THE OBJECTIVE
Vidas cruzadas

Juan Francisco Fuentes: «Los primeros liberales veían incompatibles democracia y liberalismo»

El historiador habla con David Mejía sobre la historia contemporánea de España, deteniéndose en conceptos y personajes clave de su tradición.

Juan Francisco Fuentes es Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid. Es autor de estudios biográficos sobre José Marchena, Francisco Largo Caballero,​ Luis Araquistáin y Adolfo Suárez. Es también autor de Con el rey y contra el rey. Los socialistas y la Monarquía (La esfera de los libros). Con Javier Fernández Sebastián escribió una Historia del periodismo español y codirigió el Diccionario político y social del siglo XX español (Alianza). Es también codirector del Diccionario de símbolos políticos y sociales del siglo XX español (Alianza). Su última obra es La generación perdida. La juventud de 1929 (Taurus).

PREGUNTA.-  ¿Cuál es el origen de tu pasión por la historia?

RESPUESTA.- No lo sé muy bien, pero puedo decir que fue bastante temprana. A los 14, más o menos, empecé a considerar la posibilidad de estudiar historia. Durante varios años, estuve dividido entre la Historia y el Derecho. Ambas vocaciones estaban muy arraigadas en mí. Aunque finalmente no seguí una carrera en Derecho, siempre me he movido en un mundo de juristas e historiadores, lo que me permitió explorar tanto el mundo del derecho como el de la historia. A veces me pregunto si tomé la decisión correcta, ya que envidio el rigor conceptual del lenguaje jurídico en comparación con el lenguaje histórico. Sin embargo, en general, creo que la historia me ha tratado bien.

P.- ¿Tu inclinación hacia la historia contemporánea en particular también es temprana?

R.- En absoluto. Durante gran parte de mi carrera, mi intención era enfocarme en la historia medieval, porque tuve un profesor brillante, José Enrique Ruiz-Domènec, que me influyó de manera significativa. No sé si despertó mi vocación como historiador, pero ciertamente dejó una huella profunda en mí. Creo que no decidí enfocarme en la historia contemporánea hasta casi el final de la carrera, alrededor del quinto año, en parte porque tuve buenos profesores de Historia Contemporánea. Antes me preguntabas sobre el origen de mi vocación. Creo que también está relacionada con la memoria familiar y generacional de la historia reciente de España. Siempre me ha motivado como historiador la curiosidad que despierta en el lector o en el espectador una historia. Quieren saber quién es el asesino o cómo termina. Esa curiosidad me atrajo hacia la historia contemporánea y los periodos problemáticos que han impactado a mi generación, especialmente a las anteriores, y que también han marcado mi vida y mi familia. Entonces, mi curiosidad proviene de lo que Azaña llamaba el «morboso interés histórico de los españoles», una relación morbosa, un tanto enfermiza y traumática que los españoles tienen con su propia historia.

P.- Tu tesis doctoral se centra en el Abate Marchena (1768-1821). ¿Fue una propuesta de tu director?

R.- Quería ser guiado por mi director de tesis, quien previamente también había supervisado mi tesis de licenciatura: Alberto Gil Novales. Era un experto en la Ilustración española y la Revolución Liberal y tenía un profundo conocimiento del contexto europeo. Había viajado mucho por Europa en una época en que pocos académicos españoles lo hacían. Yo tenía la intención de realizar mi tesis sobre la Ilustración o la transición de la Ilustración al liberalismo, aunque mis ideas iniciales quizás no eran las mejores. Un día él me propuso hacer la tesis sobre el Abate Marchena, un ilustrado español que carecía de una biografía detallada, pero que tenía una buena cantidad de documentación disponible en Francia. Me convenció y resultó ser una decisión acertada. Entre otras cosas, me llevó a vivir en París durante un tiempo considerable. Trabajé en profundidad con archivos franceses, especialmente relacionados con la Revolución Francesa y la prensa de la época, lo que supuso un aprendizaje doble. Fue como ascender a un nivel superior como historiador, trabajando con documentación de gran importancia histórica y teniendo la oportunidad de investigar en el extranjero. Esto fue crucial.

P.- En aquel momento la biografía no era género historiográfico tan respetado como ahora.

