Trump, Europa y la miopía de Occidente
«Cuanto más odioso el mensajero, más fácil es ignorarlo. Europa debe responder al mensaje de Trump con más hechos y menos aspavientos»

Imagen generada por IA. | Benito Arruñada
Algunas de las recientes decisiones de Donald Trump no sólo son inmorales sino erróneas, perjudiciales tanto para su país como para su propio interés personal. Al dar la razón a Putin respecto a su criminal invasión de Ucrania, Trump no sólo ha dado rienda suelta a sus deseos de venganza personal contra quienes, como Zelenski y buena parte del establishment europeo, apoyaron a Biden y Harris, sino que ha demostrado una dudosa sensatez. Incluso si las evaluamos con un estrecho criterio utilitarista y centrado en los intereses estadounidenses, es improbable que se demuestren acertadas.
La interpretación benigna es que, como en 1945, Estados Unidos opta por reducir el conflicto en Europa para centrarse en Asia o en América. Trump estaría así en una situación parecida a la del Conde Duque de Olivares en 1640, librando una guerra de desgaste y con amigos gorrones que se niegan a contribuir al esfuerzo común, debiendo optar entre dos frentes. Pero es dudoso que, al adular a Putin, resquebraje su alianza con China, que es la gran preocupación americana; o que logre contener sus aspiraciones imperiales respecto a sus vecinos europeos, que es lo que más debe preocuparnos. Tampoco es probable que consiga aplicar la doctrina Monroe y libere a Hispanoamérica de sus cadenas comunistas.
Ante las declaraciones de esta semana, en ausencia del improbable cambio de rumbo que aún esperan quienes prefieren verlas como un troleo, y a falta de que se concreten en hechos irreversibles, las dos grandes preguntas son si Trump aplicará a Taiwán la misma lógica que acaba de sugerir para Ucrania, o si, llegado el caso, Estados Unidos cumpliría o no sus obligaciones de defensa mutua en la OTAN.
«En esta crisis evadimos nuestra parte de culpa, empezando por lo hipócrita que resulta criticar el giro de Estados Unidos cuando casi toda Europa sigue consumiendo grandes cantidades de gas ruso»
Hoy por hoy, parece exagerado concluir, como acaba de hacer Fukuyama, que Trump haya cambiado de bando y esté dispuesto tanto a entregar Taiwán a China como a incumplir sus obligaciones en la OTAN. Sólo lo sabremos cuando haya hechos concretos; pero, más allá de las intenciones, son reveladores dos datos que definen las restricciones dentro de las que van a decidir no sólo Trump sino cualquier otro gobernante estadounidense en los próximos años.
Por un lado, en 2024, Estados Unidos pagó intereses por su deuda por valor de 1.124.000 millones de dólares, cifra que por primera vez desde 1934 fue superior a su gasto en defensa, que se elevó a 1.107.000 millones. Los Ferguson suelen tomar esta diferencia como un indicador de la decadencia de las naciones, desde los Habsburgos españoles al Reino Unido del último siglo. (Observemos de paso que España gasta casi el doble en intereses que en defensa, lo que dice mucho de nuestra vocación de servidumbre).
Por otro lado, la evolución más probable de ese desequilibrio estadounidense es aún más negativa. Pete Hegseth, el aguerrido ministro de Defensa de Trump, ha propuesto reducir el gasto militar un 34% mediante sucesivos recortes del 8% cada uno de los próximos cinco años.
Trump llegó al poder prometiendo, como Ronald Reagan, «alcanzar la paz a través de la fuerza»; pero es probable que no pueda cumplir esa promesa. Sean cuales sean los motivos de sus declaraciones sobre Ucrania y cómo se materialicen, sus decisiones tienen un trasfondo fiscal preocupante, y es ese trasfondo el que debiera hacernos reaccionar. Además, estos apuros fiscales de Estados Unidos no son muy diferentes de los de Europa; y, en contra de las apariencias, tampoco son del todo diferentes sus reacciones.
Hace sólo tres semanas, apuntaba en esta columna que Europa no sabía en qué momento vivía ni cuándo ni quién se lo iba a decir. Deberíamos agradecer a Trump que nos haya despertado bruscamente. Incluso olvidando su grosera y hasta inmoral sinceridad, porque es ésta la que da credibilidad a las amenazas que se ciernen sobre Europa. Unas amenazas de las que los americanos llevan décadas avisándonos sin éxito alguno. Al menos desde Eisenhower, en 1959, todos los presidentes de Estados Unidos han criticado la complacencia y el free riding europeos en materia de defensa.
