

Así las cosas, no resulta fácil devolver las aguas al cauce democrático, que trazaron los artículos 2 y 3 de la Constitución. En ellos, la unidad de la nación española es matizada mediante el reconocimiento de las nacionalidades, al mismo tiempo que el español como idioma nacional ampara en el texto a los idiomas de nacionalidad, jerarquizados. A mi entender, y mi opinión es perfectamente discutible, se trata de una institucionalización de la «plurinacionalidad», en el sentido de la poco grata expresión de «nación de naciones», esto es, la existencia de un tronco común, el español, del cual emergen las nacionalidades/naciones catalana, vasca y gallega, manteniendo el entronque, sin fractura, en contra de lo que desean y afirman los soberanistas. 

Así sucedió en nuestra historia con la formación de los nacionalismos vasco, catalán y gallego, a favor de los estrangulamientos registrados por la construcción nacional española en el siglo XIX. No se trata de que existan caracteres objetivos diferenciales, porque en Francia hay vascos, catalanes, alsacianos, flamencos y bretones, tan distintos del núcleo francés como aquí vascos, gallegos o catalanes del español, y no sucedió nada semejante. Funcionó la integración eficaz de las minorías nacionales en la Nación francesa. Economía, escuela, ejército, contribuyeron a ello.

Aunque tal proceso integrador no se consumara según el patrón francés, España difiere del Imperio Austrohúngaro, o de Yugoslavia, donde el Estado cubría una realidad plurinacional. La identidad no es lo que proclaman los nacionalistas, sino lo que revelan las elecciones democráticas y las encuestas cuando estas empiezan a realizarse, y por ello sabemos que en Yugoslavia eslovenos o croatas proclamaban su identidad exclusiva casi al cien por cien. Las encuestas comprueban, en cambio, para Cataluña y Euskadi el predominio de una identidad dual -catalanes y españoles, vascos y españoles, Galicia queda atrás- y a ello se suma la existencia de subsistemas políticos también duales. Estos, eso sí, a partir de 2010 cada vez más escorados a favor de los nacionalismos. España retrocede, y a veces el independentismo también, como recientemente, tanto en Cataluña como en Euskadi.

Al admitir la coexistencia de «Nación» y «nacionalidades» (art. 2º), la Constitución se abre a la  plurinacionalidad, entendida a modo de compresencia jerarquizada de nación y naciones/nacionalidades. Algo que resulta negado por la interpretación que hoy imponen, frente a la Constitución, los independentismos, con la colaboración, e incluso el protagonismo del Gobierno. El primer golpe se dio en el Congreso, por obra y gracia de Francina Armengol, al igualar el empleo de los idiomas, contraviniendo el artículo 3º de la Constitución. Una brecha abierta que pronto utilizó el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, al equiparar los idiomas, con el castellano en último lugar, en las iniciativas culturales de su Ministerio, a lo cual añade un abierto rechazo a la consideración de los museos como lugares de la memoria colectiva -la de España, obviamente-, en nombre de la prioridad otorgada a su objetivo ideológico de «descolonización». Víctimas previstas, el Museo de América y el Antropológico. Lo esencial es que una perspectiva española resulta negada por parte del ministro de Cultura español. 

La sistemática marginación de la nación española, y de la lealtad constitucional, ha culminado en el pasado reciente, primero con la ley de Amnistía, al establecer el privilegio de impunidad para los rebeldes separatistas de una Comunidad, y más tarde en la misma línea, vaciando al Estado español de contenido nacional, en el «espacio público compartido» de que habló Salvador Illa al explicar el pacto con ERC. Espacio con la nación catalana como primer ocupante, donde España acaba sobrando. ¿Consecuencia? Para nada va esto hacia una federación. Tras una inviable confederación, dominada por la soberanía política y fiscal de Cataluña y Euskadi, en relación bilateral de ambas con el Estado, se abre la posibilidad de la fractura definitiva.

Es curioso que en vísperas de la crisis catalana de octubre de 2017, Pedro Sánchez parecía tener ideas claras, cuando hablaba de «perfeccionar la plurinacionalidad», en el sentido de «caminar hacia un Estado federal que reconozca que España es una nación de naciones que tiene una única soberanía (que es la del conjunto de la sociedad española) y un único Estado (que es el Estado español)». Lo contrario de lo que piensa y hace hoy. Ahora bien, el equilibrio duró poco, ya que pronto Sánchez pasó a definir tal pluralidad como suma de naciones en el mismo espacio político, a modo de croquetas en un mismo plato, con lo cual la primacía de España, único Estado, y el federalismo, iniciaban el descenso al infierno actual de la política territorial socialista.

«La sistemática marginación de la nación española ha culminado en el pasado reciente, primero con la ley de Amnistía y más tarde vaciando al Estado español de contenido nacional, en el ‘espacio público compartido’ de que habló Salvador Illa al explicar el pacto con ERC»

Para frenar esa deriva queda un único obstáculo, que sin duda intentará sortear el Tribunal Constitucional «progresista» de Conde-Pumpido. La nación española, la plural nación española, se apoya en la ley fundamental, cuya estructura, en el plano técnico, solo requiere verse consolidada en un Estado federal que añada elementos de asimetría al denominador común de las competencias, un Senado efectivamente territorial y que preserve ese sólido centro de decisiones en el Estado, requerido por Pedro Sánchez en 2017.