R.- Presenté ambas tesis en el año 1985 y durante esa época, incluso cuando estaba estudiando en la Universidad Autónoma de Barcelona, la biografía no era un género muy valorado. No diré que era despreciado, pero se consideraba un género relativamente menor, que no estaba en la corriente principal de la historiografía de la época. Esta historiografía era predominantemente marxista, materialista y enfocada en la historia social. En el mejor de los casos, la biografía era vista como algo secundario. Por lo tanto, elegir investigar en este género fue un poco nadar a contracorriente. ¿Por qué? Tengo una teoría al respecto, que es una combinación un tanto inusual de dos tradiciones intelectuales opuestas -el catolicismo y el marxismo- que coinciden en su falta de entusiasmo por la biografía. El catolicismo, porque la biografía estaba asociada principalmente a la cultura liberal y a una visión de la historia y del ser humano propia del liberalismo, una visión individualista. Esta visión era ajena, en principio, a los designios de la Providencia o a los servicios divinos. Es la razón por la cual la tradición católica española en general no se dedicó mucho a la biografía, a pesar de que, por ejemplo, Menéndez Pelayo realizó la primera gran biografía de Marchena, aunque un poco a regañadientes. Por otro lado, los motivos del rechazo al marxismo son evidentes y no tan diferentes: rechazo del liberalismo, rechazo a la cultura liberal y rechazo al individualismo. La historia social, la historia de los grupos colectivos, la historia de la lucha de clases, en definitiva, prevalecían en ese momento. En una historia así, el papel del individuo, el protagonista, se diluía considerablemente.

P.- A Marchena lo apodaban «el abate» sin haber sido nunca un religioso.

R.- Exactamente, el nombre «abate» le fue atribuido aquí en España en 1820, cuando regresó de su último exilio en Francia, prácticamente para pasar sus últimos días, ya que falleció en Madrid en enero de 1821. Durante esos meses, fue muy activo y llamó la atención por su ardiente liberalismo. Fue entonces cuando le asignaron el nombre que, creo, no le disgustaba del todo. Sospecho que no le agradaba, pero lo consideró una especie de transgresión más en su vida, ya que fue uno de los primeros ateos conocidos en la historia de España.

P.- El abate Marchena fue un ilustrado que se exilió en la Francia revolucionaria, y allí tuvo que esconderse de los jacobinos.

R.- Ese fue el drama de Marchena, o uno de los dramas que vivió, siempre con gran valentía y de manera ejemplar. Nunca perdió su sentido del humor. Tuvo que abandonar España huyendo de la Inquisición y estuvo a punto de perder la vida en Francia, durante la Revolución Francesa, a la que se sentía afín cuando sus compañeros girondinos cayeron en desgracia y fueron detenidos. Muchos de ellos fueron ejecutados, pero él logró evitar la ejecución debido a un golpe de Estado que tuvo lugar en Francia poco antes, lo cual resultó en su liberación unos meses después. Esta experiencia en cierto modo anticipó el dilema de la modernidad, enfrentando despotismos de signo opuesto que se unieron contra la libertad y el liberalismo. Naturalmente, esta experiencia cambió su perspectiva de la Revolución Francesa y, en cierta forma, de la modernidad. Le hizo darse cuenta de que el mundo no avanzaba tan rápido hacia un reino de libertad y felicidad completa como había creído en su juventud. Aunque él se libró de un destino trágico, estuvo a punto de perderlo todo. Esto modificó su visión de la Revolución Francesa, su concepción de la libertad y su práctica. No obstante, Marchena no se retiró, ya que continuó luchando contra aquellos que, en nombre de la libertad, seguían gobernando Francia. A partir de ese momento, se enfrentó a los acontecimientos de Termidor y más tarde a Napoleón, aunque con el Imperio Napoleónico tuvo relaciones relativamente amistosas, aunque tuvo sus más y sus menos.

P.- Ahora que va a estrenarse una película sobre Napoleón, dirigida por Ridley Scott, quiero preguntarte por su figura.

