La nueva inmortalidad
«Ni aun en el caso de que la ciencia lograra mantener sano a un organismo por los siglos de los siglos se podría hablar de que se ha vencido a la muerte»

Personas mayores. | Ilustración de Alejandra Svriz
Ante la avalancha de noticias sobre avances científicos y tecnológicos que los periódicos traen todos los días, se hace cada vez más evidente la falta de un pensamiento paralelo capaz de acompañar críticamente todo aquello que se descubre o se inventa y que pone en jaque muchas de nuestras ideas. Desde que la filosofía se plegó a los dictados de la ciencia y renunció, en palabras de Ortega, a la «pantonomía» o saber universal, el hombre se ha quedado sin pregunta a la respuesta que impone la técnica. Ahora, por ejemplo, se vuelve a hablar –es una utopía recurrente en el último siglo– de vencer al envejecimiento y la muerte e incluso de alcanzar por fin la plena inmortalidad. Pero a poco que uno repare en ello, se dará cuenta de que esos enunciados entrañan una inevitable aporía.
Se nos habla de «vencer el envejecimiento» pero nadie nos dice qué vamos a ganar con ello. ¿La eterna juventud? ¿Puede ser joven una conciencia que ha sufrido el paso de los años y a la que encima se le obliga a llevar un cuerpo que no se corresponde con su experiencia? Se nos asegura que vamos a disfrutar –ahora sí, por fin, esta vez de verdad– de la inmortalidad, confundiendo el concepto con algo que debería en realidad entenderse como «vida de duración indefinida». Porque ni siquiera en ese supuesto se podría hablar de una vida sin muerte. Ni aun en el hipotético caso de que la ciencia lograra mantener sano a un organismo por los siglos de los siglos se podría hablar de que se ha vencido a la muerte, puesto que un ser vivo se constituye como tal por el hecho de haber nacido y la consecuente fatalidad de que va a morir. La falacia de “vencer a la muerte” se pone de manifiesto si uno le opone la ilusión siniestra de “vencer al nacimiento”.
«Se nos habla de «vencer el envejecimiento» pero nadie nos dice qué vamos a ganar con ello. ¿La eterna juventud?»
Porque de eso, en el fondo, se trata. Bajo la operación de un mundo sin viejos ni enfermos, confinados todos en un parque temático de felicidad farmacológica y ortopédica, se esconde la distopía de una extensión mecánica de las funciones vitales, de una biología arrancada de la existencia, que es infinita precisamente porque está hecha de innumerables seres finitos que nunca dejan de componer aquel hexámetro de Lucrecio que unía el llanto del recién nacido con el planto por el difunto. Incluso el placer sexual, probablemente la experiencia más primigenia de vida, es expresión de nuestra provisionalidad. El llamado «transhumanismo» ha fracasado a la hora de ofrecer un pensamiento convincente con respecto a la posibilidad de una inmortalidad real, precisamente porque ha esquivado o disimulado todos estos extremos.
Quizá esta obsesión por la inmortalidad de los cuerpos sea una consecuencia lógica de una era –la modernidad– que se ha distinguido por un espectacular progreso científico que al mismo tiempo ha generado una inaudita claudicación ante la muerte. Como decía Malraux, somos la primera civilización capaz de llegar a la luna, pero incapaz de inventar nuestros templos y tumbas. Las fábricas de cadáveres que constituyeron los campos de exterminio en el siglo pasado no son sino una consecuencia de un eclipse imaginativo que clausuró el horizonte humano. Una vez enterrada el alma, no nos quedó más remedio que intentar la inmortalidad del cuerpo y soñar con un mundo de muertos vivientes que acabaran de una vez por todas con los enigmas y las preguntas.
