El racismo según Ana Pardo de Vera
«La ocurrencia pardo-veriana de que un negro no pueda ser fascista tiene que ver con una doble confusión en la mente de la progresía»
«¡Hay que ser tonto para ser negro y ser fascista!». Así se lo ha espetado la periodista Ana Pardo de Vera a Bertrand Ndongo, de Periodista Digital, dos veces seguidas. Luego le arrebata el micrófono al camerunés y se lo tira en dirección contraria, invitándolo a que lo recoja del suelo, como un animal. Muchos han interpretado una actitud racista en este episodio, aunque nadie en el entorno liberal-progresista parece haberlo percibido (¡cosa curiosa, siendo ellos capaces de detectar hasta micro-racismos en el Cola-Cao!).
Ana Pardo de Vera niega haberle llamado «gorila» a Bertrand Ndongo -como algunos afirman- y para ello ha usado un par de argumentos llamativos. En primer lugar, -reflexiona ella en un podcast- es imposible que le haya llamado «gorila» porque ella no es «especista» y, por lo tanto, no utiliza el buen nombre de los animales como un insulto. Juro que Pardo de Vera dice esta parida. Vamos, que ella no le llamaría «gorila» no tanto por no ofender a la persona que tiene delante como por no mencionar en vano a la insigne tribu Gorillini del orden Primates.
En segundo lugar no lo haría porque ella no es racista, dice. Además -afirma orgullosa- ¡es antirracista!, que no solo no es lo mismo sino que es todo lo contrario. Supongo que eso de ser antirracista en la Sudáfrica del apartheid implicaba cárcel, pero entre la clase alta intelectual de la España del siglo XXI querrá decir que ella ha ido al cine a ver Black Panther, se ha puesto en el Mac una pegatina de Refugees Welcome y una vez miró mal a uno que se reía de los chistes de payos y gitanos de Rober Bodegas.
Llama la atención esta auto-absolución, esta declaración de propia inocencia por parte de los mismos que llevan años machacando con que todos somos racistas en alguna medida (especialmente los blancos -que tendrían privilegio por el mero hecho de existir-). Claro, aquello debían ser mensajes destinados al vulgo, pero no aplicables a los apóstoles del antirracismo. Tan segura está de ser concebida sin pecado que en dicho podcast llegan a especular con que Ana no sería racista ni aunque fuese verdad lo de llamarle «gorila» a Ndongo, porque se estaría refiriendo solamente a su constitución ancha y su bruto carácter. Yo propongo a los hinchas que le gritaron «mono» a Vinicius que se acojan a esta -de ahora en adelante- «doctrina Pardo de Vera» y afirmen que lo hicieron en su acepción 5 («mono» como «deseo apremiante») o 10 («mono» como «bonito»).
No hace mucho la propia Ana Pardo de Vera escribía sobre Vinicius y el racismo deportivo: «Fantaseo con cámaras en los estadios de fútbol que fotografíen a quienes lanzan insultos racistas a un jugador, que se suban las fotos a redes sociales y reírnos de la cara que tienen los racistas, que es el espejo de su alma». Lo que se vería en esas fotos, añado yo, no puede ser muy distinto de la sonrisilla malvada y ojos inyectados en odio que la misma Pardo de Vera destila hacia Ndongo en los fotogramas del vídeo. Desconozco si en ese odio participa el racismo, pero sí creo percibir una nutrida colección de «fobias». Está en primer lugar el odio más naturalizado hoy día, tanto en el campo de la Pardo como en el de Ndongo, que es el odio ideológico que trae la polarización política. Concebir al otro como enemigo del que se puede esperar todo lo peor y contra el que es legítimo hacer todo lo peor.
A este odio bilateral se añade un odio específicamente progresista, que es el del feminismo. Me refiero a la «fobia» (como odio infundido y como miedo infundado) hacia cualquier hombre que subjetivamente les desagrade, desafíe o cuestione. Basta ver cómo describe Ana Pardo de Vera su encontronazo: el «abuso» de «una masa» que «me empotró», «me puso el pecho en la cara» y «me quería pegar». Lejos de mí el no creer a una hermana, pero las imágenes no coinciden del todo con su retrato animalesco y bestializante. No importa que el hombre haga un ejercicio de contención física (como Bertrand en el vídeo, que no forcejea por el micro ni levanta una sola mano); el feminismo denigrará al varón enemigo por su mera presencia física: ser en promedio más grande, hablar con tono más grave, su «exceso de testosterona», su «ADN violento», o plantar cara en vez de agachar la cabeza.