R.- Como suele ocurrir con los grandes personajes históricos, y probablemente con cualquier individuo, su personalidad no se puede reducir a una suma cero, es decir, lo que tiene de una cosa no se resta de la otra. Hay muchos elementos de complejidad en Napoleón, empezando por su pasado jacobino. Fue un republicano muy activo y estaba cercano al jacobinismo en sus primeros años. Inicialmente, tenía una conexión con la Revolución y la idea de libertad que contrasta con la figura de Napoleón como emperador. Por lo tanto, hay una evolución desde un radicalismo político hacia la moderación y el conservadurismo a medida que pasan los años. El Imperio Francés, en realidad, representa la expresión más conservadora del liberalismo, del régimen liberal que nació con la Revolución. Efectivamente, una vez que se convirtió en la cabeza indiscutible del Estado francés, primero como Primer Cónsul y luego como Emperador, se dedicó a otorgar y retirar libertades. Así es. Un ejemplo claro de esto es la España napoleónica, donde creó una situación con ciertos derechos y libertades: incluso promulgó la primera Constitución española, que precedió a la de Cádiz por cuatro años, siendo más moderada. Al mismo tiempo, impulsó un régimen de terror y una dictadura militar.

Foto: Carmen Suárez

P.- Hemos mencionado varias veces el término «liberalismo». En España se acuñó el término, pero como país ha tenido una relación compleja con la aplicación de la doctrina.

R.- Sí, he dedicado gran parte de mi vida al estudio de la historia, en parte para tratar de responder a este tipo de preguntas apasionantes pero difíciles de responder. Indudablemente, en España se produjo una situación revolucionaria a partir de 1808. A pesar de no cumplir con las condiciones para una revolución liberal, se generó un vacío de poder debido a la salida de la familia real, el colapso absoluto de la monarquía absoluta y el Estado. Se inició una guerra de liberación y la necesidad de organizar la resistencia contra el invasor. Esto llevó a los patriotas, como se autodenominaron -más tarde se convirtió en sinónimo de liberales e incluso republicanos-, a establecer una estructura de poder alternativa para enfrentarse al ejército más poderoso del mundo de manera eficiente. En este contexto crítico y en medio del vacío de poder, aplicaron una serie de principios que en condiciones normales habrían sido impensables. Esto creó una situación tan original y revolucionaria que dio lugar a un lenguaje y vocabulario político innovadores, incluyendo la palabra «liberalismo». Aunque el adjetivo «liberal» ya se había empezado a utilizar en Francia en un contexto más o menos político o prepolítico, como «opiniones liberales» o «ideas liberales», hacia finales del siglo XVIII, principalmente en los círculos napoleónicos. La transición del adjetivo «liberal» al término «liberalismo» como una idea organizada, un sistema y un proyecto de régimen político se produjo en España, específicamente en Cádiz. Este proceso se puede rastrear en la prensa de la época gaditana. Recuerdo que el término «liberalismo» se usó en un periódico de Cádiz en 1811, si no estoy equivocado, y todo ocurrió muy rápidamente.

P.- Hoy utilizamos los términos «régimen liberal» y «democracia» casi como sinónimos. Sin embargo, en el siglo XIX un régimen podía ser liberal pero no democrático.

R.- El liberalismo es un concepto de orden. Incluso aquellos liberales que llegaron al poder mediante la revolución, una vez en el poder, tendían a adoptar una postura conservadora. Este proceso es comprensible en cierta medida. La doctrina liberal, incluida la ilustrada, está estrechamente vinculada a la idea de orden, es decir, un orden social justo y estable que se basa en la libertad. Los primeros liberales y revolucionarios, como Marchena, creían que la democracia era incompatible con el liberalismo. Para ellos, la democracia era exactamente lo opuesto. La democracia fue lo que llevó a Marchena a la cárcel y resultó en la muerte de sus amigos revolucionarios. La democracia representaba el abuso de la libertad y el mal uso de la misma, así como la tiranía de aquellos que no estaban preparados para ejercer activamente sus derechos. Por lo tanto, desde el principio, existía un discurso que hoy podría parecernos extraño, pero que era muy claro en el siglo XIX: la democracia era vista como lo opuesto a la libertad y un camino hacia otra forma de tiranía. En general, a partir del siglo XIX, en el republicanismo español, hubo una tendencia clara a construir un liberalismo progresista vinculado a la idea de democracia, e incluso de república. Sin embargo, el liberalismo predominante en España y en el resto de Europa y Estados Unidos era diferente. Era un liberalismo de orden, asociado al sufragio restringido, que buscaba alcanzar la libertad plena de manera gradual, a medida que la sociedad estuviera preparada para ejercer plenamente esos derechos y el principio de soberanía nacional. Esta perspectiva se mantuvo hasta finales del siglo XIX. Por ejemplo, Cánovas estaba convencido de que la democracia era incompatible con el liberalismo. En el Senado, Cánovas llegó a decir que la Constitución vigente, que era la suya, «no era una Constitución democrática, gracias a Dios».

