Trump y la Tercera Guerra Mundial
«Puede que para Donald Trump lograr un acuerdo que ponga fin a las hostilidades suponga un éxito político, pero las ambiciones de Rusia son más largas»

Alejandra Svriz
El 2 de noviembre de 2020, las demandas del National Security Archive (Archivo de Seguridad Nacional) permitieron desclasificar las transcripciones de las conversaciones al más alto nivel del presidente estadounidense Bill Clinton tanto con Boris Yeltsin como con su sucesor Vladimir Putin. Estos documentos demuestran cómo la retórica estadounidense sobre la importancia de las elecciones y, por tanto, de la democracia como medio esencial para la transferencia de poder en Rusia fue disminuyendo gradualmente durante el otoño de 1999 hasta convertirse en una aceptación, en el peor de los casos, de las maniobras poco convencionales de Yeltsin que ungieron a Putin como su sucesor… y protector.
La palabra «protector» es clave. Es importante recordar que, durante su presidencia, Yeltsin enfrentó una constante resistencia de la vieja guardia comunista y nacionalista, que intentó frenar sus reformas y su giro hacia Occidente mediante golpes de Estado, bloqueos parlamentarios y sublevaciones del aparato de seguridad. Aunque Yeltsin a duras penas logró imponerse, su gobierno estuvo marcado por graves crisis políticas, económicas y sociales. Parece evidente que Putin aprovechó esta situación de vulnerabilidad para ganarse el favor de Yeltsin a cambio de su protección. Por así decir, fue el «poli bueno» del entonces ya FSB (antiguo KGB).
Nuestro hombre en Moscú
Las transcripciones que documentan este relevo de poder incluyen la explicación telefónica del presidente ruso Yeltsin al presidente estadounidense Bill Clinton en septiembre de 1999 sobre la inesperada elección del hasta entonces oscuro Putin como primer ministro y potencial sucesor, «un hombre sólido que se mantiene bien al tanto de varios temas bajo su competencia», como los servicios de inteligencia y el consejo de seguridad del Kremlin.
Yeltsin había despedido a cuatro primeros ministros en los 17 meses anteriores, un proceso que describió en sus memorias como «póker de primeros ministros», de modo que la prueba para Putin después de su elección en agosto de 1999 era si lograría captar la atención del público lo suficiente como para defender a Yeltsin de sus críticos en las elecciones parlamentarias de diciembre de 1999, y luego ascender a la presidencia, en teoría a través de las elecciones presidenciales programadas para julio de 2000.
Pero no sucedió exactamente así. Putin se convirtió en presidente interino cuando Yeltsin dimitió inesperadamente en la víspera de Año Nuevo de 1999. Los documentos hechos públicos en 2020 incluyen las transcripciones de la llamada de Clinton a Yeltsin esa noche, y al nuevo presidente Putin a la mañana siguiente. Yeltsin le explica a Clinton en su llamada telefónica «ahora le he dado [a Putin] tres meses, tres meses según la Constitución, para trabajar como presidente [interino], y la gente se acostumbrará a él durante esos tres meses. Estoy seguro de que será elegido…».
Por supuesto que Putin sería elegido. Yeltsin, al nombrar presidente interino a Putin le dio pleno acceso a la maquinaria política que controlaría el proceso electoral de 2000. Los cables desclasificados del Departamento de Estado ayudan a explicar por qué Yeltsin estaba tan seguro del futuro éxito electoral de Putin. El embajador de Estados Unidos en Moscú, James Collins, informó que el confidente de Yeltsin (y futuro yerno), Valentin Yumashev, había alardeado de que el personal de la Administración en todo el país trabajaba para el bloque Unidad apoyado por Putin durante las elecciones parlamentarias de diciembre: «Además, [el ministro de emergencias Sergei] Shoigou puede utilizar su personal ubicado en cada región para ayudar a los esfuerzos electorales de su bloque, por supuesto, en pleno cumplimiento de la ley rusa», añadió Yumashev, dando a entender que con esta oscura maniobra se aseguraban la victoria de Putin pero manteniendo las apariencias democráticas.
