THE OBJECTIVE
Antonio Agredano

El salvaje oeste de Pedro Sánchez

«Llama ‘socios’ a quienes no dudarían en entregarlo por una buena recompensa, y solo la falta de puntería de sus enemigos le permite mantenerse con vida política»

Opinión
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El salvaje oeste de Pedro Sánchez

Ilustración de Alejandra Svriz.

La historia de Pedro Sánchez ya siempre será recordada como una historia de soledad. De una heroicidad caduca, azulada por el sol, como las portadas de las novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía que se exhibían en los quioscos. Pistoleros polvorientos enseñando su revólver, con la frente arrugada y los dientes apretados.

En el wéstern crepuscular, el protagonista ya no es el paladín de la justicia que cabalgaba por la pradera con una moral a prueba de balas. Ahora es solo un superviviente, un pistolero cansado, desgastado por los años, que se mantiene en pie porque no conoce otra forma de vivir.

Ha hecho cosas que preferiría olvidar. Ha cruzado líneas que juró no cruzar. Pero sigue en la partida, avanza por la llanura, porque rendirse dejó de ser una opción. Así es Pedro Sánchez en la política española: un solitario, una sombra. Llama «socios» a quienes no dudarían en entregarlo por una buena recompensa, y solo la falta de puntería de sus enemigos le permite mantenerse con vida política. Llevan años dándolo por muerto, pero siempre encuentra la forma de salir con vida. Sabe jugar sucio. Sabe disparar primero. Y quizá su soledad sea el secreto de su pervivencia: menos riesgos, menos conflictos, menos explicaciones.

El Sánchez de hoy recuerda a aquellos quijotes con espuelas de las novelitas que leían nuestros abuelos. Hombres que empezaron con una causa pero terminaron despreciando sus propias leyes. Su travesía política ha sido un duelo perpetuo: primero contra Susana Díaz en las primarias, cuando lo dieron por amortajado y regresó de entre los muertos. Luego contra Mariano Rajoy, al que tumbó con precisión y entre aplausos —los aplausos de la época— con una moción de censura que nadie vio venir. Y más tarde, contra su propio discurso, ese que aseguraba que nunca pactaría con populistas ni independentistas y que acabó sepultado bajo su instinto de supervivencia. Bajo su instinto de poder, como bautizó Carmen Torres —con acierto y anticipación— su libro sobre el presidente.

El último episodio de esta novelita de pre-siesta es el más crudo. Arrinconado por la presión del caso Koldo, el caso Begoña, la corrupción en su propio Gobierno y el desgaste del chantaje independentista, Sánchez ha buscado nuevos enemigos. Jugó, por ejemplo, la carta del lawfare, una maniobra desesperada para convertir a los jueces en los villanos de su historia. Como los viejos forajidos que justifican sus robos diciendo que el sistema está contra ellos, el presidente señaló al Poder Judicial como parte de una conspiración. Sabe que no es verdad, pero en el salvaje oeste de la política, del polvo, de la leyenda y de los cuatreros, la verdad es solo una bala más en el tambor.

«Cuando se fue, cuando dijo que se iba, los que ahora le aplauden, los que ahora se sientan junto a él, planificaron su relevo»

Huele a pólvora. Huele a tabaco. Huele a jabón en el piso de arriba y a alcohol destilado en la trastienda. Luego vino Franco, ahora Trump. La tecnocasta. El legado de Rajoy y hasta de Aznar. Los gobiernos autonómicos. Vox. Orbán. Todos tienen la culpa menos él, oh, bondad graciosa, el único que tiene capacidad para decidir, para hacer, para equivocarse. «¿Quién pide perdón ahora al Fiscal General?», llegó a decir. Es un triste trote el de su caballo, siempre a punto de desplomarse.

¿Cuándo dejó de escuchar Pedro Sánchez? ¿Cuándo se blindó? ¿Cuándo dejó de confiar en quienes le rodeaban? Los cinco días de falsa renuncia y asueto tienen muchas lecturas, pero una de ellas es la que más inquieta a este que escribe: nadie lo sabía. En nadie se apoyó. Cuando se fue, cuando dijo que se iba, los que ahora le aplauden, los que ahora se sientan junto a él, planificaron su relevo.

Es el ejemplo de su soledad. De su soledad buscada. Nada más íntimo, nada más huraño, que una carta. Ya solo quiere elevarse sobre lo mundano. Buscar una trascendencia y una épica inentendible incluso para su círculo cercano. Nadie sabe qué pasa dentro. Nadie sabe cuál será su jugada. Nadie conoce los planes ni los mapas. A todos les despertarán los disparos en la madrugada.

Ayer se reunió con las fuerzas políticas para hablar de rearme. No lo hizo en el Congreso, que es donde se tratan estas cosas. Lo hizo en Moncloa. Como un vaquero que espera en el porche de su cabaña, con el rifle sobre el regazo, la llegada de extrañas visitas. Todo en Sánchez es impostura, dramatización y novelería. Todo es soledad y desconcierto. Polvo y pólvora. Estepicursores y cherokees esperando su momento entre las rocas. Ábalos secando una jarra con el delantal al otro lado de la barra. Puertas que crujen. Y siempre la misma sensación. Siempre ese silencio espeso y tembloroso que precede al tiroteo.

Un hombre al que lo único que le preocupa es cómo pasará su nombre a la historia, como confesó a Máximo Huerta, tras destituirlo. Mejor como un héroe que como un forajido, pensará. Como un hombre que se siente solo, que cabalga solo y que se siente llamado por el destino.

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