Lo que le dije a un nazi antes de que me agrediese
«Tiempos contradictorios: un nazi va a misa, un nacionalista catalán cree que su egoísmo fiscal es de izquierdas y Sánchez canta ‘La Internacional’ y habla en Davos»

Imagen de una agrupación neonazi. | Redes
No deben quedar ya muchos nazis, por más que la izquierda los vea por todas partes. Hay una carestía tal de nazis por parte del Gobierno, que no sería de extrañar que acaben desenterrando a los de la Legión Cóndor o la División Azul una vez den por amortizada la exhumación de Franco. La necesidad de la progresía de encontrar nazis les lleva, desesperados, a buscarlos en un libertario como Musk, o en Vox, Alvise o donde sea. Y quizás lo más parecido a un nacionalismo supremacista y xenófobo, curiosamente, lo tengan delante entre sus socios catalanes y vascos.
Pero el caso es que algún nazi queda, superviviente de la cultura skinhead de finales del siglo pasado. Y el otro día me topé con uno, identificado con un parche del «sol negro», una especie de cruz gamada con muchos brazos. El símbolo está de actualidad: lo llevaba en el chaleco el tirador de Nueva Zelanda en 2019. Y en el codo, el joven que intentó disparar a Cristina Kirchner en 2022. Y lo llevan por todas partes las tropas ultranacionalistas ucranianas que Occidente lleva años armando (hasta que Trump se ha cansado). Pero lo que más me llamó la atención es que el neonazi en cuestión llevaba también ¡simbología cristiana!
Me acerqué a preguntarle por el «sol negro» y el resto de parafernalia. Luego me enteré que esto le pareció fatal: ¿quién era yo para preguntarle por lo que lleva o deja de llevar? Esta es la lógica de los liberalios pijos o de la progresía feminista (que en el fondo no dejan de ser hermanitos los tres, hijos tontos de la Modernidad). Me refiero a esos que llevan ropa de marca con logos gigantes pero fingen humildad haciéndose los sorprendidos si les dices que te has fijado. O a las que afirman tener derecho a sacarse las tetas donde quieran cuando lo deseen, sin que nadie les diga nada (ni negativo, ni mucho menos positivo). La realidad es que aquello que exhibimos, especialmente a contracorriente de la norma social, es un grito de atención que suplica alguna reacción, aunque luego la rechacemos.
El neonazi me habló del «sol negro» y que ahora lo llevaba mucha gente, porque había países en que otra simbología nazi más evidente era ilegal. Me puso el ejemplo de Ucrania, pero no le gustaba mucho porque en aquel país hay quien lleva un parche del «sol negro» junto con uno de la estrella de David y otro del arcoíris LGTB. Es cierto que es una guerra curiosa la de Ucrania, que ha reunido en sus filas a los mencionados ultras, con oligarcas de doble nacionalidad israelí y con combatientes woke que creen que Putin es peor que Hitler.
Ahí le comenté que ese popurrí ucraniano no era ninguna aberración, aunque se lo parezca a él (y a medio mundo), sino una combinación de lo más coherente. «A ojos del cristianismo son todos iguales» -le dije- «Cristo valora solamente la lucha del corazón bueno contra el malo, le son igual de irrelevantes las feministas que en vez del corazón miran la lucha de penes contra vulvas, los oligarcas que miran el bolsillo lleno contra el vacío, o los nazis que miran la lucha de la sangre pura contra la sucia». Todas las herejías de nuestro mundo son muy distintas y a la vez muy parecidas.
«El principal grupo neonazi en España, Núcleo Nacional, juega al despiste añadiendo una cruz a su logotipo inspirado en las runas nórdicas»
El neonazi comenzó a poner malas caras. Disgustado por mi mención del cristianismo, dijo que él se había hecho católico y que estaba yendo a misa. A esto le pregunté si no creía que eran incompatibles el nazismo y el cristianismo. A muchos le puede parecer evidente que sí, por ejemplo al policía que me tomó la denuncia después del incidente: «¡¿Pero cómo iba a ser neonazi y cristiano el muchacho?!, ¿qué va, a la Semana Santa y luego a una manifestación negacionista del Holocausto?». Pero el hecho es que el nazismo, en su día, apeló a los cristianos de Alemania y Europa y muchos de ellos, engañados, siguieron a Hitler. Especialmente los protestantes, que carecían de una autoridad central que los pastorease (como hizo el Papa con los católicos, advirtiéndoles en dos encíclicas de los errores del fascismo y del nazismo como error en su totalidad).
Aún a día de hoy el principal grupo neonazi en España, Núcleo Nacional, juega al despiste añadiendo una cruz a su logotipo inspirado en las runas nórdicas. Toda esta simbología neo-pagana, como el «sol negro», la crearon los nazis precisamente para sustituir a la civilización cristiana -le comenté al neonazi-. Cada vez más molesto, me lo negó: «Los nazis no persiguieron a los cristianos».
