The Objective
Antonio Elorza

¿Un gobierno delincuente?

«Sánchez trata de imponerse a la autonomía judicial y de la prensa, estableciendo un sistema de poder propio, no regido por la ley, sino por su red de intereses»

Opinión
¿Un gobierno delincuente?

Ilustración de Alejandra Svriz.

En una memorable intervención en Sanremo 2013, el humorista Maurizio Crozza recreó la figura de Silvio Berlusconi, aun entonces en su apogeo. Mientras interpretaba un tema clásico de Frank Sinatra, descendía hacia el público, revelando uno a uno los engaños disimulados bajo su aparente condición de magnate. Repartía a discreción billetes de 500 euros, los que robaba a los italianos. “Son vuestros”, aclaraba. Al dirigirse a las señoras bien ataviadas de las primeras filas, exhibió su galantería: “¡Cuántas mujeres hermosas! ¡Como las que yo invito a mi casa! ¡Pero ustedes están vestidas!”. Las participantes de pago en las orgías del político, evidentemente, no lo estaban. La declaración final de amor a los italianos significaba lo contrario, el amor a sí mismo. A los ciudadanos, los odiaba. La sátira, lógicamente, suscitó una violenta división de opiniones.

El comportamiento de nuestro Gobierno se atiene a una lógica de inversión similar. Cualquier observador que siga por televisión las apariciones públicas de sus miembros, incluidas las de su presidente, podrá pensar que todo es normal, similar a lo que sucede en otras democracias europeas. Pedro Sánchez encadena las declaraciones, sus ministros responden a las preguntas de los periodistas y el Gobierno, por medio de su portavoz, no duda en opinar sobre temas de actualidad que le afectan, a veces de importancia.

Sorprende de entrada que todos dicen lo mismo, repitiendo las palabras del presidente -o en su ausencia de su portavoz- como si se tratara de un coro de papagayos, sin la menor variante. En segundo lugar, nunca atienden a la pregunta que les es formulada, y en lugar de eso, atacan con violencia a la oposición, aunque no venga a cuento, y en los últimos tiempos, si se trata de un problema judicial que de un modo u otro afecta a Sánchez o a su entorno, cargan contra el juez, o contra la instancia judicial, que perciben como enemiga. Así que no estamos ante informaciones del Gobierno a la opinión pública, sino ante reiteradas declaraciones de guerra de ese Gobierno contra la oposición democrática y contra los jueces. Bajo la aparente transparencia de las formas, esto nada tiene que ver con los usos vigentes en la Europa democrática.

No cabe olvidar una singularidad adicional. Ese ataque nunca busca el apoyo de argumentos. Consiste en una descalificación primaria, porque está destinado a funcionar como una consigna que los seguidores del Gobierno han de asumir a ciegas. Parte de suponer que el Gobierno es el bien y sus enemigos el mal, del mismo modo que la hinchada de un club nunca aceptará que el derribo cometido por su defensa central es penalti. Solo que esto es más grave que la pasión por el fútbol. Cuando la portavoz del Gobierno, una ministra cuya boca repintada no consigue ocultar la crispación, descalifica el auto perfectamente legítimo de un juez del Supremo, como si este fuera un botarate o un malvado ignorante de lo que es un indicio, no está lanzando solo un ataque personal a un magistrado a quien el Gobierno debe respeto. Está desautorizando ante todos los ciudadanos, y de forma grosera y deliberada, la autonomía del poder judicial.

No es nada nuevo en la historia. Un documental sobre el incendio del Reichstag en 1933, nos acaba de recordar la reacción de Goebbels frente a un último resto de dignidad judicial durante el proceso, tolerando que el falso testimonio del jerarca Goering fuese desenmascarado. Era el último obstáculo a eliminar, antes de la destrucción definitiva de la democracia. Para alcanzar ese mismo resultado, hoy no hacen falta cruces gamadas ni camisas pardas, ni invocaciones desaforadas al imperio alemán y contra los judíos, bastan la demagogia disfrazada de información y la voluntad de destrucción del adversario, a cargo de atildados políticos actúan desde los escenarios habituales en una democracia del siglo XXI. Sin olvidar la figura siempre útil del chivo expiatorio. En lugar de los comunistas y judíos en el Reich aquí les toca a los «jueces abusivos» y se van sucediendo un juez tras otro para recibir el oportuno linchamiento «progresista». Llegado el caso, le toca al Tribunal Supremo en su totalidad. 

