Gentuza
«Pedro Sánchez es el agujero negro de nuestra política. Una anomalía capaz de distorsionar las leyes y reglas más fundamentales»
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Ilustración de Alejandra Svriz.
Lo advertía en un artículo Álvaro Nieto, director de THE OBJECTIVE: las esperanzas de que Pedro Sánchez pueda adelantar las elecciones generales son infundadas. Las explicaciones esgrimidas por Álvaro me parecen bastante acertadas, aunque su sentido de la prudencia le lleve a no descartar por completo la posibilidad de un adelanto electoral. Con Sánchez nunca se sabe.
Sin embargo, el simple hecho de que a estas alturas tengamos que estar haciendo cábalas sobre la continuidad de un granuja, tan hundido en el fango de la corrupción que la mierda le roza la comisura de los labios, debería darnos la medida de lo desesperada que es nuestra situación.
Hace siete años que este bribón, investido presidente por la gracia de la aritmética más ruin desde el regresó de la democracia, tendría que estar dimitido o de patitas en la calle con la marca de la bota de la dignidad democrática estampada en su trasero. Exactamente, desde que se demostró que su tesis doctoral tenía partes plagiadas. Eso, exactamente eso es lo que habría sucedido en cualquier país democrático.
Con el torrente de excesos, abusos y corrupciones que padecemos, poner el punto de mira en el plagio constatado hace siete años puede parecer una boutade. Pero no lo es. El mes de septiembre de 2018 quedará para la historia como el punto de inflexión. El momento exacto en el que debimos haber comprendido que todo lo malo que pudiera pasar, pasaría. Que, a partir de ese momento, no habría canallada, mentira, abuso de poder y atentado democrático que resultara inverosímil. En definitiva, que con Sánchez lo peor siempre sería cierto. Y añado un aviso a navegantes. Cuidado con descontar que tarde o temprano las elecciones generales se celebrarán y el impostor será destronado. Tampoco de eso podemos estar ya seguros, porque Sánchez es el agujero negro de nuestra política. Una anomalía capaz de distorsionar las leyes y reglas más fundamentales.
En nuestra vida particular, tal vez una mentira, un engaño, incluso un pequeño delito, aunque nos irrite, nos parezca irrelevante o incluso, según las circunstancias, tendamos a ser compasivos con el trasgresor. En una sociedad tan dependiente como la española, donde el favor, el enchufe y el amiguismo son claves para la subsistencia, la picaresca se asume con discreta benignidad, pues el que este libre de pecado que arroje la primera piedra.
«La tesis del impostado doctor y, en adelante, impostado presidente, contenía entre un 13% y 21% de copia sin citar»
Lamentablemente, esta tolerancia hacia las propias actitudes la proyectamos hacia la política, cometiendo el gravísimo error de no dar importancia a lo que consideramos mentiras contingentes. Al fin y al cabo, la práctica política goza de pésima fama y, si esto no fuera suficiente, la ley de hierro de «los nuestros son los nuestros» remacha sin compasión cualquier clavo que sobresalga. Ocurre que, cuando se trata del Gobierno, ninguna mentira es contingente y ningún exceso, irrelevante. El más diminuto signo de deshonestidad, una pequeña mancha en la epidermis, es casi siempre síntoma de una amenaza subyacente, una enfermedad que se extiende en las entrañas.
Por eso era tan importante señalar que, una vez comprobamos por dos vías diferentes (Turnitin y PlagScan) que la tesis del impostado doctor y, consecuentemente en adelante, impostado presidente, contenía entre un 13% y 21% de copia sin citar, la dimisión debió producirse de inmediato (en muchos países el 5% de plagio sin atribución es motivo suficiente). Si no sucedió fue porque no le dimos importancia. Este conformismo dejó el terreno libre para que Sánchez, repartiera leyes y dineros, territorios y personas a mercaderes y canallas.
Dicen que la política es el arte de lo posible, pero cuando a ese supuesto arte de la posibilidad se incorpora con total normalidad la mentira, el abuso de poder y el robo, lo que tenemos es un pasteleo a merced de la gentuza. Una cosa pública de golfos, de buitres que se disputan los despojos.
Si quieres seguir abusando del Falcon, porque desplazarte a ras de suelo, como la plebe, te resulta degradante, dame la gestión de la Seguridad Social, pero no la ruina que acarrea. El pufo que lo paguen los españolazos con sus nóminas ridículas. Dame el palacete de París para lucir palmito en la ciudad de la luz y celebrar las bacanales de mi club de estupendísimos racistas. Dame la impunidad para que los golpes de Estado no sean delito, sino un privilegio a la altura de mi alcurnia identitaria. Dame la recaudación de los impuestos, pero no la deuda, que necesito engordar mi clientela. Dame el País Vasco para convertirlo en mi cortijo y regalar a mis hermanos de sangre un régimen aldeano-marxista que, claro está, controlaré yo. «Dame, dame, dame… si quieres seguir en la Moncloa, ¡plagiador hijo de puta!».
«Seguimos afeando al que proponga ideas distintas a las que han dominado la política española durante décadas»
Sé que este texto es inmoderado. Espero que me disculpen por no entender la moderación como una pose inasequible a las circunstancias. Para mí, la moderación es la actitud respetuosa, dialogante y constructiva con quien es de fiar. No patrimonio de un centrismo incoherente que más allá de gritar «¡alarma, alarma!» renuncia al compromiso y al debate, a proponer de frente y por derecho ideas distintas, porque sólo aspira a heredar.
La vacua moderación que algunos contraponen a toda esta canalla no va a mutar en audaz inteligencia sustituyendo publicistas por intelectuales (no sé cuáles). Suponiendo que tuviéramos alguno olvidado en el trastero, lo más probable es que, puesto en nómina, en vez de decir verdades como puños, se convirtiera a la religión de la moderación y cayera en el vicio de la adulación para conservar su puesto.
Seguimos sin propósito de enmienda, espantándonos por el regreso a la Casa Blanca del demonio de pelo anaranjado al que, por cierto, nosotros no votamos porque no podemos (son sus elecciones, no las nuestras), en vez de poner orden en casa; alardeando de una moderación que sólo se compromete a votar centrismo si es sinónimo de socialdemocracia; negando el pan y la sal al debate político; excluyendo a quién desafíe nuestros dogmas; afeando al que proponga ideas distintas a las que han dominado la política española durante décadas. Esas ideas que precisamente son las que han acabado alumbrado a un sinvergüenza al que demasiados detestan no por canalla, sino por hacer añicos la ensoñación de que formaban parte del juego, que podían aleccionar y tratar de tú a tú al despiadado poder que anida en la Moncloa.