P.- En el siglo XIX, la palabra «nación» estaba estrechamente ligada al liberalismo pues servía para designar el sujeto de soberanía. Sin embargo, en la actualidad, quizás debido a la evolución del término «nacionalismo» en el siglo XX, la apelación a la nación no se asocia comúnmente con el liberalismo, sino que se percibe como un sistema de creencias en oposición a él. ¿Cómo ocurre este cambio?

R.- Existe un cambio drástico en el significado de «nación» a partir de finales del siglo XIX. El concepto de nación se vuelve fundamental en la cultura política del siglo XIX, especialmente en el contexto del liberalismo político. Se trata de la nación política, la nación que se fundamenta en el principio de soberanía nacional y que sirve de base para las constituciones liberales y la organización del Estado constitucional. Si tenemos que asociar esta noción de nación, o el discurso político relacionado con ella, a una clase social, sería la burguesía y los estratos intermedios de la sociedad, lo que se conocía como la clase media. Por lo tanto, en el siglo XIX, prevalece el concepto político liberal de nación. El cambio entre los dos siglos es tan marcado que en el siglo XIX prácticamente no se utiliza el término «nacionalismo». No digo que no existiera, pero era raro que se empleara, ya que el sufijo «-ismo» tenía una connotación peyorativa, como si fuera una inflamación del lenguaje o una evolución patológica de un concepto. Esto cambia a finales del siglo XIX y se comienza a hablar masivamente de nacionalismo. ¿Por qué? Porque cambia el significado del concepto de nación. La noción política de nación, que es liberal y se basa en principios como la soberanía nacional, es en parte reemplazada o solapada por una nueva concepción de nación, la nación identitaria. Los individuos son en gran medida reemplazados por supuestos sujetos colectivos que se relacionan con la raza, el territorio, el idioma y las identidades colectivas. Este cambio no implica la creación de una nueva palabra, ya que la palabra «nación» permanece, pero el cambio en su significado es tan profundo que lleva a la creación del término «nacionalismo» como reacción al cambio. Por lo tanto, suelo afirmar que el siglo XIX fue el siglo de la nación, mientras que el siglo XX fue el siglo de los nacionalismos. La noción predominante en el siglo XX no es la nación liberal y constitucional, sino, en la mayoría de los casos, su opuesto: la sustitución de los derechos individuales por supuestos derechos colectivos basados en una concepción identitaria de la nación, que puede estar vinculada a la religión, la etnia, el idioma o el territorio.

P.- A pesar de que el término «nación» sigue siendo muy utilizado en el discurso público y político en España, parece que es un concepto esquivo. No hay una definición clara que no sea circular. ¿Opinas que el término «nación» carece de un significado claro en la actualidad?

R.- No diría que carece de significado, sino más bien que tiene varios significados, muchos de los cuales son incompatibles entre sí. La nación como demos tiene poco en común con la nación identitaria. El problema surge cuando una sociedad o un grupo humano necesita tener una identidad. A los pueblos y a la sociedad les sucede lo mismo que a los individuos. Necesitan identidades para reconocerse entre sí, diferenciarse de los demás y cumplir con el imperativo biológico de la lucha por la vida. Esto es un hecho. El problema surge cuando los discursos identitarios prevalecen sobre el discurso político relacionado con la nación soberana y los derechos que emanan de ella. El problema se presenta cuando la nación identitaria toma el control y establece sus designios, imponiendo ciertos derechos colectivos sobre los individuos. En ese momento, la nación se convierte en el centro de un discurso que no solo es diferente de la cultura liberal, que se enfoca en distribuir y gestionar derechos y libertades, sino que en gran medida los anula. Este es el problema, especialmente cuando se introducen debates identitarios en cuestiones legales, constitucionales y políticas bien establecidas. Es decir, cuando se intenta legislar sobre identidades en lugar de permitir debates sobre ideas y entidades. El problema surge cuando se intenta convertir esos debates en ley.

