The Objective
Marta Martín Llaguno

Los ciudadanos: cómplices también de la desinformación

«La desinformación no es solo un problema de políticos y medios. Es también un reflejo de nuestra comodidad, de nuestra pereza intelectual»

Opinión
Los ciudadanos: cómplices también de la desinformación

Ilustración de Alejandra Svriz

La semana pasada asistimos a una encarnizada guerra de relatos. Lo que, en el caso Ábalos, inicialmente la izquierda tildó de “bulo” y luego pasó a ser una “cuestión personal”, hoy parece que salpica cada vez más a todo un partido. La supuesta “expareja” (sic) del exministro es, presuntamente, una prostituta, que hemos pagado con dinero público, a la que el “aparato” le regaló un puesto de trabajo donde ni siquiera acudió.

El tema, tremendo, del que algunos medios apenas se han hecho eco, ha servido al PP para citar a declarar a Jésica Rodríguez y a los ministros Puente y Planas.

¿La reacción del PSOE? Tirar de manual y convertir la “cita” y las contradicciones de Mazón en munición política contra Feijoó con la esperanza de que le salpiquen bien. La prensa cortesana ha lanzado toda su maquinaria en torno a la “misteriosa desaparición temporal de Mazón” y en el PSOE dicen que pedirán la citación del presidente nacional del PP para que dé cuenta de si tenía información en tiempo real. Las redes y medios más afines al centro derecha hablan, sin embargo, de “cacerías” y de “emboscadas”.

Más allá de los hechos —terribles—, lo grave es que lo importante de todo lo anterior no parece ser la verdad, sino quién impone su versión.

Hace tiempo que la comunicación política dejó de ser un ejercicio de rendición de cuentas para convertirse en una estrategia de poder.

“La mentira y la polarización no son un error: son la estrategia”

Que algunos cargos públicos manipulan hechos, omiten informaciones, dan versiones contradictorias o apelan a la emoción para desactivar el pensamiento crítico no es ninguna novedad. Sí lo es (y preocupante) que los medios dejen de ser un contrapoder. Lo gravísimo en todo esto es que muchas cabeceras y televisiones, sostenidas con subvenciones y publicidad institucional, han optado por convertirse en fábricas de relatos, diseñados para reforzar a su público y para deslegitimar al contrario.

Hoy día, la desinformación ha dejado de ser un “tropiezo” para convertirse en el pilar de la batalla cultural, en el eje de campañas y, sobre todo, en el cemento de las hegemonías mediáticas. La mentira y la polarización no son un error: son la estrategia. Y esto no sólo supone un problema ético, sino una amenaza al sistema. Porque sin verdad no hay comunicación y, sin comunicación, no hay sociedad.

Aunque muchos no se lo crean, comunicar no es posar chulesco ante la cámara, resultar simpático (o no), filtrar grabaciones, lanzar tuits o repetir argumentarios. Comunicar —como señalaron Jaspers, Watzlawick, Husserl, Habermas y Dewey— es compartir significados, construir un espacio común. Pero ese espacio solo existe si hay un mínimo compromiso con la verdad. No con una absoluta e inmutable, sino con la veracidad: esa que, más allá de la versión “útil” de los hechos, busca que las palabras refieran a la realidad y no solo sean herramientas de poder.

Pero lo que me interesa señalar hoy es que, en esta espiral de posverdad existe un actor que rara vez se menciona: el público. La mentira y la radicalización no sólo se propagan porque se dicen, sino porque elegimos creerlas. Somos cómplices necesarios.

“No buscamos información para entender la realidad, sino para confirmar lo que ya creemos”

Hace ya 80 años, en su estudio clásico de comunicación política, Lazarsfeld, Berelson y Gaudet identificaron tres fenómenos clave que hoy ayudan a explicar el colapso de la comunicación:

En primer lugar, la exposición selectiva, que supone que no buscamos información para entender la realidad, sino para confirmar lo que ya creemos.

En segundo lugar, la percepción selectiva, que viene a señalar que no importa tanto lo que se dice, sino cómo encaja en el relato que ya llevamos dentro.

Y, en tercer lugar, la memorización selectiva, que apunta a que recordamos sólo lo que nos conviene y olvidamos lo que no encaja.

Así las cosas, la desinformación, hoy más que nunca, no es solo un problema de políticos y medios. Es también un reflejo de nuestra comodidad, de nuestra pereza intelectual, de las burbujas en las que vivimos felices, esperando que nadie nos lleve la contraria ni ataque a “los nuestros”.

La política es hoy una guerra de percepciones en la que la verdad es lo de menos. En este lodazal, urge recuperar la exigencia de veracidad, no por moralina barata, sino porque sin ella, no puede haber ni democracia ni sociedad.

Publicidad