El dilema de nuestro tiempo
«Tan suicida es la parálisis europea como el caos trumpista de estas semanas, en las que ha intentado reescribir la realidad sin un guion, ni siquiera ideológico»

Ilustración Alejandra Svriz
Hace unas semanas, Elon Musk comparó la burocracia con las ataduras que sujetaban a Gulliver en Liliput. Cada una de estas trabas limita la libertad y asfixia el crecimiento. El resultado es una sociedad fragmentada, donde la herencia patrimonial y una regulación innecesaria agrandan cada vez más la distancia entre ganadores y perdedores. Es posible que sea así. Como en muchas patologías, hay un fondo de verdad en su origen; aunque también, una distorsión que desvirtúa esa misma verdad. Quiero decir que el propósito de las leyes no puede reducirse a un mero freno, sino que sobre todo deben ser el tejido que permite el correcto funcionamiento de una sociedad compleja. No cabe duda de que, sin reglas sobre calidad alimentaria, señalización vial o capital bancario, la vida sería más insegura. Incluso los libertarios más estrictos saben que, sin algún mecanismo razonable de redistribución, las desigualdades harían estallar el sistema. El gran dilema es cómo reducir la maraña burocrática sin desmantelar los cimientos del orden social.
Acerca de este dilema, The Economist ha publicado recientemente un brillante artículo. Se centra en el nuevo huracán mundial: de la motosierra de Milei en Argentina a la política de Narendra Modi en la India, pasando por el retorno de Donald Trump a Washington. La historia respalda este credo. Recordemos el impacto que, en los años 80, tuvo la desregulación promovida por Margaret Thatcher en la productividad del Reino Unido. O el crecimiento impulsado por las reformas llevadas a cabo en los países intervenidos del sur de Europa tras el crac de la deuda soberana, hace ahora tres lustros.
«El riesgo de cualquier moda es confundir la reforma con la demolición incontrolada»
En efecto, el mundo parece haberle declarado la guerra a la burocracia. Y es sencillo explicar el porqué. Las directivas se multiplican por doquier con un fervor barroco, encerrando el dinamismo empresarial en un laberinto de trámites que encarecen la vida, frenan la innovación y convierten el día a día en una pesadilla. Los profesores de secundaria se ven obligados a rellenar miles de documentos anualmente que roban tiempo a la preparación de las clases. Los agricultores o los pescadores necesitan pedir permiso para realizar sus labores más habituales. Por supuesto, el gran tema de nuestro tiempo es el acceso a la vivienda. Sin algún programa de construcción masiva, difícilmente se podrá responder a este reto que exige, antes que nada, liberalizar suelo y simplificar las angustiosas normativas urbanísticas.
El riesgo de cualquier moda es confundir la reforma con la demolición incontrolada. Suprimir las regulaciones innecesarias resulta fundamental, hacerlo de forma acelerada también; pero siempre desde un análisis previo que no comprometa el sistema, sino que lo mejore. En este sentido, tan suicida es la parálisis europea –que va perdiendo, una tras otra, todas sus batallas estratégicas– como el caos trumpista de estas primeras semanas, en las que ha intentado reescribir la realidad sin un guion claro, ni siquiera ideológico.
Cualquier futuro gobierno en España necesitará un ministerio dedicado exclusivamente a simplificar la maraña regulatoria. Tendrá que ser exigente y valeroso, capaz de ignorar tanto los intereses de las élites como los de las masas extractivas. La aceleración económica que provocaría cualquier oleada de libertad parece indudable. La historia de la civilización no es sino el despliegue de la libertad frente a sus enemigos. El instinto de protegerse ante los excesos de la burocracia (no pensemos ahora en sus buenas intenciones, al igual que en sus efectos) ha inspirado las mejores iniciativas políticas de estas últimas décadas. Pero, sin una inteligencia quirúrgica, este instinto puede convertirse en su propia ruina.