Resulta preciso subrayar que federalismo nada tiene que ver con soberanías de los Estados miembros de la Federación ni con un restringido poder del gobierno federal. En modo alguno, ejemplos Estados Unidos y Alemania, los Estados federales son débiles o disgregadores, como en cambio lo es cualquier tipo de confederación, al contar en ella los Estados miembros con la posibilidad y la legitimidad para afirmar sus decisiones por encima de los demás y del propio poder confederal.

Más lo sería la que despunta aquí y ahora, conjugando las aspiraciones dictatoriales de un presidente dispuesto a acabar con la división de poderes, con la voluntad de separación de los grupos independentistas. Una convergencia que le permite a Pedro Sánchez sobrevivir, aun cuando no gobernar, en ese Parlamento que tanto le disgusta.

Con los datos disponibles y las expectativas manifiestas de vascos y catalanes, el panorama a corto plazo queda despejado. El modelo definido por el pacto PNV-Sánchez, extensible a Catalunya al conceder la «soberanía fiscal» sería la conversión fáctica del Estado de las autonomías en un Estado confederal. Lo acaba de anunciar Bildu, renunciando temporalmente a la independencia, siempre que el poder central sea reducido a un mínimo de competencias, y sobre todo sin la posibilidad de resolver cualquier conflicto por vía jurídica que limitase las respectivas soberanías. Estas se encontrarían garantizadas por su «status» a Euskadi y por el autogobierno pleno de la Generalitat, con el respaldo económico del concierto y de la soberanía fiscal, reforzada en este caso por la reserva de ordinalidad. Para los vascos, sería vulnerado el principio de ciudadanía social, al asumir su gobierno la Seguridad social. 

Sin olvidar la dimensión simbólica, centrada para Euskadi en la construcción de una memoria sobre la era del terrorismo etarra. El PNV intentó con éxito desde un primer momento transformar la lógica atención prioritaria a las víctimas en una atención exclusiva a las víctimas, olvidando a los verdugos, a su inspiración doctrinal -la ideología del odio forjada por Sabino Arana, el fundador del PNV- y a la complicidad del PNV con ETA en el cerco al constitucionalismo de los años de plomo. Los votos para el PSOE en Madrid hicieron el milagro del olvido, que se concretó institucionalmente con gran éxito en el Centro Memorial de las Víctimas de Vitoria, donde no hay la menor rendija para otra versión (doy fe, ni como historiador del nacionalismo, ni como víctima de tercer grado, amenazado de muerte, tuve nunca acceso allí a la palabra en sus actos). 

Y todo no acaba en el Memorial. Con la complicidad, y subrayo complicidad, de los socialistas en el Gobierno vasco, hay un segundo centro oficial de memoria, ‘Gogora’ (Recuerda), dirigido por un socialista, y centrado exclusivamente en «las víctimas del franquismo». Se va a dedicar al GAL, a los crímenes de la lucha antiterrorista durante la transición. Es la «memoria democrática» llevada a la perfección: ceguera obligada ante las causas históricas, ante la ejecutoria del PNV, equidistancia perfecta entre unas víctimas y otras, estudio inmediato de los excesos de la política antiterrorista ya en democracia. Un excelente complemento a la hegemonía alcanzada por el nacionalismo sabiniano en la escena política vasca, con Pedro Sánchez como director de orquesta a quien no le interesa conocer la partitura, haciendo posible que la ejecución prevista de una sinfonía de la paz se convierta en la celebración de la victoria conjunta de PNV y Bildu. Un 1812 donde los cañonazos han sido silenciados. 

Por último, una vez declarado en el caso vasco, que el «status» previsto de PNV-Bildu -con el PSOE de espectador- no se apoya en la Constitución, sino en los sabinianos «derechos históricos», y suprimido todo delito secesionista por la Ley de Amnistía, en caso de conflicto con el centro no hay obstáculo para la independencia. De momento esta es contraria a los respectivos intereses económicos. Más vale seguir disfrutando del mercado interior, de las ventajas fiscales y de la presencia del rótulo España en la UE desde una posición privilegiada. Queda roto el espejo de la nación española, esto es, de la defensa de los intereses de sus ciudadanos, pero esto lógicamente no importa a quienes disfrutan de la posición excepcional adquirida y tampoco a Sánchez que con ese puñado de votos se perpetua en el poder.

Los términos se han invertido respecto de la era de Franco, cuando su idea de nación española y la monarquía formaban parte del núcleo duro de la mentalidad franquista. Hoy, desde su condición de Jefe del Estado, el Rey es una referencia indispensable para un orden constitucional amenazado y la centralidad en el mismo de España como nación, el blanco contra el que se dirigen los ataques a la democracia y al Estado.   

Un «desastre» de Goya, ejecutado entre 1812 y 1814, sirve para ilustrar el enlace entre aquel momento histórico y el actual. Un caballo blanco, símbolo de la Nación liberal, rechaza a los lobos, sus agresores. «Se defiende bien», titula Goya. Pasado más de siglo y medio, el historiador Miguel Artola proporcionó una lectura ampliada y precisa de esa leyenda en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia. Eligió como fecha para leerlo el 2 de Mayo de 1982: «La intención de estas líneas es probar que no hay derechos sin garantías, ni garantías sin Constitución, ni Constitución sin división de poderes, ni división de poderes sin participación. En forma aún más breve: no hay derechos individuales sin la voluntad ciudadana de defenderlos». 

No será nada fácil. Cuando Artola reivindica la toma de conciencia democrática de la ciudadanía, se trata de una respuesta al fracasado golpe del 23-F. Ahora la necesaria respuesta democrática ha de formarse en un medio adverso, la perversión de la democracia en un cuadro institucional democrático, donde la actuación del Gobierno está dirigida precisamente a impedirla.

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