La musa del escarmiento
«La historia de España se ha transmitido como si solo pudiera entenderse en compartimentos estancos, una rutina perversa que ha instaurado un clima de opinión maniqueo e intolerante»

Ilustración: Alejandra Svriz.
Desde hace ya bastante tiempo, la Transición y el llamado «régimen del 78» vienen sufriendo una severa revisión crítica que, entre otras cosas, supone que aquel proceso de democratización constituyó en realidad una especie de claudicación moral y una traición a las aspiraciones republicanas, como si la legitimidad perdida solo pudiera aceptarse a partir del quiebro legal producido por el golpe de Estado del 18 de julio de 1936. La propia y espuria celebración gubernamental de los cincuenta años de la muerte de Franco, con el énfasis puesto en el «fin de la dictadura» frente al «principio de la democracia» –una transformación que no se consolidó hasta dos años después– no es sino una consecuencia, paradójicamente, de un olvido instigado por cierta historiografía, fruto a su vez de un nuevo consenso fuerte por parte algunos partidos políticos.
Pero, como decía Santayana, no hay ciempiés más horrible que la vida como tal. Un análisis riguroso de lo que ocurrió en el seno de las filas republicanas, especialmente a lo largo del exilio, arroja una luz distinta a la que una determinada inercia ideológica intenta proyectar sobre la historia española del pasado siglo. Juan Francisco Fuentes, por ejemplo, en su brillante discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, pronunciado el pasado 24 de noviembre y titulado Numancia errante: la idea de España en el exilio republicano, demuestra cómo algunos de los más destacados exiliados –Manuel Azaña, Luis Araquistain, Largo Caballero, Indalecio Prieto, María Zambrano, Ramón J. Sender o Joaquín Maurín–, formularon, en sus libros y epistolarios, una reflexión crítica y amarga acerca de su responsabilidad en el desastre. Azaña habló de «la musa del escarmiento» y lamentó la falta de un «asenso común», denunciando al mismo tiempo el riesgo de sacralizar la República «solo porque sus enemigos son peores». A su juicio, ello podría conducir a «una memoria putrefacta».
El historiador documenta el cambio de actitud de muchos de aquellos políticos y escritores, desde posiciones más nostálgicas y fabuladoras a propuestas mucho más realistas de reconciliación y enmienda que elocuentemente ya apuntaban a lo que acabarían siendo los fundamentos de la Transición. Para Fuentes, «la idea de que la democracia traicionó la memoria del exilio no puede estar más alejada de la realidad». La moderna historia de España muchas veces se ha transmitido como si solo pudiera entenderse en compartimentos estancos. A la primera Restauración borbónica le sucedió la Segunda República, luego la Guerra Civil, la dictadura y finalmente la democracia. Cada periodo se intenta mantener aislado del conjunto, de acuerdo con los personales intereses y afinidades de cada historiador, una rutina intelectual algo perversa que ha terminado por instaurar un clima de opinión cada vez más maniqueo e intolerante.
«Ante las amenazas que sufre ahora la democracia representativa, no hay mejor forma de contestación que atender a los ejemplos de Juan Francisco Fuentes o Javier Pradera, que, hoy como ayer, se apartan con valentía de las trincheras de la banalidad»
Javier Pradera dejó escritas unas páginas valiosísimas al respecto, rescatadas por Santos Juliá en su libro Camarada Pradera (Galaxia-Gutenberg, 2012) con el título de ‘Introducción a unas memorias’, la recusación más inteligente y lúcida que se ha escrito contra la idea cada vez más generalizada de la Transición como institucionalizada amnesia moral y traición sin paliativos a la causa republicana. Para Pradera, no sólo el transcurso del tiempo y el cambio generacional habían difuminado «las fronteras entre vencedores y vencidos» sino que la decisión de los partidos de «poner entre paréntesis» los agravios de la guerra civil y del franquismo «no hubiese tenido efectos duraderos de no responder a una generalizada actitud en la sociedad española». Esa sensibilidad hundía sus raíces en la convicción de que «la historia de España pudo y debió desarrollarse de otra forma en la década de los treinta; es decir, que la Guerra Civil no fue un mandato del destino, sino una tragedia evitable. La historia contemporánea de España narrada desde la perspectiva de la lucha por las libertades y la democracia también debe investigar la suerte de los vencidos en 1939». Que es justamente lo que ha hecho Juan Francisco Fuentes en su iluminador discurso, preludio, cabe presumir, de un libro sobre el asunto.
