THE OBJECTIVE
Cristina Casabón

Tardes de soledad

«Digamos que la lidia de Roca Rey emociona, porque se juega la vida con cada toro. Y percibimos que el torero, en este caso, no es un jugador con ventaja»

Opinión
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Tardes de soledad

Andrés Roca Rey toreando con la muleta en Valencia. | Redes

Hay ángulos de Roca Rey que nunca vimos, ni cuando toreaba en la Monumental ni en ninguna plaza. Las dos cosas que no se suelen ver, que son la angustia previa y el arrojo del matador, las observamos en la gran pantalla a través de la mirada de Albert Serra, en Tardes de soledad. El cineasta nos permite ver la lidia, por vez primera, a través de los ojos del toro y del torero

¡Eh, mira toro!, grita Andrés, y le torea de forma lánguida, suave, suspensa, como embelesando al animal.

Vemos el cuerno rozar la pierna, al matador volando. Cae al suelo, da volteretas, se levanta y sigue con la faena. Ya somos, desde nuestra butaca y sin quererlo, el público angustiado que se come las uñas, las pipas y las palomitas con ansiedad. Es ahí, cuando Roca Rey se crece y levanta verdaderos hooligans, en la plaza y en la gran pantalla, un barullo que no veíamos desde los Beatles. Antonio Chacón, banderillero de la cuadrilla, exclama:

– ¡Qué grande eres, hijo! ¡Olé tus huevos!

– He tenido suerte, que me ha tirado al suelo y no me ha hecho nada.

Puedes vender café sin cafeína, cerveza sin alcohol o mantequilla sin grasa animal, pero no hay toros sin muerte, sudor y sangre. El toreo es precisamente lo que no admite sucedáneo ni profilaxis, un absurdo en un mundo higiénico y apolíneo, un paréntesis en nuestras vidas predecibles. Se puede odiar o amar, pero no contemporizar.

«Por mi experiencia como testigo, el Duende es caprichoso, y en la figura de Roca Rey podría parecer que le transforma el gesto, la mirada»

Con Roca Rey, asistimos cada minuto a un pulso por la vida del toro o del torero. La victoria plena cumple su sentido únicamente sobre la posibilidad de la derrota. A veces el toro le suelta una cornada y le obliga a torear medio desnudo, con el pantalón desgarrado y sangre en las sienes. Vemos a un hombre blanco como un fantasma, frente al animal, con una técnica sumamente decidida, codiciosa, dominante, incluso a veces furiosa. Vemos un estilo arrojadizo de hacer, de mostrarse y de gesticular, de recomponerse. Un estilo que apuesta más por el riesgo que por la técnica.

Este torero pertenece a la clase de los héroes y los santos que nuestra época solo puede ver como dementes. Pero hay comunión en esta danza de la muerte, asistimos a un combate justo e íntimo, en el que nos envuelve la belleza de un toro agonizante y sagrado. Digamos que la lidia de Roca Rey emociona, porque se juega la vida con cada toro. Y percibimos que el torero, en este caso, no es un jugador de ventaja. 

– Torear con verdad es la clave, Andrés. Por eso la gente te viene a ver. Qué bien has toreado, Andrés, hijo. Con verdad plena.

Muerte, ritual, religión. La devoción a María, mediadora de toda piedad y consuelo, está presente todo el tiempo en la habitación del Ritz. Hay un ritual que empieza en aquella habitación: el traje de luces, el espejo, el rosario, la virgen, la herida que no cicatriza. Luego en el ruedo, vemos al Duende en directo. Por mi experiencia como testigo, el Duende es caprichoso, y en la figura de Roca Rey podría parecer que le transforma el gesto, la mirada. No sé si escoge al azar, pero sí veo que es algo parecido a sufrir una maldición: la percepción del peligro es tan mínima que, por segundos, la vida del torero más grande del siglo está completamente en sus manos. 

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