En el primer encuentro cara a cara de Clinton con el primer ministro Putin, durante la reunión del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico de septiembre en Nueva Zelanda, el líder estadounidense, todavía desconocedor de la táctica de la dimisión de Yeltsin, hizo hincapié en las urnas y las elecciones como claves: «Estas elecciones y la forma en que se llevan a cabo son extremadamente importantes. Se lo he dicho a Boris. Es el primer líder electo de Rusia, pero también será el primer líder que transfiera pacíficamente el poder a través de una elección. Eso es algo grandioso. Es algo grandioso para un país. Nunca lo han hecho antes. Sé que no será lo más fácil. Pero es extremadamente importante».
En Auckland, Clinton le da a Putin una conferencia sobre elecciones y recibe una lección a cambio. Clinton le dice: «Una cosa que tienes a tu favor es que puedes intentar demostrar que no hay una alternativa creíble al camino que estás siguiendo. Si la oposición no tiene un conjunto creíble de propuestas, eso te ayudará». Putin objeta: «Desafortunadamente, ese no es el caso. Rusia no tiene un sistema político establecido. La gente no lee programas. Mira las caras de los líderes, independientemente del partido al que pertenezcan, independientemente de si tienen un programa o no».
Cuando Putin se convierte en presidente interino, el énfasis de Clinton en las elecciones y el proceso democrático se diluye y pasa a ser una apreciación más general y resignada de una transición al menos pacífica. En la llamada telefónica de felicitación de Clinton a Putin en su primer día como presidente interino, el líder norteamericano simplemente señala que la renuncia de Yeltsin y la respuesta de Putin «son muy alentadoras para el futuro de la democracia rusa». Y cuando Putin gana las elecciones presidenciales de marzo de 2000 en la primera vuelta, sin segunda vuelta, la llamada telefónica de felicitación de Clinton califica el momento como «un hito verdaderamente histórico para Rusia».
Camino a la invasión
En ese momento, Putin ya se sentía seguro y confiado. Sabía que el desmoronamiento de la Unión Soviética se había llevado por delante la economía y la superestructura del régimen, pero no la estructura profunda. El siloviky radicado en Moscú, que había controlado al Partido Comunista y al país desde la sombra durante siete décadas, estaba prácticamente intacto. Y sus formas y métodos, también. Este siloviky, del que Putin era uno de sus discípulos más aplicados y prometedores, nunca aceptó a Ucrania per se como un estado independiente. De ahí que, inmediatamente después de la llegada de Putin al poder, Leonid Kuchma, presidente de Ucrania entre 1994 y 2005, sufriera una creciente presión por parte de Moscú.
Kuchma intentó equilibrar la influencia rusa con un acercamiento a Occidente, lo que le llevó a enfrentar durante su mandato varios momentos críticos. Putin utilizó el gas como herramienta de presión, una estrategia recurrente en sus relaciones con Ucrania. Las deudas acumuladas con Gazprom fueron utilizadas por Moscú para exigir concesiones políticas y económicas. Y Putin llegó a amenazar con cortar el suministro de gas o aumentar los precios si Ucrania no favorecía los intereses rusos, especialmente en cuestiones comerciales y geopolíticas.
A pesar de que Kuchma había llegado al poder con una plataforma prorrusa, la presión cada vez más descarnada de Putin para convertir a Ucrania en un país satélite, le llevó a distanciarse de Moscú y fortalecer los lazos con Occidente. En respuesta, Putin apoyó a políticos prorrusos en Ucrania y fomentó la inestabilidad interna. Por ejemplo, en las elecciones parlamentarias y presidenciales, Moscú intentó influir a favor de candidatos más alineados con sus intereses, a menudo de forma bastante más que expeditiva.
A finales de su mandato, Kuchma inició un acercamiento a la OTAN y la Unión Europea. En 2002, su gobierno adoptó una estrategia oficial de integración euroatlántica. En respuesta, Putin reforzó su retórica contra la «influencia occidental» en Ucrania y aumentó sus esfuerzos para mantener al país dentro de su esfera de influencia. Sin embargo, Kuchma logró evitar ser completamente dependiente de Moscú.