Luego muestra otro odio, a mi juicio el peor, que es el desprecio al plebeyo. Ese desdén que desde la cuna maman los últimos supervivientes feudales en el capitalismo, los aristócratas como la familia Pardo de Vera. Aunque luego elijan la causa progresista en el mercado de las identidades, ese odio de clase no solo no se les reduce, sino que incluso se agrava. Ello ocurre en el momento en que descubren que las clases bajas a las que han escogido guiar están llenas de «fachapobres», de desagradecidos como los que ven los videos de Bertrand, de populacho poco deconstruido y sin másteres interculturales, de gentuza que -piensan las Pardo de Veras del mundo- «no merecen que nos tengamos que leer El capital de Marx por ellos».
Es un odio que entronca con el odio corporativista y gremial que exhibe el «cuarto poder» (la casta periodística que vive bien de ello, tiene cercanía con la élite política y alterna los enchufes en tertulias con las invitaciones a eventos VIP). Este odio se dirige contra aquellos que se atreven a sostener un micrófono o una cámara sin la titulitis pertinente o, sobre todo, sin las «ideas correctas». Cuando Pardo de Vera describe su lanzamiento de micrófono al suelo, para disipar la sospecha de racismo afirma que se trató de un acto de desagravio profesional, un mensaje a Bertrand «de que no eres periodista ni eres nada». Ignoro por qué piensa Ana Pardo de Vera que su opinión sobre el trabajo de otro le permite menoscabar su dignidad humana.
También ignoro por qué la sociedad no considera ese elitismo como igual de despreciable (o más) que el racismo. Las semejanzas entre ambos discursos están ahí, basta escuchar a Pardo de Vera comentar posteriormente el episodio: «Ndongo invadió literalmente nuestro espacio porque nosotros teníamos invitación para entrar al recinto, pero él no tenía nada». Califica como «invasión» el momentáneo acercamiento al recinto de un solo negro «indocumentado». Son los mismos que te acusarían de delito de odio si usases la misma palabra «invasión» para definir la entrada violenta de miles de ilegales atacando un control policial. Pero claro, la patria es para los pobres. Que nadie les toque a ellos sus mansiones y sus palacios de congresos.
El racismo supura también por cada sílaba de la afirmación de Pardo de Vera («¡Hay que ser tonto para ser negro y ser fascista!»). Y no por llamarle «negro» a Ndongo -aunque si lo hubiese hecho otro sin carnet de progresía ya habría unos cuantos afeándole no usar el término «racializado», «subsahariano» o vaya usted a saber cuál-. No. El racismo de esa frase está en la asunción de lo que pueda o no opinar un ser humano según el color de su piel.
Como politólogo, puedo certificar que a priori no hay ninguna «tontería» en que un negro sea fascista. En los años 30 del sigo pasado, Lawrence Dennis, nada tonto (de hecho, «el intelectual número 1 del fascismo en EEUU» según la revista Life) era afro-americano. El tampoco-nada-tonto afro-jamaicano Marcus Garvey aseguró al historiador J. A. Rogers que los miembros de su asociación (la UNIA de los años 20) fueron «los primeros fascistas» y que Mussolini les copió. Formaban parte de la maraña del «nacionalismo negro» en EEUU (como los «nación del islam»). Una maraña, por cierto, cuyo último hilo conduce al movimiento Black Lives Matter, así que es posible que la progresía tenga a los «negros fascistas» más cerca de lo que imaginan.
Si uno define el fascismo en un sentido amplio (autoritario, ultra-nacionalista, anti-demócrata, anti-comunista, estética militarista, capitalismo dirigido, ideología elitista con retórica populista), el concepto le sienta como anillo al dedo a grandes figuras políticas del mundo negro, desde el Haiti de François Duvalier hasta otros tantos en varios países (República Dominicana, Zaire, Guinea Ecuatorial, Etiopía, Eritrea, Togo, Ruanda y Burundi…). Ya sabemos que la casta pijo-progre no convive en sus urbanizaciones privadas con la inmigración que promueven, pero el disgusto va a ser grande el día que vean que de las pateras no bajan Obamas y RuPauls, sino individuos socializados en patriarcados de coerción y entornos político-religiosos integristas.
