Otra visión de 'Parthenope'
«Es una película hecha para seducir a través del personaje que lleva su nombre y del que es difícil apartar la mirada y eso es lo que quiere el director italiano»

Celeste Dalla Porta en 'Parthenope', de Paolo Sorrentino.
Cuentan que Sorrentino se inspiró en Raffaelle La Capria, autor de un solo libro –Herido de muerte– para crear a Jep Gambardella, personaje que interpreta Toni Servillo en La gran belleza, que, como La Capria, sólo ha escrito un libro en su vida y vive en la tensión entre la memoria que crea una buena novela en una sociedad y su deriva en la exigencia de que haya más. Herido de muerte es una estupenda novela sobre Nápoles, lo que nos hace pensar que, de haber llevado a cabo Sorrentino esa idea primera, La gran belleza no hubiera sido romana, sino napolitana. Herido de muerte fue publicada en España por el poeta José Vicente Quirante, Cittadino Onorario de Nápoles y director de la editorial Parténope. Nos vamos acercando.
Parténope era una de las sirenas que intentó seducir a Ulises para estrellar su nave contra las rocas y Ulises hizo que sus marineros lo ataran al mástil y le cegaran los oídos: él quería ver los cuerpos desnudos y oír los cánticos de aquellas sirenas, pero sabía que detrás de eso estaba la muerte y su viaje, entre otras cosas, era una forma de retrasar la muerte enriqueciendo la vida. Así pudo resistir la tentación imposible de vencer y pudieron continuar la travesía. Parténope, la del rostro virginal su nombre, acabó, fracasada, en una playa de la bahía napolitana y ahí se formó el primer germen de Nápoles que, junto con Nea Polis o Ciudad Nueva, como la bautizaron los griegos, ha sido y es la ciudad tal como la conocemos. (Recientemente, otro poeta español, Juan Antonio González Iglesias, le ha dedicado su último libro de poemas: Nuevo en la ciudad nueva).
Parthenope, la película, es un festival de imágenes sorrentinianas y la actriz que interpreta a Parthenope un imán del que no puedes apartar la mirada y está ahí para eso. Mientras veía la película –mientras la miraba a ella desde la edad que tengo (aún no provecta, pero ya amenazante)– venían a mí los versos iniciales del Himno a la juventud, de Jaime Gil de Biedma: «¿A qué vienes ahora,/ juventud,/ encanto descarado de la vida?» Para acabar, a la salida del cine, con los versos finales del mismo poema: «Oh bella indiferente,/ por la playa camines como si no supieses/ que te siguen los hombres y los perros,/ los dioses y los ángeles/ y los arcángeles,/ los tronos, las abominaciones…»
Hasta aquí la única emoción real. Lo demás es una crítica que debemos, precisamente, al esplendor formal del cine de Sorrentino. Porque en ese deslumbramiento que producen la piel y la mirada de la sirena exiliada en el tiempo, algo falta en el discurso serpenteante y barroco del director italiano y la felicidad que nos ha dado en otras ocasiones… ¿qué ha ocurrido? Da la impresión de que a Sorrentino sólo le interesa extraer la belleza de la ciudad, incluso de su miseria, pero su retrato es por aproximación, un retrato que entra y sale, pero no se queda, un retrato merodeante, sucesión de impresiones que no llegan del todo a puerto. Quizá porque considera inaccesible el secreto que la mantiene viva a través de todos los tiempos y así lo muestra: inaccesible. Hay un cierto constreñimiento esteticista en él y no acaba por soltarse.
«El merodeo de Sorrentino nos deja a las puertas: de la ciudad y del disfrute imposible de la edad perdida»
Donde sí se suelta demasiado es en unos homenajes innecesarios –lo son porque en vez de homenajes suenan a copia– a Fellini, cuyo lenguaje es aquí deglutido, pero no digerido, y a Visconti, sobre todo. La escena del baile a tres es el calco del mismo baile en Confidencias y eso es imperdonable: en esa maravillosa escena no tendría que haber metido mano nunca. Si Burt Lancaster levantara la cabeza… Y lo que hace en Capri con el escritor John Cheever –que más parece un Aschenbach hortera que el propio Cheever– no tiene nombre, por muy Gary Oldman que lo represente entre tanto topicazo como botellas vacías.
Dicho esto, que el poeta Quirante resume como «falta de nervio moral» (sic), la película –su sucesión de imágenes– es grata de ver. Porque Parthenope es una película hecha para seducir a través del personaje que lleva su nombre y del que, lo hemos dicho, es difícil apartar la mirada y eso es lo que quiere el director italiano. Pero el merodeo de Sorrentino nos deja a las puertas: de la ciudad y del disfrute imposible de la edad perdida. Si en Juventud hizo un ejercicio magistral sobre lo que representa la pérdida del instinto y fuerza creativa –el agotamiento del eros artístico en paralelo a la pérdida del deseo– el problema que presenta en Parthenope da la impresión de que le cae lejos. En fin, Parthenope o Nápoles la inaccesible.