¿Somos votantes inteligentes?
«Somos irracionales en política. El ciudadano se deja dominar por las emociones y la ideología. Apoyamos a políticos mediocres porque son ‘los nuestros’»

Ayuso, Feijóo y Sánchez. | Ilustración de Alejandra Svriz
En los últimos tiempos, desde que estamos en esta crisis sistémica, se oyen muchos desprecios al resultado electoral y, por tanto, a lo que votan «los otros». Se leen y escuchan numerosos insultos a los electores de Vox, y de estos a los del PP, el PSOE, Podemos y el resto, así como de los seguidores de estos entre sí. Todo el mundo es idiota si no vota como nosotros. Es una patrimonialización de la razón y del sentido común ciertamente patética. Lo contrario, el buenismo, decir que la verdad se reparte y que todos los puntos de vista tienen algo bueno, es hipócrita y tontorrón.
Existe otra explicación más convincente para este fenómeno: somos irracionales en política. El ciudadano se deja dominar por las emociones y la ideología, que entierran cualquier tipo de razonamiento o de inteligencia. Apoyamos a políticos mediocres porque son «los nuestros», los que representan esa irracionalidad en la vida pública con sus discursos agresivos, sentimentales e ideológicos que no sirven para nada positivo.
Hemos abandonado la racionalidad en el voto. Delegamos nuestra confianza en políticos que desconocemos, que no cumplen su trabajo, y que en la mayoría de los casos no merecen estar ahí porque no son profesionales del ramo. Votamos sin leer los programas ni cotejarlos, sin hacer un seguimiento, sin saber cómo funcionan las instituciones ni para qué valen. Leemos únicamente los medios de comunicación afines, y repetimos las consignas sin pensar o desconocemos información vital porque el periodista afín la oculta o sencillamente no nos interesa. Nada de esto es razonable.
La derrota de la razón a su vez degrada la política. Exigimos muy poco a los políticos y nos conformamos con que gobierne «nuestro partido» porque «el otro» sería peor. Permitimos que prometan una cosa y hagan otra, que mientan, ataquen a las instituciones, vulneren la ley y la honradez, o no respondan a los medios en las ruedas de prensa. Esto no lo aguantaríamos en ningún otro servicio que contratáramos, como un abogado o un albañil, pero sí en un político. Esta irracionalidad está demoliendo el sentido de las democracias liberales, y abriendo paso a otras formas de pensar la vida en comunidad.
Bryan Caplan ha escrito un libro interesante al respecto, titulado El mito del votante racional (Deusto, 2025). Coincide en esta crítica a la democracia existente, en el diagnóstico del votante irracional, y en la degradación. Añade con acierto que el sistema da lo que se le pide: si el elector marca su vida política por la irracionalidad, obtiene políticos y medidas políticas irracionales. Es un círculo vicioso. Uno se moviliza por las emociones y las ideologías, y el otro se la da en sus discursos y decisiones. El resultado es perjudicial. De ahí, por ejemplo, la competición en gasto público, dice Caplan, dejando para «el que venga» la resolución del problema. Las pensiones serían otro caso parecido.
«Si la democracia sólo fuera votar -decidir más o menos quien gobierna- no merecería la pena ni recibiría tal nombre»
No obstante, Caplan, como otros economistas, limitan la democracia al hecho de votar, como si solo existiera un derecho que marca nuestra existencia en comunidad. Un sistema democrático no es solo depositar una papeleta en la urna cada cuatro años. Ese error es el que da pie a que se hayan constituido con facilidad democracias iliberales; es decir, sistemas que mantienen la apariencia con el voto pero no en condiciones de igualdad, ni con contrapesos institucionales ni una garantía de las libertades en plano de igualdad. Si la democracia solo fuera votar -decidir más o menos quién gobierna- no merecería la pena ni recibiría tal nombre.
Es cierto que el sistema es irracional, como bien señala Caplan, que ha vencido el populismo en las formas y en el contenido, pero otra cosa es que la alternativa que propone, u otras que se oyen, sean razonables. Caplan, por ejemplo, propone sustituir la democracia liberal por el libre mercado, que considera dominado por la racionalidad. Creo que este utopismo no merece ni comentario. Otros predican pasar a alguna forma de autoritarismo. Hay quien habla de dictadura constitucional, definida por Carl Schmitt como un gobierno legal y circunstancial para solucionar un desorden, por ejemplo, la crisis militar actual. También hay quien habla de una democracia limitada, es decir, donde los partidos, medios y opiniones «molestas» queden fuera de la legalidad.
En ninguno de estos casos aparece la racionalidad del ciudadano por ningún lado, sino que dan la sensación de ser teorías trufadas de supremacismo moral y falso elitismo. En el fondo se interpreta que la ciudadanía es menor de edad, ignorante y zafia, tan manejable que no merece votar. Recuerda mucho al pensamiento autoritario de hace cien años, cuando aparecieron los teóricos de las vanguardias iluminadoras que venían a salvar a los europeos de los europeos mismos. Es un mesianismo político como otro cualquiera, procedente de la Ilustración y la Revolución Francesa, como señaló Jacob Leib Talmon, que siempre acaba en la dictadura de una oligarquía sobre la masa.
No somos siempre inteligentes ni razonables votando, como tampoco en ninguna otra faceta de la vida como corresponde a la historia de la Humanidad. No ocurre esto en economía ni en cualquier tarea del hombre, en su existencia pública o privada. El ser humano y la pluralidad son así.