«La simple investigación afectando, no ya al presidente, sino a su entorno, da lugar a la satanización de los jueces que la emprenden»

El hecho es que hoy por hoy, para aliviar el peso de sus corrupciones, el Gobierno está asumiendo la actitud de un delincuente que declara culpable a todo juez que esté investigando sus posibles delitos, o los de sus allegados, por atreverse a hacerlo. En Francia, un expresidente como Sarkozy puede ser juzgado y condenado. Lamentable por lo que afecta al prestigio de una alta institución, y nada pasa. Aquí la simple investigación afectando, no ya al presidente, sino a su entorno, da lugar a la satanización de los jueces que la emprenden. La lógica de inversión culmina su papel de destrucción intencionada del Estado de derecho.

El desenlace inevitable será la implantación del lawfare, la posibilidad de juzgar y sancionar a los jueces que se atrevan a desempeñar su función con independencia. El argumento del viejo film Los asesinos acusan, se verá así actualizado en “los delincuentes juzgan”. No sería una novedad como actitud: ya hicieron de jueces los responsables de la rebelión catalana de octubre de 2017 al redactar la ley de amnistía.

Llegados a este punto, vuelve a ser útil el recuerdo de Berlusconi, personaje coincidente con Pedro Sánchez en su entrega a practicar la política del amor a sí mismo, con la inevitable secuela de odio contra quienes se oponen a ella. En ambos casos, contra su principal obstáculo institucional, los jueces. Lo reflejó Nanni Moretti en su película El caimán, augurando su triunfo final, con la voladura del Palacio de Justicia. Pero en Italia existía la muralla de la presidencia de la República, garantía de la vigencia del Estado de derecho. En España, la limitación de las facultades del jefe del Estado impide la activación de un freno similar y Pedro Sánchez puede seguir desarrollando su ofensiva.

Para consumar este diseño totalitario de formas posmodernas, falta solo la sumisión absoluta de los medios a los dictados del Gobierno. No es la primera vez en la historia contemporánea que la libertad de prensa sirve de último bastión para la defenderse de un poder arbitrario. “El único derecho del oprimido es quejarse”, escribió el primer periodista crítico español al ministro absolutista Floridablanca. En la España moderada, bajo Isabel II, la prensa fue el último residuo activo del orden constitucional. Fue en 1865 un artículo en el diario La Democracia, El rasgo, escrito por Castelar, lo que puso al descubierto la corrupción de Estado, practicada por Isabel II, movilizando la opinión hasta provocar su deposición en 1868. Y con el franquismo, desde que Fraga implantó su ley de Prensa, la lucha entre la escritura democrática y la censura del régimen, anticipó los términos del enfrentamiento político en la siguiente década.

«Resulta ya esclarecedor, signo de desprecio y odio, el empleo oficial del término peyorativo ‘recortes de prensa’»

Paradójicamente, es el valor decisivo de la prensa en España como constructora de la libertad, primero, y en el descubrimiento de la corrupción después, lo que hace necesaria para el Gobierno la ley del candado que anuncia, destinada a silenciar los medios. Sin estos no hubiera salido a la luz prácticamente ninguno de los grandes casos de corrupción, desde los años 80. Empezando por el caso Roldán. Eso es precisamente lo que impulsa la vocación punitiva de Pedro Sánchez y de alguno de sus socios.

Resulta ya esclarecedor, signo de desprecio y odio, el empleo oficial del término peyorativo “recortes de prensa”, para designar a las informaciones que ponen en marcha los procedimientos judiciales sobre la corrupción del Gobierno. A los «jueces abusivos» que desconocen con quien se la están jugando, habrá que añadir a los periodistas o a los colaboradores en los medios que perturban el mundo tranquilo y feliz de los corruptos. Una vez más autocracia y cleptocracia marchan unidas.