La ocurrencia pardo-veriana de que un negro no pueda ser fascista tiene que ver con una doble confusión en la mente de la progresía. La primera es considerar a los fascismos -en sentido amplio- como equivalentes al nacional-socialismo (el nazismo). Mientras que para este último la doctrina racista fue siempre fundamental, otros movimientos fascistas no eran más racistas que sus contemporáneos de otras ideologías (por ejemplo, los republicanos españoles opinando sobre «los moros que trajo Franco»). De hecho entre los fascistas originarios, los italianos, hubo sectores que intentaron incorporar a su proyecto a los negros etíopes, al estilo imperial romano, que fue también el helenístico alejandrino que admiraron los fascistas griegos y el hispánico austracista que admiraron los fascistas españoles.
La segunda confusión mental de la progresía es coger ese concepto totum revolutum de «nazi-fascismo» y utilizarlo como sinónimo de «cualquier fuerza a la derecha del PP» (a veces incluyendo al PP). Cuando Ana Pardo de Vera dice «¡Hay que ser tonto para ser negro y ser fascista!», en realidad quiere decir «¡Hay que ser tonto para ser negro y ser de Vox!». Y la lógica -según ella misma- estaría en que «Vox quiere expulsar a todos los inmigrantes pobres, como Ndongo, por lo tanto Ndongo es tonto». Pero tampoco por ahí se podría defender la frase: el programa de Vox recogería, como mucho, la expulsión de inmigrantes ilegales y/o delincuentes. No solo Ndongo no tiene nada que temer si trabaja honradamente y tiene sus documentos en regla, sino que lo más racional es que Ndongo (y los que están en su situación) sean los primeros interesados en quitarse de encima a ilegales y/o delincuentes que -por un lado- van a complicar su integración y -por otro- van a competir directamente contra ellos.
Este fenómeno -que parece escapársele completamente a la progresía- explica el creciente número de negros y latinos -¡incluso hindúes!- por Trump, así como la facilidad cada vez mayor con que las derechas alternativas presentan en sus listas candidatos «racializados» que les blindan frente a esas acusaciones de «racismo» que, tantas veces, parecen ser la única baza que la progresía guardaba contra el cacareado «retorno de la ultraderecha». ¿No se ha enterado Pardo de Vera de que el ecuato-guineano Ignacio Garriga es ni más ni menos que el vicepresidente de Vox? Seguir pensando, en pleno siglo XXI -que gusto da usar esta muletilla contra ellos-, que los negros -o cualquier otra minoría étnica- han de votar progresismo, fronteras abiertas y papeles para todos… eso sí que es de tontos.
Podría decirse al revés: ya hay que ser tonto para ser negro y ser de la progresía, que te utiliza como una mascota para fingir superioridad moral y como una cuota de representación para disimular de cara al público su incapacidad para cambiar sustancialmente las estructuras económicas. Podría decir Ndongo: ya hay que ser tonto para ser blanco y ser de la progresía, que pone al humilde español caucásico cis-hetero-sexual como fuente de todos los males. Podría decírsele a Ana Pardo de Vera: hay que ser tonta para ser mujer y ser de la progresía, que te tratará como una minoría disminuida, negará hasta tu existencia física para definirte como «un sentimiento de identidad de género» y te llenará el barrio con los varones más feministas del último rincón de Tanganica.
Para contextualizar el nivel de ranciedad de Ana Pardo de Vera, cerramos con una anécdota. Hace ya unos años, todo un carroza como Joe Biden le soltó a un afro: «Si te cuesta decidir entre votarme a mí o a Trump, entonces no eres negro de verdad». Mismo sentido que la frase de Ana Pardo de Vera: hay que ser tonto para ser negro y ser de Trump. Pues bien, incluso en una sociedad tan reaccionaria como la de EEUU, el asunto fue un escándalo nacional en que sus propias filas Demócratas recriminaron a Biden el contenido racista de sus palabras. El mismísimo presidente lo reconoció y se disculpó: «Entiendo que nadie tiene que votar por unos u otros partidos basándose en su raza, religión o trasfondo; reconozco que hay afro-americanos que creen que Trump merece ser votado, yo creo que no y me esforzaré para lograr su voto».
Ojalá lea Ana Pardo de Vera el mensaje de disculpa de Biden y lo recoja. Que lo recoja como una gorila, o mejor dicho, para dejar de ser una gorila. En la acepción 5 de la palabra, por supuesto. «Guardaespaldas». Que es lo que la progresía viene siendo con respecto del capitalismo.