P.- Hace unos días se cumplieron cien años del golpe de Estado de Primo de Rivera. Has escrito sobre la juventud española de la década de los años veinte, subrayando el optimismo generacional.  Me interesa que nos expliques ese relación aparentemente paradójica entre el régimen dictatorial, y la edad de plata de la cultura española y el optimismo de la juventud.

R.- Esto es un fenómeno muy característico de esa década que ha pasado a la historia como los «felices años 20». Al menos en el caso español, el concepto es posterior. Pero es cierto que, al investigar la prensa de la época (y la prensa no miente en lo que lleva en su fecha de cabecera, no es una reconstrucción posterior), se percibe un gran optimismo. Este optimismo no se limitaba a los jóvenes, pero era especialmente notable en ellos, ya que sentían un sentido de poder colectivo y una fuerza generacional que sus predecesores no habían experimentado. Esto se debía a la evolución demográfica del país, la mejora en la educación, la prosperidad económica de España en los años 20 y la modernización en general. Además, el hecho de que España no participara en la Primera Guerra Mundial, que trastornó toda Europa, hizo que se sintiera que el mundo y España estaban en camino hacia un futuro mejor. En este contexto, la dictadura de Primo de Rivera no se veía con temor, en parte porque no era tan represiva en comparación con otras dictaduras de la época o posteriores, y en parte porque se creía que no duraría mucho y que lo que vendría después sería mejor. Esto se refleja en las respuestas de los jóvenes en la encuesta de El Sol de 1929, realizada en plena dictadura militar. La mayoría de ellos expresaban simpatías por la República, el socialismo y mostraban interés en la Unión Soviética, entre otros temas. Incluso algunos de los encuestados eran militares. Esto refleja el espíritu de la época. Fue un período marcado por nuevas formas de entretenimiento, ocio y diversión, una época profundamente hedonista. Además, en el caso de España, estos años se asemejan más a la América de los años 20 que a Europa. España no tuvo que enfrentar la reconstrucción posterior a la Gran Guerra, ni lidiar con excombatientes pidiendo limosna en las calles, ni el drama de millones de muertes que asoló Europa. Esto estableció una conexión más cercana entre la España de los años 20, un país menos desarrollado que muchos europeos, y Estados Unidos hasta 1929, cuando la situación comenzó a cambiar.

P.- Los años 20 también son un momento clave en el desarrollo de la cultura de masas. Mencionabas anteriormente los medios de comunicación y formas de entretenimiento. Esta cultura de masas hizo posible lo que hemos denominado ‘totalitarismo’, un término que también has investigado y que insistes en que no debe utilizarse de manera anacrónica pues está necesariamente arraigado al siglo XX ¿Por qué es así?

R.- Si rastreamos la historia de las palabras, podemos entender por qué y en qué contexto surgió el adjetivo «totalitario». Esto sigue el patrón de desarrollo del lenguaje político en la era contemporánea: primero un adjetivo y luego un sustantivo, y así sucesivamente. El adjetivo «totalitario» fue utilizado por primera vez en Italia, en el contexto de la Italia fascista, a principios del régimen de Mussolini, en mayo de 1923. En ese momento, todavía había cierta libertad en Italia, aunque Mussolini ya había restringido el funcionamiento del Parlamento y la libertad de prensa, entre otros. Un opositor a Mussolini, don Giovanni Amendola, acusó a Mussolini de estar estableciendo un sistema «totalitario». Poco después, el término «totalitario» evolucionó rápidamente a «totalitarismo». Lo interesante y notable es que este término se ajustaba tan bien a la visión que Mussolini tenía de su propio régimen que él mismo se apropió del término apenas un año después, en el Congreso del Partido Fascista, cuando reivindicó «nuestra feroz voluntad totalitaria». Por lo tanto, este término que originalmente se usó como crítica pronto fue adoptado y apropiado por los propios líderes fascistas.