Incluso tras la bofetada de Trump, no ha habido reacción europea, más allá de que algunos de nuestros líderes persistan en el ridículo de mostrarse pretenciosos cuando no pueden ser consecuentes. Harían falta compromisos dolorosos a corto plazo, como congelar las importaciones de gas ruso, ofrecer la presencia de tropas europeas para garantizar la integridad de las fronteras en Ucrania, o reforzar nuestro débil compromiso de defensa mutua (i.e., llevando las obligaciones del artículo 42.7 del TUE al nivel del artículo 5 del tratado de la OTAN). Pero a lo más que hemos llegado es a prometer un aumento del gasto en defensa al que ya nos habíamos comprometido varias veces. Además, pese a que ese gasto tiene carácter estructural, en vez de aumentar los impuestos o reducir otros gastos, muchos proponen que se financie aumentando la deuda pública, y a escala europea. Además de que esta mutualización resulta inaceptable para los países austeros, que serían de hecho los únicos avalistas, los riesgos serían graves tanto para el equilibrio político de la Unión como para la estabilidad monetaria de un euro que ya se encuentra en horas bajas.
La solución para Europa no puede ser indolora. No pasa por hipotecar el futuro endeudándonos aún más, sino por revisar las disfunciones que padece nuestro Estado de bienestar, nuestra economía social de mercado. Las dificultades son enormes, empezando por que llevamos décadas imponiendo cordones sanitarios que, por su carácter generalmente asimétrico, han favorecido, ya no la parálisis, sino una involución cultural y social que ha acelerado la destrucción de la iniciativa y la responsabilidad individuales.
Sobre esta asimetría, observen, por ejemplo, cómo en Alemania los partidos de centro han proscrito a AfD, pero no se han privado de pactar con comunistas y extremistas verdes; o cómo, en España, mientras se demoniza a Vox, incluso tenemos ministros comunistas y gobiernos apoyados por partidos que celebran el terrorismo y promueven el separatismo.
Sobre la irresponsabilidad, baste señalar cómo en esta crisis evadimos nuestra parte de culpa, empezando por lo hipócrita que resulta criticar el giro de Estados Unidos cuando casi toda Europa sigue consumiendo grandes cantidades de gas ruso. El emperador europeo no sólo está desnudo en lo económico y militar, sino también en el plano moral. Y llevamos así desde 1945, cuando traicionamos a todos los países del Este de Europa y los condenamos a medio siglo de ocupación y dictadura comunista. El «dividendo de la paz» que disfrutábamos los europeos occidentales lo pagaba el gulag en que malvivían los europeos orientales.
Por ello, los exabruptos de Trump no deberían resultarnos tan ajenos. En el terreno moral, pero también en el económico, aunque Trump parta con la ventaja de que su economía es menos social y más de mercado. Ventaja que pretende aumentar con sus iniciativas para reducir la administración federal. Sobre todo, las que promueve Elon Musk desde su Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE). Son medidas espectaculares, pero está por ver como se concretan, qué riesgos comportan y, sobre todo, cuál es su eficacia fiscal, pues da toda la impresión de que, como suele suceder en las crisis presupuestarias, los recortes se acometen siguiendo el criterio de mínima resistencia y no el de eficiencia en el gasto.
Es buen ejemplo de ello el plan de Estados Unidos para recortar su gasto militar. Se necesita sin duda una revisión con «base cero» para no seguir gastando en tecnologías que la guerra de Ucrania ha demostrado obsoletas. Pero, dadas las amenazas de todo tipo que se ciernen sobre Occidente, es dudoso que les convenga reducirlo. Por otro lado, en cambio, gran parte del gasto federal tiene carácter no discrecional, por estar asociado a derechos relativos a la seguridad social y la asistencia sanitaria. En consecuencia, esos gastos permanecen fuera del alcance de DOGE y representan al menos la mitad del presupuesto federal. Para sanear las cuentas públicas, no basta con recortar los gastos que favorecen a los rivales políticos, sino que también es preciso afectar a los amigos.
En el fondo, Estados Unidos y Europa somos menos diferentes de lo que las anécdotas, los personajes y sus modales nos llevan a pensar. Todo Occidente sufre un cambio de valores cuya manifestación más común es una miopía presentista: hasta las propuestas políticas más diversas y polarizadas prometen resultados a muy corto plazo. No nos extrañemos de que el futuro se haya oscurecido.