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Anna Grau

Mayorías en minoría

«Sánchez no está jugando a ganar votaciones en el Congreso, sino a ganar tiempo en la Moncloa y a asegurarse bloques de voto cautivo en las próximas elecciones»

Opinión
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Mayorías en minoría

Hemiciclo del Congreso de los Diputados.

Una persona, un voto… ¿y un Gobierno? ¿Seguro que todavía eso es así? Porque visto lo visto últimamente, ya no lo parece. Yo cada vez tengo menos la sensación de que mi voto valga lo mismo que el de cualquiera. ¿A usted no le pasa?

El sufragio universal parece cosa obvia, que cae por su propio peso. Pero ni ha sido siempre así, ni hay garantía de que lo siga siendo. Veamos. En España no se empieza a hablar de que la gente vote hasta las Cortes de Cádiz, cuya Constitución duró lo que dura un caramelo a las puertas de un colegio. De todos modos, el melón quedó abierto. España era entonces una olla a presión entre los que creían que el absolutismo era la patria -y el liberalismo una revolución extranjerizante- y los que creían que el pulmón de toda nación moderna está en un parlamentarismo que funcione y que, además, lo elija el pueblo. Los partidarios de una y otra cosa se estuvieron peleando y hasta matando, entre ellos y con Napoleón, y poco a poco se fue empedrando el camino hacia el sufragio masculino, primero activo, después censitario, finalmente universal.

Todos estos matices afectaban a la cantidad y hasta a la calidad de los hombres con derecho a votar: primero se les exigía saber leer y escribir y tener un determinado nivel de renta. Es decir, que no bastaba con ser hombre, que no valía cualquiera. Hubo que esperar hasta 1869 para que el derecho se hiciera extensivo a todos los españoles de sexo masculino, y hasta 1873 para rebajar la edad exigida a los 21 años. Eso ampliaba el censo electoral a unos 500.000 votantes, el 27% de la población de la época.

Con la Restauración hubo nuevas vacilaciones, nuevos intentos de retroceder a un sufragio censitario -que sólo pudieran votar caballeros solventes y de toda confianza-, pero el sufragio universal masculino queda plenamente consolidado allá por 1890. Todavía faltaban… todas las mujeres. Estas no entran en el bombo electoral hasta 1931, curiosamente con cierta antelación sobre países de nuestro entorno, y con la feroz oposición de la izquierda, que temía que las damas votaran en masa a la derecha por indicación del clero.

La liberal Clara Campoamor tuvo que batirse el cobre contra las Irenes Montero de la época. Pero poco dura la alegría en la casa del pobre. La guerra civil abre un paréntesis de cuarenta años donde no puede votar nadie. La Constitución de 1978 que algunos tan alegremente desprecian vuelve a poner las cosas en su sitio, que es donde están ahora: sufragio universal directo para todas las personas mayores de 18 años, de cualquier sexo, condición, nivel cultural o económico.

«El sistema bicameral que nos representa es un carajal donde minorías estratégicas ponen de rodillas a mayorías insuficientes»

Obviamente votar no te convierte en árbitro de tu destino ni del de tu país. Tú votas a unos señores que se sientan en unas cámaras presuntamente representativas y allí se toman las decisiones que afectan al resto de ciudadanos. El sistema electoral español está diseñado para favorecer a los grandes partidos nacionales y a los pequeños partidos periféricos, aka regionalistas o nacionalistas: cosas de la Transición.

Así hemos vivido largos años de bipartidismo más o menos aderezado o condimentado, modelo que de un tiempo a esta parte ha entrado en evidente crisis. El sistema bicameral que nos representa es un carajal donde minorías estratégicas ponen de rodillas a mayorías insuficientes y donde los lobbies hacen su agosto con un descaro comparable al de los manteros desparramando su mercancía en los andenes del metro de Barcelona, por los que cada vez es más difícil caminar, no digamos empujar un carrito de bebé.

