Vance y el enemigo interior de Europa
«No somos instrumentos de las ambiciones políticas de otros, tenemos ciertos derechos y el Estado se extralimita en sus funciones. Todo eso lo hemos olvidado»

El vicepresidente de Estados Unidos J.D. Vance, durante su intervención en la Conferencia de Seguridad de Múnich. | Leah Millis (Reuters)
«Gracias. Espero que no sea el último aplauso que me den, pero…». Cuando J.D. Vance pronunciaba estas palabras, que seguían a una generosa mención a la ciudad de Múnich y a sus gentes, la audiencia sabía que lo que le quedaba por escuchar no iba a ser igual de amable.
El vicepresidente de los Estados Unidos se había subido al atril de la Conferencia de Seguridad de Múnich para pronunciar un discurso cuyos ecos, como los de la explosión de una vieja estrella en el firmamento, van a resonar durante mucho tiempo.
Vance comenzó mencionando la sonrojante entrega de Ucrania a Rusia. Donald Trump ha ido mucho más lejos que Chamberlain. El primer ministro británico entendió el apaciguamiento como inacción. Aquí nos encontramos con un apaciguamiento activo, en el que se corre, a una velocidad inusitada en la historia de la diplomacia, a entregar una paz sin más contrapartida que dejar de pagar la defensa de un país soberano. De no creer.
¿Cómo no comenzar su discurso con una mención a todo ello? Pero lo trajo a colación para poder sacarlo de inmediato del discurso, y poder hablar de lo que en realidad le interesaba. Europa se enfrenta a un poderoso enemigo. Un enemigo que no es Rusia, ese país económicamente más pequeño que Italia, sino otro mucho más poderoso: la propia Europa.
Vance blasonó los valores comunes a América y Europa, con un «nosotros» tembloroso, como el de un novio que ve que su pareja está a punto de dejarle. Esos valores son los de la democracia y la libertad, y el respeto a una tradición intelectual (y sí, religiosa), común. Pero estos se encuentran en entredicho.
«Si no atamos en corto al poder de la suma de votos, podemos encontrarnos con un Estado que arrase con nuestros derechos»
Cuando Vance habla de «democracia» se refiere a lo que en su país se entiende por ello: una democracia, sí, pero tamizada, corregida, limitada por una Constitución que reconoce las libertades de los ciudadanos. Una república, vaya. Aquí estamos temblando ante la presencia de «democracias iliberales», cuando el mismo principio de la democracia, el poder de la mayoría, es esencialmente iliberal. Si no atamos en corto al poder de la suma de votos, podemos encontrarnos con un Estado que arrase con nuestros derechos.
Europa ha entendido la lucha contra las «democracias iliberales» anulando los resultados de una elección. El hecho es de por sí sorprendente, pero el motivo es causa de mayor asombro: un ejército de vídeos tontos en TikTok habrían torcido la voluntad de los rumanos. Al parecer son tan débiles como para dejarse llevar por una red social, y por eso les quitamos el derecho a elegir. Lo hacemos, claro, porque desde los valores europeos ya hemos elegido qué es lo mejor para el pueblo rumano. ¿Qué tiene ese planteamiento de democrático?
Desde las instituciones europeas se mira con suspicacia a una parte importante, y creciente, de la sociedad europea. La cosa no se queda ahí, claro. Quien puede lo más, puede lo menos, y si podemos decidir que una elección en Rumanía, ¡o en Alemania!, no puede aceptarse, también podemos decidir qué discursos son asumibles y cuáles no.
Vance observa la ironía histórica de que desde Europa lleguemos a contemplar nuestra victoria sobre el comunismo tras la Guerra Fría, para que nosotros acabemos adoptando algunas de las políticas que hicieron del bloque soviético una realidad despreciable. No es de extrañar que, cuando se cumplieron dos décadas del desplome del bloque soviético, un artículo del diario Pravda dijera: «Veinte años después de la caída del Muro de Berlín, la Unión Europea es hoy una reencarnación de la Unión Soviética». Entiendo el consuelo del articulista, aunque sea una exageración.
«Los ciudadanos asistimos inermes ante un poder que crece sin medida, y contra el que apenas podemos hacer nada»
Hemos creado una organización burocrática que se ha autodesignado como representante de los europeos, pero que no tiene nada de democrática. Toleramos, en parte porque no tenemos más remedio, que nos organice la vida pese a que no tenemos un control sobre ella, siquiera con el voto. Como respuesta a ese ogro burocrático ha emergido un nuevo nacionalismo en la derecha que revive lo peor de esa inveterada tradición política.
Los ciudadanos asistimos inermes ante un poder que crece sin medida, y contra el que apenas podemos hacer nada. En este contexto, hablar de libertades individuales, del derecho a expresarse libremente, a ser como siempre hemos sido, o a identificarnos con el pueblo o el país de nuestros padres y abuelos se ha convertido en un acto de rebeldía.
Este sopapo a los líderes europeos no nos debe llevar a hacer revisionismo histórico. No se trata de tirarnos los trastos a la cabeza: la esclavitud en los Estados Unidos en el siglo XIX o el comunismo y el fascismo en Europa en el XX. Se trata de reconocer que en algún momento tropezamos con unas ideas, formadas larga y penosamente dentro de una tradición europea de pensamiento, que concluyó que las personas tenemos un valor único, que no somos instrumentos de las ambiciones políticas de otros, que tenemos ciertos derechos que nos pertenecen como seres racionales y sociales que somos, y que el Estado se extralimita en sus funciones, que son pocas aunque importantes. Todo eso lo hemos olvidado. O, más bien, algunos lo han olvidado. Quienes lo han hecho son el enemigo interior de Europa.