Los regañones
«Lo malo no es dar consejos, sino ser un regañón. Me refiero a uno de esos juntaletras con ínfulas de director de instituto que lleva el «todo lo haces mal» como escudo de armas»

Una mujer regañando. | Freepik
En unos de los capítulos más divertidos de Los tres mosqueteros. El bueno de Aramis, mosquetero de oficio y cura de vocación, se plantea colgar el uniforme y tomar definitivamente la sotana. A Aramis se le va poniendo cara de misa de ocho, pero al final la vida le tira de las orejas y le arrastra al barro. No hay día en que, por mucho que lo evite, no acabe envuelto en un duelo o en un lío de faldas…
¿Quién podría resolver la contradicción sino sus fieles amigos? Pero de estos no saldrá un solo consejo. Athos, sin ir más lejos, cree tan firmemente en el libre albedrío que nunca ofrece un consejo salvo que se lo pidan al menos dos veces. A su juicio, los consejos existen para que no hagamos casos de ellos o, ya puestos, para que los echemos en cara de quien nos los ha dado.
¡Qué conducta más razonable! Y lo digo yo, que tengo la costumbre de lanzar consejos en la radio como quien arroja piedras al río. Hay quien lo hace con la solemnidad de un druida que lanza runas y quien, como un servidor, lo hace con la despreocupación del chaval que juega a formar circulitos en el agua.
Lo importante no es que la piedra flote o se hunda, sino que al portador del guijarro no le tiemble el pulso al romper la quietud, al hacer que el agua, aunque sea por un instante, viva y se revuelva. La obediencia ha de ser indiferente a quien aconseja; también la desobediencia. ¿Qué hay de malo en ella? El consejo es un lance de capote. Hay quienes, por agradar al tendido, imponen al toro una faena preconcebida, en vez de adaptarse a él; pero el mejor pase no es, muchas veces, el que exige quien aplaude.
«Antes era la izquierda la que te ponía verde por pedir una caña en vaso de plástico o por comprarte un braguero sin etiqueta ecológica. Ahora la derecha nos explica que el problema no es la deforestación ni el plasticurri, sino que tú, soltero sin prole, hagas yoga y bebas cerveza en vez de cambiar pañales»
Nietzsche decía en La gaya ciencia: tan odioso me es seguir como guiar. Y a mí. Me importa un bledo, un comino y medio membrillo que los oyentes sigan el consejo o lo manden al garete. Lo importante es que les interpele, pues la indiferencia es el bostezo del alma. ¿Obedecer consejos? Mejor que los manuales son las meteduras de pata y nada hay como los yerros para forjar los hierros del carácter. Por eso dar un consejo es como esparcir granos en huerta ajena: si germinan, habrá cosecha; si no, merienda para los gorriones.
Lo malo no es dar consejos, me temo, sino ser un regañón. Me refiero, sobra decirlo, a uno de esos juntaletras con ínfulas de director de instituto que lleva el «todo lo haces mal» como escudo de armas. Antes era la izquierda la que te ponía verde, y nunca mejor dicho, por pedir una caña en vaso de plástico o por comprarte un braguero sin etiqueta ecológica (si olvidabas reciclar un tapón de botella, poco menos que convertías el Amazonas en un parking). Ahora la derecha nos explica que el problema no es la deforestación ni el plasticurri, sino que tú, soltero sin prole, hagas yoga y bebas cerveza en vez de cambiar pañales. Un onanista de los funkos y una yogui con gato son más peligrosos que diez legiones de visigodos.
¡Regañones! Son como el perro de caza que se pasa el día ladrando. No esperen que se arremanguen la camisa para plantar un árbol; están ocupados redactando una tribuna en la que explican lo mal que lo haces tú. Sobra decir que el lector, por manso que fuere, acaba revolviéndose: si tienes hijos, disparas la huella de carbono y asfixias al planeta; si no los tienes, eres peor que Herodes y Atila el Huno…
¿Hay una moralización de la vida pública? Bien mirado, no se puede moralizar lo que es moral. Esta palabra viene de mor, moris, que es costumbre. Como la acción humana nunca se da de forma aislada, lógico es que el juicio moral someta las costumbres a un veredicto sobre su conveniencia o inconveniencia. El problema no es, por tanto, la moralización, sino el señalamiento. ¡Cómo blanden el dedito!
El regañón irrumpe en tu vida como el hombre misterioso de Carretera Perdida, cuya faz culebrea en redes tras la muerte de David Lynch. Peor que la chaqueta de tergal o esa piel que no ha visto el sol desde los tiempos de López-Rodó es la voz. ¡Qué susurro grave y ominoso! «Mucho mojito y mucha fiestecita-barbota con timbre de catacumba-; «y pa’ ahorrar ni un duro». Te clava una mirada ojizaina como el entomólogo clava el alfilerazo al insecto. «Y esto de salir todos los viernes… Yo a tu edad trabajaba sábados y domingos, chato».
Último consejo: planta un árbol o no lo plantes, ten un hijo o no lo tengas. La vida es para vivirla, no para pasarla pidiendo perdón. Y los consejos están hechos para contravenirlos. La desobediencia es la chispa traviesa de quien pinta fuera de lienzo, la alegría audaz de quien mete los pies adrede en el charco. Y a los regañones, que les den morcilla.