P.- Falange también habla de un «Estado total».

R.- Total, exactamente. No «totalitario», sino «total». En los estatutos de Falange se menciona la creación del Estado como un instrumento «total» al servicio de la integridad de la patria. Esta idea también se refleja en la primera legislación franquista. Hasta donde yo sé, esto se mantuvo hasta alrededor de 1942 o 1943, coincidiendo con el cambio de rumbo en la Segunda Guerra Mundial, cuando el régimen de Franco empezó a abandonar el término. Sin embargo, pocos regímenes totalitarios se autodenominan como tales. Ni siquiera el nazismo, a pesar de ser uno de los regímenes más totalitarios de la historia, evitaba utilizar el término «totalitarismo» para referirse a sí mismo. Esto puede atribuirse, en parte, al deseo de no ser percibidos como fenómenos importados, ya que buscaban establecerse como movimientos que respondían a las realidades nacionales y a las necesidades internas. Una utopía no puede ser una simple copia de algo extranjero. Esta es la razón por la cual el nazismo nunca usó el término «totalitarismo» para autodescribirse.

P.- El término «totalitario» se utiliza a menudo para describir otros regímenes, tiranías o monarquías absolutas del pasado, pero un rasgo común de los totalitarismos, tal y como los has descrito, es que sustituyen a un régimen liberal.

R.- En gran medida, eso es cierto. Sin la existencia previa del liberalismo, el totalitarismo no tendría base para emerger. El totalitarismo, ya sea en su forma fascista o comunista, se presenta como una reacción contra el liberalismo, argumentando que este último es insostenible en el siglo XX. El totalitarismo, en esencia, es una crítica al liberalismo político y económico, y surge como una alternativa radical. Por lo tanto, su existencia está estrechamente ligada al liberalismo. Además, requiere una serie de condiciones para florecer, incluyendo una movilización de masas y un líder carismático. En contraste con las monarquías absolutas y las tiranías antiguas, el poder totalitario no se deriva de una autoridad divina, sino que, de alguna manera, emana del pueblo. Esto refleja una dimensión de modernidad que es inherente al totalitarismo. Sin embargo, es inconcebible en contextos anteriores, ya que requiere una serie de transformaciones y circunstancias que están profundamente relacionadas con la modernización. Tocqueville, en los años 30 del siglo XIX, fue uno de los primeros en vislumbrar que el avance hacia la modernidad no sería una suma cero, es decir, que no significaría simplemente más libertad y menos despotismo, sino que avanzaría simultáneamente hacia más libertad y más despotismo. Esta fue una advertencia que los primeros ilustrados y liberales pasaron por alto. Pero Tocqueville lo vio hasta el punto de que llegó a la conclusión de que se trataba de una forma de tiranía sin precedentes, una realidad para la cual no existía un término adecuado. Por eso tenemos una palabra para denominarlo: Pasaron casi 90 años para que esta palabra surgiera, ya que el totalitarismo es un fenómeno típico del siglo XX y, por lo tanto, está vinculado a una serie de condiciones específicas. Aunque en ocasiones pueda presentar ciertos rasgos anacrónicos o estar relacionado con lo que entonces se llamaron «religiones políticas» y la resacralización de la política, en realidad, el totalitarismo es una manifestación radicalmente moderna en el contexto histórico en el que se manifiesta.

P.- ¿Ves vestigios totalitarios en el populismo de nuestro tiempo?

R.- En todas las reacciones en contra del liberalismo, incluyendo la que estamos presenciando en la actualidad, existe una cierta inclinación hacia lo totalitario. Existe, como mínimo, una pretensión o alternativa al liberalismo, un esfuerzo por construir una forma de democracia que rompa con la tradición liberal. Esto nos lleva de nuevo al dilema de reemplazar los derechos individuales, sobre los cuales se construye la democracia, con los derechos colectivos, como el derecho del pueblo como un sujeto indivisible, lo que podría resultar en la vulneración de los derechos individuales. Por lo tanto, aunque no se puede generalizar y es poco probable que conduzca a un régimen totalitario, esta tendencia se acerca mucho a interpretaciones peligrosas de una concepción equivocada de la democracia, que busca ejercer el poder en nombre de un sujeto colectivo.

