THE OBJECTIVE
Ignacio Gomá

Las guerras culturales ni se crean ni se destruyen

«El peligro de destruir la convivencia pacífica a gran escala es ya una realidad de enorme gravedad en el mundo»

Opinión
11 comentarios
Las guerras culturales ni se crean ni se destruyen

Ilustración de Alejandra Svriz.

Las guerras culturales ni se crean ni se destruyen: sólo se transforman. En concreto, alteran su tamaño, aumentando o disminuyendo según el clima político reinante. Cuanto más se moraliza el debate público y más se recurre a prácticas populistas, más se presta el ambiente para su florecimiento. 

Al fin hemos sabido que el movimiento woke no ha conseguido retener ninguno de sus propósitos: ni la hegemonía cultural soñada por Gramsci, ni la adopción del lenguaje inclusivo de forma generalizada, ni el silenciamiento de los opositores. Peor aún: no ha reducido un solo centímetro la injusta brecha económica y social sufrida por mujeres y minorías. Al contrario, ha contribuido indirectamente a ensancharla. 

Y es que lo que sí ha logrado el movimiento woke es un efecto imprevisto –para el movimiento; para nosotros, observadores externos, era bastante predecible desde hace tiempo–: la conversión del otro bando a la causa general contra el sentido común. Que nadie se llame a engaño: la «revolución del sentido común» que anunció Trump en su sesión de investidura demostrará una vez más el inmortal aforismo de Oscar Wilde: que el sentido común es el menos común de los sentidos. 

No se ajustarán ni equilibrarán las cosas. De dicha revolución simplemente podemos esperar que los nuevos grupos hegemónicos usen las armas del enemigo para volcarlas sobre él y que un revanchismo radical avive el odio y la fractura social ya existente en el país. Después, como un deportado más, ese mismo cainismo cruzará el Atlántico y arribará a nuestras costas. Elon Musk se encargará personalmente de facilitarles todos los medios para el desembarco. Por lo pronto, en los últimos meses ya se ha ocupado de denigrar al primer ministro británico y auspiciar a sus cachorros Javier Milei y Giorgia Meloni, así como a la ultraderecha alemana en vísperas de las elecciones.

Es cierto que durante mucho tiempo el nuevo puritanismo woke ha arrastrado a la gente común al hartazgo. Demasiadas reglas incomprensibles para el adulto ocupado: desde la obligación de disculparse por el colonialismo y el privilegio blanco hasta el uso de listas interminables de pronombres y los castigos ejemplarizantes a los disidentes. Llevaban una buena ventaja en la batalla cultural y no parecían sujetarse a límite alguno: Meta se puso a moderar a los incorrectos, Disney financió la educación en el nuevo dogma, las «cancelaciones» en los campus hundieron la vida a algunos famosos y otros tantos despistados y, en fin, la ideología se propagó.

Pero se acabó: la vuelta de Trump vino acompañada de su abrupto final. Zuckerberg se apresuró a disculparse por haber ejercido de «árbitro de la verdad», Disney anunció una vuelta a las raíces y las plataformas tecnológicas se plegaron ante un Trump que condenaba al wokismo a una larga travesía por el desierto. Selena Gómez ha sido la primera víctima de la nueva «cultura de la cancelación» antiwoke: tras publicar un vídeo llorando a moco tendido por la deportación de los mexicanos firmada por el nuevo presidente, la turba se ha echado sobre ella para criticar su infantil hipocresía. 

En este vaivén de hegemonías opresoras, retóricas vacías y perversos espectáculos, la cuestión de fondo emerge con un cariz imposible de eludir por más tiempo: nadie en Occidente saca provecho de estas batallas absurdas salvo pasajeramente. En cambio, se ofrece una coartada estupenda para que los demagogos prosperen en aguas revueltas y el bien común se resienta en el largo plazo. La cuestión capital no es, pues, la cancelación de unos y otros o las guerras culturales en uno u otro sentido  –siendo éstas muy serias–, sino el hecho de que grupos pequeños y extremistas están consiguiendo arrastrar a la sociedad hacia el conflicto y la división. El peligro de destruir la convivencia pacífica a gran escala es ya una realidad de enorme gravedad en el mundo. 

Como ha señalado Federico Rampini en El suicidio occidental: el error de revisar nuestra historia y cancelar nuestros valores, llevamos 100 años elucubrando sobre el fin de nuestra civilización, desde la publicación del clásico de Spengler. La novedad ahora es que estamos contribuyendo a nuestra propia autodestrucción. 

Así, mientras las autocracias del mundo contemplan con sumo deleite este espectáculo incomprensible de autodestrucción consentida, las élites de Occidente se descubren incapaces de comprender que las verdaderas batallas que librar no son éstas. Trump parece haber entendido algo de esto, pero sus métodos le incapacitan para disputar el liderazgo con la necesaria estabilidad interna que la geopolítica exige.

Tal vez las guerras culturales sean, en efecto, como la energía y nunca se destruyan del todo. Pero nos destruyen a nosotros y a nuestro futuro.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D