Nada dorado puede permanecer
«Podemos recrear el pasado, incluso a veces dialogar con él y escucharlo; pero, cuando queremos abrazarlo o volver a sentir su tacto, se difumina en el aire»
Las fiestas de la Navidad, que acabamos de celebrar, representan una doble vivencia: la esperanza por el nacimiento de un Salvador y la melancolía por el paso del tiempo, ese eterno destructor. Nuestra relación con el pasado se asemeja a la que mantiene Eneas con su padre Anquises al visitar el infierno: podemos recrear el pasado, verlo con nuestros ojos, incluso a veces dialogar con él y escucharlo; pero, cuando queremos abrazarlo o volver a sentir su tacto, se difumina en el aire como un fantasma. «Are you here, at last?», le pregunta Anquises a Eneas, en la famosa traducción del Nobel norirlandés Seamus Heaney que me ha acompañado durante tantos años de mi vida. Esta escena refleja no sólo nuestra mirada hacia el pasado, sino también el anhelo del propio pasado por saber qué ha sido de nosotros, por reunirse de nuevo con nosotros.
En casa de mis padres, guardadas en los cajones de mi habitación, he encontrado fotografías, notas y algunas cartas que pensaba haber perdido. Una de ellas la firma una amiga china donde me cuenta un viaje de trabajo –recolectaba pigmentos vegetales– por las tierras montañosas del sur. La finura de la carta es asombrosa: el uso de metáforas, la recreación de atmósferas, la imagen de la luna cayendo sobre el lago… Nada hay que suene a falso, recreado o embellecido artificialmente, a pesar de su edad –los dos teníamos apenas 25 años–. Me pregunto qué habrá sido de ella.
«Es difícil no sentir una cierta simpatía por la persona que fuimos y por los amigos que nos acompañaron»
En otra fotografía, se me ve mirando a la cámara en un viaje que ya no recuerdo haber hecho. Sólo vagamente, como un amago de memoria, aparecen las paredes blancas del restaurante de un puerto marítimo. Sepultadas por el olvido también asoman algunas viejas amistades. En otra imagen, mucho más vívida en mi memoria, estoy riendo en casa de unos amigos rusos que habían logrado escapar de la URSS con la primera perestroika. Era en 1994. Me acuerdo bien de aquella noche en la que cenamos una especie de rollitos de carne y arroz, especialidad del país. Al final de la velada, sacaron una caja de galletas que habían encontrado en un supermercado y que, sin ser las originales, se parecían mucho a las rusas. Eran lo que nosotros llamamos «galletas María». La chica –de mi edad– era una gran pianista y recuerdo haberla escuchado interpretar una pieza de Rachmaninov en su habitación. Nunca antes había percibido tan de cerca –a la distancia de un palmo o menos– aquella potencia de sonido, la fuerza que se manifiesta en la creación artística.
Hay un hilo que da continuidad a la experiencia y que, aunque uno no sepa cómo, se mantiene en nosotros y va formando nuestro carácter. Es difícil no sentir una cierta simpatía por la persona que fuimos y por los amigos que nos acompañaron. Si nos volviéramos a ver, quizás ya no nos reconoceríamos. En las pocas cartas que escribí y que conservo me veo a mí, pero también a alguien muy distinto, con unos miedos, una ingenuidad y con unas esperanzas diferentes a las actuales. Y es lógico que así sea: «Nada dorado puede permanecer», escribió Robert Frost. La experiencia de la vida es ir alejándose del Edén inicial en pos de otro hogar, de un lugar definitivo.