El rostro de los políticos
«Ojalá Sánchez entendiera que su dimisión, como las del fiscal general del Estado y del presidente valenciano, es exigible por evidentes motivos éticos»
«Juan Carlos no puede ofrecer un rostro diferente al de Pinochet». El que fuera corresponsal del diario Le Monde en España durante los años 80, Thierry Maliniak, cuenta en su libro Los españoles que esta frase se podía leer en el periódico El Socialista, portavoz del PSOE, publicado en diciembre de 1975 tras la muerte de Franco. Estaría bien que en la habilidosa resurrección del dictador hecha por el sanchismo para ilustrar a los españoles sobre la desmemoria histórica de sus actuales gobernantes, se explicara a la ciudadanía sobre el panorama del socialismo patrio tras exhalar el Generalísimo su último suspiro.
La verdad es que el incipiente socialismo democrático encarnado por Felipe González convivía a la muerte del dictador con el PSOE histórico de Rodolfo Llopis, la facción liderada por Pablo Castellanos, y el Partido Socialista Popular que encabezaba el profesor Tierno Galván. Ignoro quién era el responsable de la línea editorial de la revista citada al comienzo de este artículo, pero se dejó arrastrar por sus particulares pasiones demostrando total ignorancia sobre lo que ya se preparaba para la gobernación de España tras la dictadura.
A esas alturas estaba funcionando desde hacía meses, en realidad años, la interlocución del todavía príncipe Juan Carlos con el Partido Comunista de España liderado por Santiago Carrillo para lograr lo que ambos perseguían: la reconciliación entre los españoles tras una oprobiosa guerra civil y una dictadura franquista que se encargó durante cuarenta años de mantener vivo el conflicto. La verdad es que ante un socialismo desnortado, desunido y desorganizado, los comunistas fueron la única fuerza política de oposición activa contra el franquismo mientras este perduró en el poder.
Había también disidencias demócratas cristianas y liberales, con ninguna o muy poca fuerza, apoyadas ocasionalmente en sectores colaboracionistas con el régimen que perseguían el aperturismo como prólogo a lo que imaginaban debería ser la futura transición democrática. Ya en 1956, el PCE anunció su incipiente política de Reconciliación Nacional y decidió después infiltrar a los dirigentes de Comisiones Obreras en los sindicatos oficiales de la dictadura.
La UGT por su parte, aunque con menor presencia, era de hecho casi la única organización socialista con peso y protagonismo visible en la lucha contra la dictadura. Por eso mismo su líder, Nicolás Redondo, parecía en las postrimerías de la dictadura el candidato más sólido a ser el conductor del partido. Él se negó a aceptar el cargo insistiendo en su vocación y carácter de líder sindical y apoyó una solución de compromiso para nombrar a Felipe González, elegido primer secretario en el congreso de Suresnes en octubre de 1974.
«Ya antes de la muerte de Franco estaban negociando por personas interpuestas el aún príncipe Juan Carlos y Carrillo»
A partir de ahí comenzó la historia del llamado felipismo, que consagró al PSOE como fuerza indispensable en la edificación y consolidación de la democracia española. Pero también en esas mismas fechas ya estaban negociando por personas interpuestas el todavía príncipe Juan Carlos y Santiago Carrillo, que al frente de los comunistas había lanzado el exitoso eslogan de que el futuro rey pasaría a la historia como Juan Carlos el Breve. Los hechos demostrarían pronto que su rostro no era el de Pinochet y su brevedad en el trono se prolongó durante casi cincuenta años.
Respecto a las negociaciones mismas, tuvieron su prólogo en un encuentro entre el dictador comunista Ceaucescu y Juan Carlos, durante las conmemoraciones de Persépolis que en 1971 organizara el sha de Persia. El rumano le comentó al futuro monarca que mantenía estrechas y amigables relaciones con Santiago Carrillo y la Pasionaria, líderes del PC español. De ahí surgió una relación que fructificó en los contactos aludidos de los que aparte rumores y habladurías se conservan materiales escritos. Entre ellos puedo citar las memorias de Stefan Andrei, en aquella época responsable de la política exterior del Partido Comunista Rumano y posterior ministro de Asuntos Exteriores. Él señala que, tiempo antes de la muerte de Franco, Juan Carlos y sus colaboradores le pidieron a Ceaucescu recibiera a Manuel Prado y Colón de Carvajal, enviado del rey, para ayudarle a mediar en las conversaciones con Carrillo.