Pradera hace luego una sutil y muy pertinente distinción entre «lucha por la democracia” y «lucha antifranquista». Parafraseando el mot de Saint-Just sobre la felicidad en Europa, dice que la democracia fue «una idea nueva en la España de 1977», descubierta a la vez «por la derecha y por la izquierda que habían combatido por objetivos distintos a la democracia representativa y al Estado de derecho durante la guerra civil». Es decir, no solo fue la derecha franquista la que aceptó por primera vez las reglas de juego de un sistema constitucional, sino que también lo hizo la izquierda revolucionaria. Y termina la reflexión con la andanada más penetrante y certera que probablemente se ha escrito en este país contra el purismo ideológico:
«Nada más antihistórico que la pretensión de poner a pelear desde los orígenes de los tiempos, o al menos desde comienzos del siglo XIX, dos entes fantasmagóricos denominados derecha e izquierda, de los que serían meras encarnaciones contemporáneas las formaciones políticas que invocan esos nombres en el marco democrático. Esa concepción esencialista de la dinámica histórica, simple despliegue temporal del conflicto entre dos abstracciones hipostasiadas, ni explica la originalidad y novedad de la experiencia democrática inaugurada en 1978 ni ayuda a estabilizarla».
Pradera escribe con una altura y una complexión intelectual y estilística prácticamente desaparecidas en nuestro espacio público –y no digamos ya entre sus sedicentes herederos–, pero es que además, hacia el final del capítulo, se adentra en una asombrosa vivisección acerca del mecanismo de la memoria según el cual el viejo militante revolucionario se absuelve a sí mismo de cualquier culpa en la decepción de su juicio sobre el devenir histórico para «descargar sobre el mundo exterior, sometido al castigo bíblico de la decadencia, la caída y la ruina, la responsabilidad de haber traicionado sus esperanzas». Y ese es, justamente, el ejercicio de destructiva puerilidad que sigue alimentando las ensoñaciones de la izquierda más aguerrida en este país, para solaz de la derecha más estúpida.
Pradera termina recordando las diferencias que median entre la lucha contra el poder y el ejercicio del mismo. Los verdugos responsables de las matanzas asociadas a la construcción del socialismo durante la Revolución de Octubre fueron antes héroes abnegados que sufrieron durante años la clandestinidad, la cárcel y el destierro. Pero aquí el militante que impugna el proceso de transformación democrática de algún modo suspende el mandato de la violencia implícito en su ideario para reservarse la razón moral amparada e instigada por aquel. Basta considerar el santuario ideológico en el que durante tantos años se refugió la barbarie de ETA para entender hasta qué punto la banda era la única que de verdad cumplía con las obligaciones revolucionarias.
El texto de Pradera es ejemplar por cuanto logra integrar todos los puntos de vista históricos en el intento de construir un relato autobiográfico que no solo justifique la acción del ciudadano comprometido, sino que también le ponga en guardia contras las tentaciones de personal autodicea. Huelga decir que su reflexión no tiene nada que ver con los habituales ejercicios de cándida mitificación de la Transición, un adanismo político e histórico que justamente ha propiciado la demonización de ese mismo proceso para a su vez impulsar un adanismo de signo contrario pero elevado al proyecto siempre pendiente y fatalmente derrotado de la República, entendida como la quimera de una izquierda radical una y otra vez eximida del poder, la responsabilidad y la memoria.
Entre los méritos de esa campaña de revisión de los principios que informaron el régimen del 78, no es menor el de haber estimulado una respuesta tan vibrante y rigurosa como la de Juan Francisco Fuentes, que de algún modo sigue la estela del testimonio de Pradera. Ante las amenazas que sufre ahora la democracia representativa, no hay mejor forma de contestación que atender a esos ejemplos que, hoy como ayer, se apartan con valentía de las trincheras de la banalidad.