Tuve que hablarle de cómo en los colegios se retiró la cruz para poner la cruz gamada y se cambiaron las Biblias por el Mein Kampf, le hablé de los barracones reservados para el clero en campos de concentración, de los santos que el nazismo sacrificó (como Maximilian Kolbe mártir de Auschwitz), de la erradicación de toda huella del cristianismo que para después de la guerra planificaron jerarcas como Himmler o Rosenberg, de la profunda incompatibilidad de la doctrina católica con el nacionalismo étnico o con el antisemitismo racial (que escupe en María, madre de Cristo, como recordaba Léon Bloy). Llegados a este punto de la conversación, en ocasiones me respondía y en ocasiones no, girando el rostro hacia otro lado o fingiendo que no me había oído.
Vivimos tiempos contradictorios, en que un nazi va a misa, un nacionalista catalán dice que su egoísmo fiscal es de izquierdas, Pedro Sánchez canta La Internacional, puño en alto y luego se va a confraternizar con los multimillonarios del Foro Davos o Santiago Abascal habla de soberanía española desde Washington o Tel Aviv. Y la verdad es que no es más raro un nazi-cristiano que un progre-socialista que se cree que tiene algo que ver la lucha de clases con la lucha de identidades, sexos, especies animales y grupos étnicos. Ni es más raro que un liberal-conservador, que piensa que hay alguna compatibilidad entre condenar el aborto y aprobar la gestación subrogada, o que es posible rechazar el libre tráfico de personas sin restringir el libre tránsito de capitales.
«El neonazi se había sentido ofendido (el ofendidismo es algo que une al progre, el liberalio y el facha) por mis comentarios»
El caso es que un rato después de mi charla con el neonazi, estando yo hablando con unos amigos, vino siguiéndome por detrás y me lanzó un golpe sin que yo pudiese verlo ni defenderme, marchándose inmediatamente después sin darme capacidad de reacción. También se interpusieron mis amigos para evitar tragedias mayores. Luego me llegó la información de que el neonazi se había sentido ofendido (el ofendidismo es también algo que une al progre, el liberalio y el facha) por mis comentarios, y porque no me habría despedido de él con la debida atención tras la conversación (en la que él me torcía el gesto constantemente).
Cuando describí estos hechos para la denuncia, el policía me recriminaba: «Caballero, es que con un neonazi no hay nada que hablar, ¿cómo se le ocurre?». Yo le decía que ser cristiano implica, ante todo, creer en el derecho de todos de ser amados y en su capacidad para arrepentirse, cambiar y ser merecedores de perdón. Al policía esto no le cuadraba; si le cuadrase igual nunca se hubiese hecho policía. Unos días después de denunciado, el neonazi me hace llegar una disculpa. Ahora tendré que pelearme con el Estado para que entierren la denuncia, porque me basta con ese perdón, pero a ver cómo se lo explico al funcionario o al juez de turno, que quizás tampoco trabajarían donde trabajan si estuviesen abiertos a entender esas cosas.
Decía el neonazi que «le pilló todo con el cable cruzado», porque «llevo días jodido por el curro», va a cerrar su pequeño negocio de barrio «porque me han subido mucho los costes» y es un padre de familia que no sabe ni dónde meterse. «Lo siento, porque justo te cruzaste tú, malinterpreté tus palabras y lo pagué contigo». Leyendo esto me di cuenta de dos cosas. La primera, que su simbología cristiana había acabado venciendo sobre su «sol negro». No se puede servir a dos señores, especialmente cuando uno es tan inmensamente superior al otro. Ábrele una rendija a Dios y lo desbordará todo: Dios, a diferencia del policía, quiere acoger a los nazis. Y también a los progres y hasta a los liberalios.
La segunda cosa que pensé que es que este tipo no era «un neonazi». Era muchas otras cosas antes: era un autónomo, un padre de familia, un precario. Una víctima del sistema y no un aterrador monstruo, por más que el policía y medio mundo lo pinte así, por más que él mismo quiera pintarse así, con sus parches de calaveras y rayos.
¿Cuántos estarán en esta situación?, me pregunté. ¿Cuántos de esos trabajadores, votantes y ciudadanos que son señalados como fachas, reaccionarios y ultraderechistas, no serán simplemente currelas hartitos de que el PSOE les ponga impuestos hasta en el salario mínimo mientras les sermonea con que deben contaminar menos? O que les retrase la edad de jubilación mientras les pide acoger más inmigrantes en su barrio porque los españoles no trabajan. O que ponga a sus hijos en la situación de paro juvenil más grave de Europa mientras les cuenta que el problema de la chavalería es que no pueden escoger su identidad de género. Y por todo esto, ¿quién les va a pedir perdón a los neonazis?