Confesiones de un yonqui digital
«Pensé que la normalidad era tener amigos digitales, discutir en redes sociales y entregarse a la dopamina del like. En realidad, la felicidad sigue estando donde siempre ha estado»

Ilustración: Alejandra Svriz.
Retratar la miseria a través de los otros es demasiado fácil. En esta ocasión, prefiero mirarme en el espejo. Ese reflejo me permite medir los efectos que años de exposición a las redes sociales han operado en mi mente.
Antes, por ejemplo, leía como un cosaco. Cuarenta, cincuenta páginas caían de una tacada en el oasis nocturno previo al sueño. Era un momento curativo, redentor, alejado del ruido digital. Mi memoria era buena, a veces incluso sobresaliente, y de repente no resultaba extraño que el nombre de un director de cine razonablemente conocido o el título de una novela especialmente memorable se me trastabillase unos segundos en el hipocampo hasta salir disparado a borbotones, sin fluidez alguna.
Disfrutaba más de los paseos, del sentarme en un banco a observar a otras personas, de la serenidad que deriva del mejor aburrimiento. Durante mis caminatas, no era extraño entablar conversación con un desconocido a cuento de cualquier cosa, desde el tiempo hasta las tonterías ideadas por el ayuntamiento. Me detenía en la panadería, en la ferretería, en la frutería y en la estafeta de correos. Cualquier acción cotidiana encerraba un pequeño significado.
«Por culpa de Steve Jobs existe la adicción a los teléfonos, las redes sociales, los canales de YouTube y, en general, el exhibicionismo»
Steve Jobs, que en realidad es un demonio, encarna todavía en Occidente la figura del megavisionario. Gracias a él (por su culpa) existe la adicción a los teléfonos, las redes sociales, los canales de YouTube y, en general, el exhibicionismo. Desde la introducción del iPhone, la inteligencia y empatía colectivas han caído en picado y los seres humanos se alejan aún más de tu naturaleza física y animal para enredarse en una dimensión que ni siquiera existe.
Como buen hámster atrapado en la jaula y entregado a hacer girar la ruedecilla alegre y gratuitamente para que señores como Mark Zuckerberg o Elon Musk se hagan de oro, diamantes y bitcoin, hubo un momento donde creí que aquello era la nueva normalidad. Amigos nunca vistos en carne y hueso, furibundos debates contra desconocidos, insultos a izquierda y derecha y la extraña diplomacia de los likes, las solicitudes de contacto y el eterno aparentar.
Y, sin embargo, cuando desperté, el dinosaurio de mi otro yo seguía ahí. Así que decidí tomar cartas en el asunto. Primero sacrifiqué Facebook y algunos conocidos se echaron las manos a la cabeza. ¡¿Pero cómo vas a estar en contacto con tus colegas extranjeros?!, exclamaban aterrorizados. Los verdaderos colegas, extranjeros o no, resisten el paso del tiempo y el azote de la distancia, tal y como pude comprobar en adelante.
Luego apunté al corazón de Twitter y en esta ocasión se me echó encima el pequeño círculo de periodistas con el que he trabado amistad tras dos décadas y pico de oficio. ¡Estás loco, ningún reportero puede ejercer el oficio sin esa plataforma! De momento, por el contrario, ni los rudimentos del oficio han muerto ni al reportero se lo ha tragado la tierra.
Con Instagram albergué más dudas. Al fin y al cabo, la fotografía es una de mis pasiones, tal y como atestiguan todos esos tomos de tamaño transatlántico que dejan sin espacio mi salón. Pero la perversa herramienta zuckeriana no va de eso; va de insertar publicidad a mansalva, alentar los pagos para destacar y sumergir tus fotos en el lodo que babea bajo el barro. Borré mi cuenta y nunca jamás miré atrás.
El último eslabón es LinkedIn, una pseudo-red donde menudean los vendedores de crecepelo del siglo XXI y donde uno acaba expuesto al inevitable bombardeo en forma de notas de prensa, peticiones de entrevistas, gente interesada en ampliar su ramillete de contactos aunque nada haya en común con el destinatario de la invitación y un sinfín de chorradas en forma de autopromoción. Este es el muro de Adriano, la línea que separa la fealdad y la hermosura, el empujón final.
¿Y cómo es ese paisaje que aguarda tras la empalizada? Pues huele a libros, a esos textos que vuelven con su aleteo nocturno y alevoso; y a caminatas repletas de pequeños detalles (la señora que da de comer a las palomas, el operario que vacía las papeleras, la chica runner, el chaval que carga un puñado de vinilos); y a una memoria desatascada como por arte de magia.
Entretanto, los amigos están donde siempre han estado.