El sucesor de Kuchma, Víktor Yúshchenko, llegó a la presidencia tras una gran movilización ciudadana contra la manipulación electoral en favor Víktor Yanukóvich, la Revolución Naranja, y mantuvo una agenda claramente prooccidental, buscando la integración de Ucrania en la OTAN y la Unión Europea, lo que provocó que su relación con Rusia fuera aún más tensa y conflictiva que la de Kuchma.
Ni Putin ni el siloviky de Moscú estaban dispuestos a que Ucrania consumara su acercamiento a Occidente. Así, en 2010, Víktor Yanukovych, el candidato ideológicamente prorruso y neosoviético, con similitudes con el presidente bielorruso Alyaksandr Lukashenka, se convirtió en el nuevo presidente tras unas elecciones marcadas por las injerencias de Moscú.
Más adelante, en diciembre de 2013, en plena crisis por las protestas del Euromaidán, Rusia ofreció a Ucrania un paquete de ayuda de 15.000 millones de dólares en la compra de bonos soberanos y redujo significativamente el precio del gas natural que vendía a Ucrania, aliviando la presión económica sobre el gobierno de Yanukóvich. Después, antes de que Yanukóvich se retractara de firmar el Acuerdo de Asociación con la Unión Europea en noviembre de 2013, Moscú ejerció una fuerte presión sobre su gobierno, advirtiendo de represalias económicas si Ucrania optaba por acercarse a Occidente.
Durante el mandato Yanukóvich, los servicios de inteligencia ucranianos (SBU) fueron fuertemente infiltrados por agentes prorrusos y Moscú logró acercarse a muchos altos funcionarios de seguridad. Paralelamente, Putin utilizó sus medios de comunicación estatales, como RT y Sputnik, para respaldar la narrativa de Yanukóvich, desacreditar las protestas del Euromaidán y promover la versión oficial del gobierno ucraniano de que las manifestaciones eran un golpe de Estado impulsado por Occidente.
Ucrania, sin embargo, no era como Bielorrusia, que se había congelado como una república neosoviética. Las políticas prorrusas-soviéticas de Yanukovych no gozaban de apoyo popular en Ucrania, un país que había sido independiente durante dos décadas, había llevado a cabo la Revolución Naranja y era una democracia reconocida internacionalmente con una economía de libre mercado.
«Ucrania pudo defenderse del irredentismo ruso porque Yeltsin no lo apoyó. Pero tras la llegada de Vladimir Putin al poder en 2000, la doctrina del irredentismo se impuso»
La traición de Obama
Se ha afirmado que la invasión de Ucrania por parte de Rusia en 2022 fue consecuencia del expansionismo Occidental, como si EE.UU., la UE o la OTAN actuaran con un ánimo imperialista y belicista, cuyo fin fuera la agresión. Evidentemente en geopolítica nadie es amigo de nadie, sólo existen alianzas basadas en intereses. Y estos intereses generan tensiones, desequilibrios y situaciones a veces explosivas. Pero, aún siendo así, ningún país se ha sumado al bloque Occidental coaccionado por la fuerza o mediante amenazas. Las naciones que lo han hecho ha sido por propia voluntad, bien por intereses económicos, bien por garantías de seguridad o bien por ambas razones. La única constante desestabilizadora siempre presente en este conflicto, desde sus orígenes, ha sido la incapacidad de Rusia para aceptar la soberanía de Ucrania, incluso su propia existencia como nación. Esto es lo que ha llevado a Rusia a calificar de agresión no ya la voluntad de Ucrania de acercarse al entorno económico de la UE, sino el hecho de que siquiera pudiera plantearse elegir su propio futuro.
