Un plan de 100 años
«Siento desesperación cuando observo la escasa altura de miras y la incapacidad de aprovechar la principal debilidad de un presidente cesarista: la arrogancia»
Andy Monroe, un antiguo ingeniero de General Motors (GM), reveló en un programa una interesante anécdota de la que él fue testigo. En la década de 1990 tuvo lugar en Japón una reunión entre altos directivos de la multinacional norteamericana y la plana mayor del gigante japonés Toyota Motor Corporation. El objetivo de ese encuentro era buscar formas de colaboración entre ambas compañías para generar sinergias y luego que cada cual pudiera aprovecharlas siguiendo sus propias estrategias de producto.
Durante esta reunión, un vicepresidente de GM preguntó al entonces CEO de Toyota, Eiji Toyoda, sobre su manera de encarar el futuro. Concretamente, le interesaba saber si el presidente de la compañía japonesa abordaba los desafíos mes a mes, trimestralmente, anualmente o si, por el contrario, lo hacía a cinco años vista. Toyoda, tras una breve pausa, respondió: «Tengo un plan de 100 años».
La contestación de Eiji Toyoda enmudeció a todos los presentes, excepto a un ejecutivo de GM que soltó una sonora carcajada. Toyoda, impasible, se volvió hacia él y le pregunto: «¿Qué le resulta tan gracioso?». El ejecutivo respondió incrédulo: «¿Un plan de 100 años? ¡Para entonces estarás muerto!, ¡estarán muertos tus hijos!, ¡lo estarán incluso tus nietos!». Y añadió: «¿Qué sentido tiene un plan de 100 años si no vas a disfrutar sus resultados?».
Toyoda no le respondió, se limitó a murmurar algo en japonés. Monroe, intrigado, preguntó a un colega de la compañía nipona qué es lo que había murmurado el presidente de Toyota. «No creo que pueda decírtelo. No lo entenderías», le respondió el japonés. Monroe insistió hasta que este accedió a traducírselo: «Donde hay arrogancia, hay oportunidad. Eso es lo que ha dicho».
En el programa, la anécdota revelada por Andy Monroe da lugar a una reflexión muy interesante. El término «plan», empleado por Eiji Toyoda, no había que entenderlo de forma convencional, como la planificación con sus estrategias y objetivos sujetos a un estricto calendario. El «plan de 100 años» de Toyoda tenía un sentido más bien filosófico. Consistía en formularse preguntas que trascendían lo mercantilista. Por ejemplo, ¿cómo te gustaría que fuera tu empresa dentro de 100 años?, ¿cómo desearías que los consumidores, un siglo más tarde, la percibieran, valoraran y apreciaran? En definitiva, ¿qué reflejo querrías que tuviera lo que haces hoy dentro de 100 años?
«Fabricar automóviles y hacer política son ‘negocios’ diferentes. Pero si dejamos a un lado el enfoque mercantilista, las diferencias se estrechan».
Para Eiji Toyoda, igual que para su compatriota y competidor Sōichirō Honda, fabricar coches no era un simple negocio; daba sentido a su vida. Eiji amaba lo que hacía. Era minucioso y perfeccionista, no porque considerara la fiabilidad y la calidad como excelentes argumentos de venta, que sin duda lo eran, sino porque buscar la excelencia resultaba gratificante en sí mismo. Los beneficios, si acaso, serían la consecuencia lógica del trabajo bien hecho, pero de ningún modo el principal objetivo.
Por el contrario, para los ejecutivos MBA de General Motors fabricar coches se trataba de un negocio. Les daba igual vender automóviles que refrescos. Su motivación estaba en el beneficio. Ni siquiera eran ingenieros, eran expertos financieros. La discrepancia filosófica, que tanta gracia hizo a ese ejecutivo, explicaba precisamente por qué la multinacional norteamericana estaba en crisis. Los directivos de GM, tan centrados como estaban en obtener ganancias, habían olvidado los fundamentos de su industria: la innovación, el trabajo y la inversión a largo plazo.
Traigo a colación esta interesante anécdota no para hablar de marcas de automóviles sino de política. Evidentemente, no es lo mismo ser el CEO de Toyota que el líder de un importante partido o el presidente de un gobierno o de la Comisión Europea. Fabricar automóviles y hacer política son «negocios» bastante diferentes. Pero si dejamos a un lado el enfoque mercantilista y atendemos a la idea de los 100 años, las diferencias se estrechan enormemente.
De entrada, resulta llamativo que la inmensa mayoría de políticos se comporten de forma mucho más parecida a los ejecutivos de GM, obsesionados con sus ganancias de corto plazo, que a Eiji Toyoda, cuya mirada larga provocó la burla de un ejecutivo mucho más inquieto por sus bonus anuales que por el futuro de una compañía de la que dependían centenares de miles de empleos.
«Debería llamarnos la atención que la gran mayoría de políticos y burócratas se comporten como desaprensivos vendedores»
Debería llamarnos la atención que la gran mayoría de políticos y burócratas se comporten como desaprensivos vendedores, y al mismo tiempo pongan tanto empeño en distinguir entra las cualidades necesarias para dirigir una empresa y las imprescindibles —que supuestamente ellos atesoran— para dirigir un país o, si se prefiere, un Estado. Un empeño por diferenciarse que los sociólogos y politólogos secundan para mantener a raya a los privados y que no interfieran en sus cada vez más excesivas competencias.
Para hacer política, si entendemos la política, claro está, como es debido, resulta mucho más apropiada la filosofía de un empresario como Toyoda, que además tiene logros contrastables y no promesas vacías, que la de cualquier líder político preocupado por conservar su posición y privilegios, pero incapaz de preguntarse a sí mismo, a sus colaboradores y conciudadanos: ¿cómo te gustaría que fuera tu país dentro de 100 años?
Recientemente, participé en una pequeña polémica sobre el secreto del éxito electoral de Javier Milei en Argentina. Mis ‘adversarios’ sostenían que la clave radicaba en su ferocidad y en sus nulos complejos a la hora de confrontar a sus antagonistas. En esencia, defendían que el éxito de Milei se sintetizaba en el grito de guerra «¡zurdos de mierda!».
Sin embargo, pienso que, si bien ese histrionismo pudo movilizar a los ya convencidos, para los demás el acierto de Milei consistió en plantear el tipo de preguntas que habría formulado Eiji Toyoda, pero trasladadas a Argentina; es decir, ¿cómo te gustaría que fuera Argentina dentro de 100 años? Esto les obligó a plantearse si la Argentina del presente, la kirchnerista, era la Argentina que querían o si, por el contrario, estaban ya en disposición, tras décadas de penurias, de apoyar la transformación que Milei les explicó durante la campaña con la claridad, perseverancia y devoción de un maestro de escuela.
Así es cómo, dicho de forma metafórica, pero creo que bastante bien traída, Milei se erigió como una especie de Toyoda político en un mar de arrogantes cortoplacistas y sinvergüenzas.
Si alguien me hubiera pronosticado hace no tanto que iba a acabar sintiendo envidia por la suerte de los argentinos, le habría llamado loco. Hoy, sin embargo, no sólo siento envidia, siento desesperación cuando observo la escasa altura de miras y la incapacidad de aprovechar, como hizo Toyoda, la principal debilidad de un presidente cesarista: la arrogancia.
Lamentablemente, no es ya que a los principales partidos parezca traerles sin cuidado lo que será España dentro de 100 años, es que, con su estrechez de miras, sus impostadas polarizaciones y tibiezas, impiden que los españoles puedan preguntárselo.