The Objective
Juan de Ávila González

Lo que nos jugamos con el 'piquito' de Rubiales

«La separación de Iglesia y Estado ha terminado convirtiendo al Estado en Iglesia. Aspira a dictar qué está bien y qué está mal y a legislar en consecuencia»

Opinión
Lo que nos jugamos con el ‘piquito’ de Rubiales

Imagen del momento del 'piquito' de Luis Rubiales a Jenni Hermoso. | Europa Press

Si el juez del caso Rubiales sólo hubiera tenido que decidir si el más famoso beso del fútbol español es o no es delito, ni los medios ni el público lo hubiesen seguido con tanta atención. Lo que realmente se ventilaba en este drama es si fue moral o inmoral. Y este es el gravísimo problema de esta posmodernidad que nos hemos dado: que identifica lo legal con el bien. O dicho de otro modo: que el Estado ya no legisla de acuerdo a una moral consuetudinaria, social, común, sino que de la ley emana la moral a la que todos debemos atenernos.

El comportamiento de Rubiales en la final del Mundial de Australia fue exactamente el que cabía esperar del sujeto: inapropiado, soez, estúpido. Tal vez sorprendió a quien no seguía las cosas del fútbol, pero no a los que conocíamos su conducta y sus escándalos, que pudo orillar gracias al apoyo indisimulado del Gobierno socialista. Apoyo que solo perdió cuando el histórico piquito se convirtió en tsunami mediático mundial. Como una ola, su amor llegó a nosotros.

En tiempos más dignos, los aspavientos y magreos de Rubiales hubieran sido motivo más que suficiente para su dimisión o cese inmediatos. El individuo estaba allí representando a España, junto a la reina y la infanta, como dirigente de una institución con el título de Real en un acontecimiento de alcance internacional. Es una discusión interesante si el honor ha dejado de ser una virtud porque el deshonor no es delito o si sucede a la inversa: que el deshonor no se tipifica porque no se considera que haya nada virtuoso en desempeñarse honorablemente. Lo único que importa ya es si algo es legal o ilegal.

Rubiales tuvo que dimitir, sí, pero solo cuando la acusación de agresión sexual (léanlo otra vez: agresión sexual) se convirtió en una demanda judicial. Solo entonces se desvanecieron los apoyos políticos. Ocurrió lo que cabía esperar: el caso del piquito pasó a convertirse en una causa general contra el machismo. Mientras que el deshonor es una falta personal, los pecados mortales de nuestro tiempo son sociales. El machista lo es por la influencia decisiva del ambiente, de la cultura, de la historia. Rubiales es un vehículo del patriarcado.

No está lejos el momento en que un acusado de delito sexual utilice la antropología progresista como estrategia de defensa. Parafraseando a Don Mendo (y que me perdone Muñoz Seca):

¡Calmado

escúchame, magistrado,

porque no fui yo… no fui!

Fue el maldito patriarcado

que se apoderó de mí

En realidad, algo así dijo Íñigo Errejón en su ya legendaria carta de descargo y dimisión tras la acusación de Elisa Mouliaá. El progresismo, en su vertiente feminista, elimina la responsabilidad personal y convierte en víctima, incluso, al agresor. Víctima de una educación deficiente, de un capitalismo desalmado, de insidiosas fuerzas históricas.

A estos males de origen cultural se opondría la fuerza del Estado, soberano político y jurídico que tiene a su disposición herramientas educativas y, sobre todo, coercitivas. Dado que la moral comunitaria es el fruto podrido de brutales corrientes históricas favorecidas por poderes ilegítimos, del Estado deberá emanar una nueva moral a través de las leyes y la jurisprudencia. Por eso es tan importante para el progresismo hegemónico no solo que se apruebe la legislación adecuada, sino que los jueces condenen a quien deben condenar. El Poder Judicial es parte esencial del Estado y, por tanto, una glándula de segregación moral.

En cambio, el honor no puede ser una función del Código Penal ni de la Constitución; no es opuesto, pero sí externo a la legalidad. No me comporto con honor simplemente porque no haya cometido ningún delito. Por desgracia, esto es ya incomprensible. Hoy se despacha el honor como algo privado: cada uno decide dónde se encuentra y todo criterio es válido. Se ha excluido de la moral comunitaria. Como consecuencia, el fiscal general del Estado, por poner un ejemplo, sigue en su puesto: porque si finalmente no es condenado en el proceso judicial, será absuelto de toda falta moral. Lo mismo ocurre con Pedro Sánchez: si no se encuentra delito en las actuaciones de su esposa, el piquito de Begoña Gómez (sus negocietes al calor del poder de su marido) no merecerá reproche moral alguno. ¿Honor? ¿Qué estamos, en el Medievo?

Lo cierto es que en el mundo medieval, como ha explicado Dalmacio Negro, el Derecho reflejaba una moral de origen divino que se manifestaba en las costumbres del pueblo. Esto suponía un límite al poder político, que no podía dictar la moral. Existía el peligro de la tiranía, pero no del totalitarismo. Hoy, en cambio, el Estado puede ocuparlo todo. Confiamos en nuestros checks and balances, pero la verdadera batalla se da en su capacidad para publicar en el BOE dónde reside el bien y dónde el mal. Es paradójico: la separación de Iglesia y Estado ha terminado convirtiendo al Estado en Iglesia. El soberano aspira a dictar qué es un hombre, qué es una mujer, qué está bien, qué está mal, y a legislar en consecuencia. Por eso las luchas por el poder van a ser cada vez más crudas. Porque está en juego todo.

Ya ven para lo que da un piquito.

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