En la era de Boris Yeltsin, Ucrania pudo defenderse del irredentismo ruso porque Yeltsin no lo apoyó. Pero tras la llegada de Vladimir Putin al poder en 2000, la doctrina del irredentismo se impuso, junto con el regreso de las operaciones subversivas y de inteligencia al estilo de la KGB emprendidas por el siloviky ruso contra países extranjeros, particularmente hacia las antiguas repúblicas soviéticas como Ucrania y Georgia.
En la década de 1990, el separatismo de Crimea y el conflicto entre Ucrania y Rusia por dividir la Flota del Mar Negro (BSF, en sus siglas en inglés) de la era soviética se resolvieron pacíficamente. Un tratado de veinte años que preveía una base naval «temporal» en Sebastopol logró concitar una legitimidad generalizada en Ucrania como salida pacífica de una situación difícil.
Además, los nacionalistas y separatistas de Crimea fueron marginados entre 1995 y 1996 mediante las políticas no violentas del presidente Kuchma y el viceprimer ministro Yevhen Marchuk. Y Ucrania también tuvo a su favor un fuerte viento internacional, con el presidente Yeltsin contrario al irredentismo ruso, mientras que EE.UU. y la OTAN respaldaron firmemente a Ucrania tras su proceso de desnuclearización.
Los problemas con el tratado BSF y el separatismo llegaron con la elección de Vladimir Putin en 2000 y se agravaron con la llegada al poder en Ucrania de Yanukovych una década después. La presidencia rusa comenzó a generar apoyo para el irredentismo que siempre había existido en el parlamento ruso. Con Putin en el poder, Rusia volvió a las tácticas de estilo soviético seguidas por la KGB, con el Servicio de Seguridad Federal de Rusia (FSB), y los diplomáticos rusos reanudaron operaciones de subversión e inteligencia contra Ucrania, particularmente durante la presidencia de Viktor Yushchenko. Dos años después, Rusia invadió Georgia y se anexionó Osetia del Sur y Abjasia, lo que llevó a algunos analistas a preguntarse si Crimea sería el próximo objetivo.
La cuestión del BSF se reabrió en abril de 2010 cuando el tratado base de veinte años de 1997 en Sebastopol se amplió hasta 2042, con una posible prórroga de cinco años a cambio de un supuesto descuento del treinta por ciento en el gas ruso. Esta prórroga fue muy controvertida dentro y fuera de Ucrania, donde provocó disturbios en el parlamento y la oposición se comprometió a anularla si llegaba al gobierno.
Pero el punto de inflexión que colocaría a Ucrania a los pies de los caballos de Moscú fue el debilitamiento del apoyo de EE.UU. promovido por el presidente Barack Obama. Entre 1993 y 2008, la OTAN y las administraciones de Clinton y Bush primaron la seguridad de Ucrania. La administración Obama, sin embargo, dio un giro radical a esta posición, primó las relaciones con Rusia no oponiéndose a la reafirmación de su esfera de influencia a cambio de que Moscú ayudará a frenar el programa nuclear de Irán. Obama ofreció así tácitamente a Putin convertir el Memorándum de Budapest de 1994, en el que se vinculaba la seguridad de Ucrania y su independencia a la renuncia de su arsenal nuclear, en papel mojado.
La OTAN: un obstáculo, no un enemigo
Se han escrito y dicho muchas cosas sobre la responsabilidad de Occidente en la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Incluso se ha llegado a afirmar que la excanciller alemana Angela Merkel jugó a ser «aprendiz de bruja» porque habría planificado las revueltas del Euromaidán con el fin de convertir a Ucrania en un protectorado alemán y golpear a Rusia en el tablero geopolítico. Pero esta teoría de la conspiración no encaja no ya con la extrema tolerancia de Alemania y el conjunto de la UE con las intervenciones rusas en Moldavia (envió de tropas a Transnistria para apoyar a los separatistas, 1992) y en Georgia (Guerra de Osetia del Sur y Abjasia de 2008), sino con la dependencia promovida por el propio gobierno alemán del gas ruso. Es imposible compaginar esta teoría con errores estratégicos tan grotescos.