Lo que ha pasado con el decreto ómnibus del Gobierno es sólo una reducción al absurdo de este estrangulamiento de la representatividad democrática del sistema. Inteligentes analistas se rascan la cabeza y se preguntan cómo se le pudo ocurrir a Pedro Sánchez presentar una cosa así a sabiendas de que la iba a perder. En mi humilde opinión, la respuesta es obvia: porque le importaba un rábano si se aprobaba o no. Si el decreto salía, vivas al Gobierno. Si no, qué malos son los que han votado en contra. Y allá que se las entiendan con los pensionistas chasqueados, con los sufridos usuarios del transporte público y con los damnificados de la dana que todavía esperen que les llegue alguna ayuda.

Meter en el mismo saco a todos estos colectivos, ya me perdonarán, pero creo que lo dice todo. Vamos por partes: el transporte público lo cogemos casi todos. Y más que lo haríamos si fuese más barato y si funcionase mejor. Ese sí es un interés bastante indiscutiblemente universal. Lo de la dana es menos universal, pero no menos indiscutible, considerada su excepcional gravedad. Yo no quiero vivir en un país donde se ayuda antes a la reconstrucción de Gaza que a la de Valencia.

«Sánchez sabe que la misma aritmética parlamentaria que le impide gobernar impide a sus socios dejarle caer»

Harina de otro costal son las pensiones. Como yo tengo la inmensa ventaja de haber dejado la política y no tener que ganar elecciones ahora mismo, puedo llamar por su nombre a cosas que los políticos en el mercado no se atreven. Puedo llamar dumping fiscal a lo que de verdad lo es, que no es otra cosa que el cupo vasco. Puedo decir que subir las pensiones como se están subiendo es tan bonito como disparatado en un contexto económico donde eso se financia subiendo lineal e inclementemente los impuestos a las pymes, a los autónomos y en general a las clases productivas pero atomizadas que no pueden votar en bloque, es decir: que no se pueden defender en una democracia cada vez menos universal, más de castas, como la que se nos está quedando.

Pedro Sánchez será lo que tú quieras, pero conoce el paño y conoce el oficio. Sabe que la misma aritmética parlamentaria que le impide gobernar decentemente impide a sus socios dejarle caer. Sabe por ejemplo que el «hoy no se amnistía, mañana sí» es un seguro de vida a todo riesgo. Mientras Puigdemont se achicharra esperando que le amnistíen, pasan dos cosas interesantes: que Sánchez no pierde el poder y, atención, que Salvador Illa, el socialista más prometedor no sólo de Cataluña, sino de toda España (tiempo al tiempo), se va haciendo con la ansiada posición de defensor del lobby catalán en Madrid. Y no sólo catalán.

Los neoconvergentes aspiran a lo mismo, es decir, a borrar 20 años de procés y volver tal cual al pujolismo. Crudo lo llevan con el de Waterloo pegando gritos y bombardeando, para hacerse valer, decretos de interés para la gente que paga impuestos y sube la persiana. Si a eso le sumamos el efecto explosivo de una pirámide generacional donde el voto de los pensionistas cuenta más que el de los asalariados, la tormenta perfecta está servida. El retorno a un sufragio censitario encubierto, también.

Ahora mismo no hay nada más jodido, con perdón, que ser una mayoría social políticamente infrarrepresentada. Algo sabemos los catalanes no independentistas de eso. El PP de Feijóo ganó las elecciones en España, pero no gobierna. Y no gobierna porque ahora mismo sólo podría hacerlo con Vox y todavía falta mucho para que eso se vea tan normal como, pongamos por caso, que el presidente de Estados Unidos sea Donald Trump. Otro día hablamos de eso.

Ahora me interesa llamar la atención del lector sobre el hecho de que Sánchez no está jugando a ganar votaciones en el Congreso, sino a ganar tiempo en la Moncloa y a asegurarse bloques de voto cautivo en las próximas elecciones. Metiendo en el mismo saco a pensionistas, usuarios del metro, afectados por la dana y vete tú a saber qué más, crea un laberinto de intereses contrapuestos y enredados, rompiendo los canales de representatividad ideológica y hasta lógica. Tú ya no sabes quién te defiende, si es que te defiende alguien. Sólo ves que los partidos políticos se bloquean entre sí, una y otra vez, y que al final, si sale algo, es por decreto, siempre de los mismos. ¿A qué minoría votarías entonces? Ya que parece que si estás en mayoría no eres nadie…

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