España se castiga a sí misma
«¿No puede tener Gran Bretaña una enorme leyenda negra, desde el salvajismo de sus rapiñas antiespañolas a las matanzas de los indios de Norteamérica?»

Primer desembarco de Cristóbal Colón en América. | Museo del Prado
Somos un país magnífico en muchas cosas y bastante calamitoso en otras (menos, sin duda) pero que nos han dañado y continúan. España, la Monarquía Hispánica, el Imperio Hispánico fue durante siglo y medio (XVI-XVII) la primera potencia de Occidente y en el más de medio siglo de unión con Portugal y sus dominios, un territorio, además, gigantesco. ¿No es lógico que ese poderío tuviera enemigos? Por supuesto. Los principales eran Inglaterra, que ambicionaba el poder español, y las provincias protestantes de los Países Bajos, junto al Flandes hispánico.
La propaganda contraria, envidiosa y torticera es un arma de guerra y lo sigue siendo. Hablar mal del enemigo, volverlo carnicero, brutal e inhumano para dañarlo, fue y sigue siendo usual. La propaganda antihispánica de Inglaterra y Holanda, destinada a clavar una lanza en lo español, hace hincapié en que éramos una nación -un Imperio- inquisitorial, ignorante, fanático y salvaje, indigno de ser una nación civilizada. Enemigo del progreso y de las innovaciones. Estamos hablando de un arma de guerra que, en su libro de 1914, Julián Juderías (pero tenía precedentes) tituló La leyenda negra, afortunada explicación de todo ese proceso de desprestigio. Podemos juzgar, repito, que el inicio de la leyenda negra como instrumento de propaganda bélica es normal.
¿Dónde empieza lo peculiar y altamente lesivo? Sencillamente, cuando al iniciarse la decadencia de nuestro Imperio, con los tratados de Westfalia (1648) son los propios españoles -cierto, más pobres, cansados- los que comienzan, y en esto somos un país único en el mundo, a creerse las mentiras, exageraciones o dislates de la propaganda enemiga, a incardinarla en nuestra propia psique, y así autolesionarnos casi inmisericordes.
A ese creernos distintos, peores y peculiares -más bien para mal- ayudó como es lógico nuestra muy larga decadencia (en noviembre de 1898 se pierden Cuba y Filipinas, y creemos míseramente haber tocado fondo) más el romanticismo folclórico a lo Merimée, con bandoleros, curas trabucaires y mujeres con navaja en la liga, y hasta eslóganes relativamente recientes (y absurdos) como el que forjó con éxito el ministerio turístico de Manuel Fraga Iribarne -sobre 1960- “Spain is different”. ¿Cuál es la honda “diferencia” de España? Porque Alemania o Italia también son diferentes. Pero eso no cuenta. La diferencia española sí, porque aún es un coletazo de la leyenda negra, y acaso por ello tenemos salvajes turistas británicos vulgares, que nos invaden cada verano en busca de sol y borrachera y con la muy civilizada costumbre de arrojarse, mamados como cubas, desde un balcón a la piscina de su hotel. ¿No puede tener Gran Bretaña una enorme leyenda negra, desde el salvajismo de sus rapiñas antiespañolas a las matanzas (nada de mestizaje) de los indios de Norteamérica? Por no hablar del Indostán.
Los protestantes y luteranos del norte de Europa se vuelven contra los católicos papistas del sur, cuya cabeza visible obviamente era España. Es posible que la relación de España con la Iglesia -siempre, pero mucho en el Imperio- merezca un estudio muy singular. Ser “más papistas que el Papa” no siempre nos ha favorecido ni aun en esa misma Iglesia; Juan Pablo II fue un papa muy consciente de la enorme deuda del catolicismo con España, y nos quiso. Al contrario que el actual Francisco, que se complace ignorante en ponerse en contra nuestra. Es cierto que la Inquisición española tuvo excesos, digamos que como todas las demás.
“El inicio de la leyenda negra como instrumento de propaganda bélica es normal.
Lo peculiar y altamente lesivo es que son los propios españoles los que comienzan, y en esto somos un país único en el mundo, a creerse las mentiras, exageraciones o dislates de la propaganda enemiga”
La Inquisición romana quemó en 1600 al gran Giordano Bruno. Antes -en 1553- la Inquisición calvinista, en Ginebra, puso en las llamas a nuestro compatriota aragonés Miguel Servet, pensador y científico heterodoxo. En Inglaterra, en guerra con España, durante el largo reinado de Isabel I, los católicos fueron perseguidos y torturados, como en España los luteranos. Un gran poeta metafísico como John Donne, durante el corto saqueo de Cádiz, buscó libros españoles, porque entre otros era devoto de Góngora. La primera Universidad de América la fundan los “salvajes” españoles en 1551 y es la de San Marcos en Lima, que aún existe, casi cien años antes que la primera Universidad inglesa en EEUU. Además, los españoles en 1611 fundan en Manila la Universidad de Santo Tomás -existe- la primera fundada en Asia. ¿Debemos creer en la barbarie del país de Gracián, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Quevedo, Lope de Vega, Góngora, Villamediana, Velázquez, Carreño de Miranda, Ribera, Zurbarán y tantos y tantos más, y no paso del XVII? ¿Qué nos engañó para infravalorarnos tanto, y aún no hemos limpiado nuestra sandez?
Una literatura -he evitado la obviedad de Cervantes- leída en toda la Europa culta traducida o en su propia lengua, ¿nos vuelve incapaces de figurar en la cultura de Occidente, aunque el Norte haya ganado al Sur? Que muchos españoles hayan asumido como verdad la leyenda negra, es algo que nos sigue perjudicando mucho. El cosmopolita, mundano y elegante Juan Valera, se queja en 1868: “Increíble parece la ignorancia común de cuánto fuimos y de cuánto somos.(…) A mí me han preguntado los extranjeros si en España se cazan leones”. Esa ignorancia es la ignorancia culpable de nosotros mismos. ¿Masoquistas o incultos? Para leyenda negra, supongo, la británica.