Es verdad, sin embargo, que los Estados Unidos desatendieron las protestas rusas ante la expansión de la OTAN, pero no menos cierto es que durante años diferentes administraciones estadounidenses intentaron que Rusia se integrara en la «policía» de Occidente, ofreciendo a cambio respetar y apoyar el papel de Rusia como potencia regional. De hecho, en 1997 Rusia y los países de la OTAN firmaron el Acta Fundacional OTAN-Rusia. Cinco años después, Rusia fue invitada a participar en una importante conferencia de la OTAN, creándose oficialmente el Consejo OTAN-Rusia (NRC, por sus siglas en inglés) durante la Cumbre de Roma el 28 de mayo de 2002. El propósito de esta iniciativa era que Rusia, en adelante, participara en igualdad de condiciones con los miembros de la Alianza para discutir asuntos de seguridad.
Sin embargo, Putin tenía sus propios planes. Y estos no incluían renunciar a sus aspiraciones expansionistas. Jamás tuvo intención de integrarse de una forma u otra en la OTAN, porque siempre la consideró, más que como una amenaza (eso es parte de la propaganda rusa), un obstáculo para sus particulares ambiciones. Unas ambiciones que Putin dejó claras con la anexión de Crimea en 2014.
Fue entonces cuando el plan de la invasión de Ucrania recibió el pistoletazo de salida. No obstante, este era el plan B. El plan A, como he ido detallando en este artículo, consistía en anexionarse Ucrania sin pegar un solo tiro, mediante acciones de poder agudo; esto es, la penetración de sus instituciones, el reclutamiento de altos funcionarios y políticos, la promoción del separatismo y la injerencia en los procesos electorales. Pero una vez este plan fracasó, fue sustituido por el plan B de la invasión. Si el poder agudo no servía, había que recurrir al poder duro.
Un peligroso «error de cálculo» de Trump
Ucrania siempre ha sido una pieza clave del plan expansionista y de recuperación del ámbito de influencia de la extinta URSS de la siloviky de Moscú, pero no la última. En ningún momento durante el último cuarto de siglo Putin ha contemplado renunciar a la anexión. Por eso es tan importante lo que suceda finalmente con Ucrania, especialmente para Europa. Si el acuerdo de paz no incorpora garantías muy disuasorias, la paz que proporcione muy probablemente será una paz breve.
Puede que para Donald Trump lograr un acuerdo de circunstancias que ponga fin a las hostilidades suponga un éxito político y también un gran negocio económico que presentar a sus electores, al fin y al cabo, esta fue una de sus promesas estrella en campaña. Pero las ambiciones de Rusia son bastante más largas que las urgencias de Trump, tan largas como los 25 años que lleva trabajando para consumarlas. Esto es lo que Volodímir Zelenski, el presidente ucraniano, intentó trasladar a Trump y Vance sin éxito en una acalorada reunión en la Casa Blanca. La conclusión del mandatario estadounidense de que la desesperada advertencia de Zelenski era producto de su odio hacia Putin anticipa lo peor y sólo puede entenderse por dos razones, ninguna de ellas tranquilizadora.
Las ambiciones de largo plazo de Moscú no van a desaparecer porque Donald Trump sea un duro negociador al estilo de Wall Street. Si acaso, se pausarán. Trump es sobre todo un hombre de negocios, tiene 78 años de edad y sólo un mandato de cuatro años por delante. En cambio, la siloviky rusa juega esta partida con una mentalidad muy diferente y dispone de todo el tiempo del mundo.
Para Putin controlar Ucrania no es sólo negocio ni tampoco una cuestión de egos, es parte del destino manifiesto de Rusia. Puede permitirse el lujo de esperar. De hecho, le viene bien esperar. El acuerdo de paz, que todo apunta no resultará lesivo para Putin, será un balón de oxígeno que permitirá a Rusia recomponerse, aprovechar el fin de las sanciones económicas para sanear sus cuentas, rearmarse y aguardar el momento propicio en el que acometer el asalto final. Para entonces probablemente ya no estará Trump y no será sólo Ucrania la que esté en peligro. Los vientos de guerra volverán a soplar en Europa, pero con mucha más fuerza.