Don erre que erre
«Es Errejón el que considera que la posición mantenida por el grupo político que redactó y aprobó la Ley de garantía integral de la libertad sexual vulnera la presunción de inocencia»

Ilustración: Alejandra Svriz
La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ¡Ay, Dios!
Pedro Navaja, matón de esquina,
Quien a hierro mata, a hierro termina.
No es extraño, desde luego, que el primer debate que suscitase la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual, tuviese que ver con sus penosas y devastadoras consecuencias en términos de excarcelación y reducción de condenas a violadores y abusadores sexuales. Pero sí lo es que haya habido tan poca discusión acerca de la cuestión del consentimiento en las relaciones sexuales y del posible desplazamiento de la carga de la prueba (es decir, que no tenga que ser la acusación la que pruebe la falta de consentimiento, sino la defensa la que demuestre que lo hubo), que constituye su contenido esencial. Y resulta aún más sorprendente que los únicos «progresistas» que polemizaron contra esa posible lesión de la presunción de inocencia atribuyeran entonces la responsabilidad de tal dislate… ¡al pensamiento liberal! Aludían para hacerlo al presunto «ideal de sujeto transparente» que estaría en la base de las teorías del contrato social.
Digo que es sorprendente, primero, porque no es precisamente en el ala liberal del espectro político donde se sitúan los defensores de ese nuevo fundamentalismo, y segundo y sobre todo porque el sujeto de derechos —el ciudadano moderno— no pretende ser transparente. Al contrario, se caracteriza por su opacidad, es decir, porque su identidad (incluida la sexual), siempre privada, es invisible en el espacio público, en donde sólo es un igual ante la ley. Y es eso precisamente lo que a los promotores de esa norma les parece insoportable, ya que hacen toda clase de esfuerzos para identificarle sexual, étnica, económica, lingüística e ideológicamente. Algo que no tiene nada de liberal, y que es la razón de que el consentimiento como ideal regulador del contrato civil y como acto jurídico vaya quedando desdibujado. Para colmo de sorpresas, en aquellas polémicas, los «progresistas» contraponían al modelo ilustrado del contrato social la doctrina foucaultiana de la sexualidad como instrumento de control social, que es justamente la doctrina en nombre de la cual se ha elaborado el discurso woke que hoy hace bandera de ese integrismo.
«Es de esperar que, en lo sucesivo, para ser coherente con su cambio de opinión, Errejón dedique sus esfuerzos a intentar cambiar esa ley para que ningún otro acusado pueda ser víctima de un ‘linchamiento’ como el que, según él, se está cometiendo en este caso»
Era una cuestión de tiempo que las consecuencias —o más bien inconsecuencias— de este tipo de iniciativas legislativas, menos escandalosas que las rebajas de penas, pero no menos importantes jurídicamente, salieran a la luz. Pero nadie podía prever que lo harían de una forma a la vez tan trivial y tan palmaria como ha ocurrido con el denominado «caso Errejón». Un caso que, aunque caracterizado por la puerilidad de los relatos, la debilidad argumental de las razones y el ambiente de farsa, puede considerarse como un prototipo en miniatura de las inconsistencias que por estos derroteros legales se pueden alcanzar cuando se trata de hechos de mayor seriedad y gravedad. Omito, por tanto, los vergonzosos y aburridos detalles del encuentro entre el denunciado y la denunciante, así como la afirmación de Errejón según la cual las personas normales no hablan utilizando consignas, porque en todo caso dice muy poco a favor de su propia normalidad, que ya ha sido suficientemente cuestionada en la exhibición pública de los hechos de esta causa. Así que voy directamente a lo más interesante de lo explícitamente manifestado por él ante el juez, porque tengo la impresión de que ha pasado incomprensiblemente desapercibido.
En un momento decisivo de su declaración ante el tribunal el día 20 de enero de los corrientes, el juez pregunta al exdiputado por los motivos de su dimisión de todos sus cargos públicos, puesto que muchos de quienes leyeron su carta de renuncia vieron en ella una excusatio non petita que llevaba implícita una confesión de culpabilidad, aunque fuese una culpabilidad compartida con el neoliberalismo. La explicación del acusado no tiene desperdicio: «Yo militaba en un espacio político que tiene a gala defender que cualquier testimonio [léase: cualquier testimonio de una mujer que acusa a un varón de agresión sexual], aunque sea anónimo, aunque sea en redes, es plena y directamente válido… Yo no puedo ser portavoz de un espacio así y a la vez defender mi inocencia, luego yo tengo que dar un paso atrás».
No se puede decir más claro: afirma el declarante que la tesis de que cualquier testimonio (sean cuales sean sus modos y medios) de una mujer que acusa a un varón de agresión sexual es plena y directamente válido, precisamente esa tesis, que es el núcleo de la citada ley, es incompatible con la presunción de inocencia. Y lo es para él hasta tal punto que le es preciso «dar un paso atrás» (o sea, abjurar de semejante tesis) para que, como acusado, pueda defender su inocencia. Note el lector que no es el autor de este artículo —que no es ni jurista ni de reconocido prestigio—, sino el hasta hace poco miembro del poder legislativo Íñigo Errejón, el que ha considerado que la posición mantenida por el grupo político que redactó y aprobó la Ley de garantía integral de la libertad sexual vulnera la presunción de inocencia.
Como acabo de recordar, el juez le preguntó si, como algunos dedujeron de su carta de dimisión, la «retirada» de Errejón equivalía a un reconocimiento de los cargos que se le imputan, y si había sido a causa de esa incoherencia con su «espacio político» por lo que había tenido que abandonarlo. Pero el imputado corrigió a su Señoría: fue, según él, exactamente por coherencia política por lo que tuvo que abandonar, no sólo sus cargos públicos, sino sobre todo la tesis que en función de ellos se veía obligado a sostener, porque si seguía defendiéndola resultaría inequívocamente culpable, es decir, su derecho a la presunción de inocencia habría desaparecido. Con una cierta impaciencia, el juez le fuerza a admitir que ha cambiado de opinión en este punto, obligado por la propia experiencia de las consecuencias de sus actos legislativos.
Lo cual sería digno de nota si no fuera, por una parte, porque los cambios de opinión en política están últimamente muy desprestigiados por su propia abundancia y, por otra, porque ese día ya era tarde para que ese cambio de opinión tuviera efectos jurídicos, porque la tesis en cuestión ya no es sólo una posición pública que tiene a gala defender un determinado «espacio político», sino que ahora (gracias, entre otros, a los esfuerzos del que fuera portavoz de Sumar en el Congreso) es ley. Es loable que Errejón manifieste su confianza en la justicia, pero el caso es que la tarea de los jueces es aplicar las leyes, no redactarlas ni reformarlas. Así que es de esperar que, en lo sucesivo e independientemente de cómo termine este proceso, para ser coherente con su cambio de opinión, el imputado dedique sus esfuerzos a intentar cambiar esa ley para que ningún otro acusado pueda ser víctima de un «linchamiento» como el que, según él y sus amigos afirman, se está cometiendo en este caso. Más que nada porque, si no lo hace, la destrucción de su presunción de inocencia será tan completa que, incluso aunque resulte absuelto del cargo de agresión sexual, podrá presumir de cualquier cosa menos de ser inocente del de agresión contra la presunción de inocencia. Y seguro que en esto no nos decepciona.