Acierta Rubén Amón al señalar el absurdo de igualar a Sánchez con Maduro o con Franco, pero también sería absurdo cerrar los ojos ante los puntos de encuentro con ellos, y con Orban, y con Erdogan, y con Kaïs Saied, presidente de Túnez, y con Putin. Los caminos son distintos, lo es también el grado de opresión, existiendo una divisoria todavía clara entre unos y otros en cuanto al balance de respeto o violación sistemática de los derechos humanos. Hasta ahora, puedes vivir tranquilamente en oposición a Sánchez; nada que ver con el riesgo que correrías en Rusia, Egipto, Venezuela, o incluso en la Turquía de Erdogan (sobre todo si eres kurdo) o en la India de Modi. Es aún posible que unas elecciones generales, aquí o en Turquía, o en Hungría, den al traste con la deriva antidemocrática en curso. 

El denominador común es que de un modo u otro, todos ellos encabezan -o ya han consumado- procesos dirigidos a la eliminación de la democracia y del Estado de derecho. Mal que bien ambas cosas existían en el año 2000 en Rusia, en Turquía, o en la Venezuela de Chávez, en 2010 en Hungría y hasta hace tres años en Túnez. Cuando un gobernante toma el camino de la dictadura, y el ataque a la separación de poderes es el primer síntoma, no conviene esperar a que su tren alcance la estación final de su viaje -por tomar la metáfora de Erdogan- y, en casos como el nuestro, eso significa aferrarse a la defensa del orden constitucional.

«El propósito de Sánchez es el de concentrar en su mano los tres poderes, jibarizando al Legislativo e instrumentalizando el Judicial»

La crítica a la generalización de las calificaciones, a la asimilación inmediata entre las distintas variantes, es compatible con el análisis comparativo, lo cual a su vez requiere precisar la evaluación de cada uno de los citados procesos. En el caso español, no existe dificultad para percibir el tránsito de una evolución autoritaria de la democracia a una dictadura, en la medida que el propósito inequívoco de Pedro Sánchez es el de concentrar en su mano los tres poderes, jibarizando al Legislativo e instrumentalizando el Judicial (con el pequeño inconveniente que sus socios le dejan vulnerar la Constitución, no gobernar). Pero desde que ha sufrido la amenaza de las investigaciones sobre corrupción, ha dado un paso más, y por el propio mantenimiento de su poder, trata de imponerse a la autonomía judicial y de la prensa, estableciendo un sistema de poder propio, no regido por la ley, sino por su decisionismo, por su red de intereses.

Es lo que denomino un régimen de corrupción, gansteril, obviamente no porque se dedique a asaltar bancos, ordenar crímenes ni a practicar el narcotráfico, sino porque reproduce la lógica de las grandes organizaciones gansteriles del siglo XX, al poner en pie un sistema de poder propio. Actúa este bajo los dictados y los intereses de su jefe, que se sobreponen a las instituciones legales, alterando y destruyendo su funcionamiento, tal y como lo regula su normativa en el marco de la Constitución. Diría que es preciso ser ciego para no verlo, cuando el fiscal general del Estado es su fiscal general del Estado, el Tribunal Constitucional (con su mayoría “progresista”) no duda en seguir el mismo camino, ambos como peones movidos desde arriba, si hace falta para destruir cualquier iniciativa autónoma que perturbe al presidente, aunque proceda del Tribunal Supremo.

Al cometer recientemente un monumental error, exigiendo al juez Peinado declarar por escrito, aplicando la “inescindibilidad” entre su condición de presidente y la de ciudadano, Pedro Sánchez ignoraba lo que dice la ley, al no traducir la preferencia en privilegio. Expresaba, sin embargo, a las claras su objetivo, consistente en que el sistema judicial y el ordenamiento legal reconocieran la sumisión a él, al ser inescindible su condición de presidente del Ejecutivo y la autoasignada de cabeza de los mismos. Es lo que sigue pensando y poniendo en práctica.

El jefe de la trama gansteril necesita las instituciones, pero para que estas actúen a sus órdenes y según sus intereses. Son dos estructuras y dos niveles de poder superpuestos, donde el aparato estatal se mantiene como subordinado, envuelto por el gansteril, determinado por este en sus actuaciones. Una dependencia que se proyecta sobre todo, sobre el PSOE, sobre los medios ostentóreamente que hubiera dicho el finado Jesús Gil. Un tipo que conoce el sistema desde su interior, lo expresó de forma zafia y expresiva: «Todo depende del puto amo». Y ningún dictador clásico aceptaría presentarse bajo esa denominación.

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