En una reciente entrevista publicada en El Confidencial, el biólogo molecular Michael N. Hall, ha hablado de estas cuestiones. A su juicio, la inmortalidad va contra «las leyes de la física y de la química», pero si se llegara al extremo de que pudiéramos vivir muchos años perfectamente sanos, a su entender «tendríamos que implementar la manera de morir, programar una edad determinada a la que se muriera. Porque morir, tenemos que morir. Lo mejor sería que pudiéramos llegar sanos hasta la muerte y que se programara nuestra muerte, porque en algún momento tenemos que morir». ¿Y de verdad será mejor llegar sanos a una edad bíblica y tener que programar nuestra muerte? ¿Y por qué hay que identificar envejecimiento con enfermedad? ¿Acaso no hay viejos que mueren sanos? ¿No hay ahí una sospechosa transferencia entre muerte y aniquilación? Para referirse al exterminio, los nazis hablaban de Vernichtung, que es justamente eso, aniquilamiento. No solo había que matar a los judíos, sino borrar cualquier rastro suyo de la tierra, negarles el nacimiento, quitarles la posibilidad de ser pérdida.
La búsqueda de la inmortalidad es algo consustancial al ser humano, pero antes las distintas religiones intentaban captar con ella una dimensión que estaba fuera de nuestra temporalidad, un vislumbre de lo que no nos pertenece y que a la vez contiene la totalidad de la naturaleza. Todas las aventuras místicas, por ejemplo, tanto en Occidente como en Oriente, persiguen en el fondo algo muy parecido que consiste en trenzar nuestra finitud con un infinito inapresable por la razón. Cuando Estacio se encuentra con Virgilio en el purgatorio de Dante se echa a sus pies para abrazarlo, olvidando que los dos son ya espíritus y que ya no puede tratar a las sombras come cosa salda, como algo sólido. ¿Se puede concebir un homenaje más bello a lo perecedero?
En hebreo bíblico la palabra olam significa tanto «eterno», «perpetuo», «siempre» como «oculto». La eternidad era algo que permanecía para nosotros latente y que solo podíamos vislumbrar, intuir, sin ser conocedores de ella hasta el momento último, como la falena devorada por la llama de su instinto. De ahí que, en la Biblia, los verbos que significan «desparecer» u «ocultarse» compartan la misma raíz con olam, la eternidad. Necesitamos más que nunca la lengua de los muertos para sobrevivir. El actual y pobrísimo manejo del lenguaje delata más que nada nuestra indigencia moral y espiritual.
Como observó Malraux, los mortales solo podemos alcanzar una «inmortalidad fugitiva» a través de las metamorfosis del arte, que se distingue por «la presencia en la vida de aquello que debería pertenecer a la muerte». Esa inmortalidad está al alcance de cualquiera con tal de que renuncie a la idea grotesca y ridícula de querer perpetuar su ego criogenizado sin que se sepa muy bien con qué finalidad. La obsesión por durar, como la de poseer, es uno de los delirios más destructivos de nuestra especie, incompatible incluso con el concepto más nítido de salud, que debe su sentido a un armónico funcionamiento fisiológico que en sí mismo niega la perpetuidad.
En el siglo pasado, Elias Canetti emprendió una quijotesca, desmesurada, terca y emocionante logomaquia contra la muerte. Él también creyó que algún día sería posible vencerla, aunque en su caso, su empeño era indisociable de la experiencia de las guerras y los exterminios, de esa carnicería de la modernidad que él atribuía a una disminución imaginativa, a un abandono del mito y a un trato cada vez más servil con la muerte. Luchar contra la muerte suponía no acostumbrarse a ella, negarle su dominio, impedir que su condición de “nulidad” se apoderara de lo humano hasta convertirnos en seres superfluos, inconscientes de la existencia.
Pero incluso él mismo, muy al final de su vida, en un apunte de 1984, se preguntó: «Y si la muerte no existiera, ¿qué sustituiría el dolor de la pérdida? ¿Será esto lo único que habla en favor de la muerte: el que necesitemos este inmenso dolor, que sin él no seamos dignos de llamarnos hombres?» En esta nueva idea de inmortalidad se esconde, en cambio, otra variante del nihilismo, que después de haber desahuciado el más allá, se dispone a hacer lo propio con el más acá.