Arte la previsible muerte de Franco, Juan Carlos solicitó -según Andrei- que cuando se produjera su coronación los comunistas no se echaran a la calle contra la Monarquía. La propuesta se aceptó a cambio de que el PC fuera legalizado en España. Se le comunicó a Carrillo que eso se produciría dos o tres años después de la legalización de los demás partidos; el secretario general de los comunistas exigió por su parte que fueran todos legales al mismo tiempo. Las conversaciones se prolongaron después de la coronación, durante la etapa del primer gobierno de la Monarquía. El jefe de la seguridad rumana, general Doicaru, se trasladó a Madrid para informar a Juan Carlos sobre las condiciones definitivas puestas por Carrillo, aceptadas finalmente por el monarca. «Es un pacto entre Carrillo y el Rey», señala el rumano. Fue por eso el rey quien le informó a Suárez del compromiso.
Posteriormente Andrei se desplazó a Washington para encontrarse con el presidente Ford y su secretario de Estado Henry Kissinger, a los que puso al corriente del pacto. Kissinger le dijo que podía transmitir tanto a la Pasionaria como a Carrillo que los Estados Unidos no se opondrían a él ni a la legalización inmediata del PC. En enero de 1977 se promulgó en España la ley de partidos. A finales de febrero el PSOE fue legalizado formalmente y a principios de abril, el Partido Comunista. En junio fueron las primeras elecciones democráticas y en diciembre de 1978 la aprobación de la Constitución española. Todas esas fechas, y no la muerte del dictador, representan la Transición Española, que no comenzó con el entierro de Franco, sino con el nombramiento de Suárez y, previamente, con los pactos secretos entre Juan Carlos y los comunistas.
«La muerte de Franco no es el principio de la Transición sino el fin de una dictadura»
Podríamos añadir otra fecha, que es mayo del 1979, cuando Felipe González, tras obtener el PSOE unos resultados memorables en las elecciones de ese mismo año, dimite como secretario general porque el congreso del partido no acepta la renuncia al marxismo como identidad propia de la formación. Él justificó su decisión por razones morales: «Hay que dar alguna vez en política un ejemplo ético para que nadie piense que el PSOE es un título de propiedad inscrito a nombre de Felipe González».
Hay suficiente documentación al respecto, entre la que merece la pena destacar el relato de Alfonso Guerra De Suresnes a la Moncloa; las reflexiones de Javier Pradera sobre La Transición Española y la Democracia; la autobiografía de Jordi Solé Tura o el curso sobre Memoria de la Transición llevado a cabo en la Universidad de Valladolid en 2010. La muerte de Franco no es el principio de la Transición, sino el fin de una dictadura que a lo largo de décadas intentó transformarse aparentemente a sí misma, como lo hacen todas, con el único objetivo de mantener el poder del dictador.
Ahora son las democracias llamadas iliberales las que también transforman y traicionan los principios sobre los que se basan, y lo hacen con idéntico empeño: seguir en el poder al margen o en contra del interés general de la ciudadanía. Aparte la limpieza y honestidad de Nicolás Redondo, que renunció al poder político para dedicarse a defender a los trabajadores, el ejemplo ético que dio Felipe González solo tiene parangón en nuestra democracia con la dimisión de Adolfo Suárez o la abdicación de don Juan Carlos. Estos dos últimos inicialmente herederos del franquismo, y Felipe del antifranquismo. Junto con Santiago Carrillo, simbolizan personalmente el éxito de una operación cuya verdadera protagonista fue la sociedad civil española y su esfuerzo colectivo por vivir en paz y en libertad.
En su dimisión de 1979 Felipe González aludió a la necesidad de demostrar que no todos los políticos son iguales. Con motivo de la dana de Valencia se ha puesto de manifiesto: el aferramiento a sus cargos de los primeros responsables de la falta de reacción ante la catástrofe, que son los presidentes del Gobierno de España y de la Generalitat valenciana. Todo ello en medio de la corrupción de los partidos, sin distinciones ideológicas, las acusaciones e interferencias del Poder Ejecutivo contra el Judicial, y la persecución a la prensa no adicta.
Ojalá el presidente del Gobierno aprendiera estas lecciones y entendiera que su dimisión, como las del fiscal general del Estado y del presidente valenciano, es exigible por evidentes motivos éticos, al margen el debate político. Y no continúe el inquilino de la Moncloa con sus intentos por convertir el PSOE en un título de propiedad a nombre de Pedro Sánchez. No vaya a suceder que su rostro se acabe pareciendo al de Maduro, un buen amigo de Rodríguez Zapatero y el Pinochet de nuestros días.