P.- Me gustaría preguntarte sobre la relación entre la izquierda y el liberalismo en la tradición política española.

R.- Bueno, son dos culturas políticas distintas, probablemente no tan alejadas. Los socialistas clásicos, incluso sin necesidad de ser marxistas de estricta observancia, consideraban que el liberalismo era la obra de una clase social: la burguesía. Y que había utilizado esa forma de ver el mundo y de organizar el mundo para arrebatar el poder a las anteriores clases dominantes para hacerse con el poder y gestionarlo en virtud de un nuevo concepto de de legitimidad. Por otro lado, si no queremos entrar en debates históricos que nos llevarían muy lejos, la libertad política está ligada a la libertad de mercado y por tanto, el liberalismo, aunque fuera la doctrina de una clase social, de alguna forma estaba condenado a libertad. Y por tanto a la organización del Estado en esos términos: competencia de bienes, ideas, etcétera. Así que el socialismo, en parte, se veía como una doctrina que buscaba superar la visión de una clase egoísta que gobernaba para sí misma. Se suponía que el socialismo gobernaba en beneficio de todos, y también se veía a menudo como una evolución de los principios más valiosos de la tradición liberal. Por lo tanto, no está tan claro que estas dos ideologías sean antitéticas.

P.- A eso me refería, se puede argumentar que Marx es parte de la tradición ilustrada, que busca ahondar en la realización de las ideas de progreso y autorrealización.

R.- Bueno, hay una distinción clave. El marxismo se ve a sí mismo como un desarrollo avanzado y coherente de los principios de la Ilustración, basado en una concepción racional del mundo que finalmente dio lugar al materialismo histórico. Sin embargo, en cierto sentido, considera que el liberalismo es una vía que quedó estancada en la tradición ilustrada. Por otro lado, el socialismo del siglo XX y el socialismo reformista de la tradición socialdemócrata ven el socialismo como un desarrollo del potencial liberador presente en el mejor liberalismo. Lo ven como una forma de llevar a cabo plenamente y de manera democrática un discurso emancipador que quedó incompleto en el XIX. En este sentido, no ven al socialismo como una negación del liberalismo, sino como su extensión. Dentro de la tradición socialista española, podemos encontrar estas dos concepciones en diferentes momentos y autores. Por ejemplo, en el contexto del socialismo español de esa época, Largo Caballero no se veía como un heredero de la tradición liberal, mientras que Indalecio Prieto sí lo hacía. Precisamente eso explica que Largo Caballero, al que las formas de gobierno las instituciones liberales le traían sin cuidado, fuera capaz de pactar y colaborar con la dictadura de Primo de Rivera, porque para él lo que contaban eran otras cosas: si permitía mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, a él le daba igual que fuera una monarquía o una república, siempre y cuando permitiera al Partido Socialista y a la UGT vivir en libertad, desarrollar su proyecto, expandirse, profundizar en los derechos de los trabajadores y seguir avanzando. Porque llegaría un momento, según su visión, en el que el socialismo se alcanzaría de manera orgánica, sin necesidad de una revolución o de un trauma. Por otro lado, para Indalecio Prieto, el socialismo solo era posible en un régimen de libertad y democracia, incluso antes de lograr la emancipación de la clase trabajadora. Debía lograrse en un ambiente de plena libertad y democracia que, según él, beneficiaría a los trabajadores antes que a otras clases sociales. Por lo tanto, estas dos visiones eran absolutamente contrapuestas y chocaron, aunque sus roles cambiarían en los años 30, cuando Indalecio Prieto se convirtió en un gran defensor de la colaboración con la República. En cambio, Largo Caballero rompió con esta política de colaboración con la República a partir de 1933, por la naturaleza del régimen: la república es el régimen burgués por excelencia, y un régimen más opresivo para la clase trabajadora que la propia monarquía. Y esto puede llamar la atención en una persona que ha pasado a la historia como el Lenin español; un socialista con visión revolucionaria.

P.- Efectivamente, ese es el recuerdo que queda de él, cuando él fue un hombre pragmático casi toda su vida. ¿Cómo se explica su deriva hacia el bolchevismo a partir de la derrota de la izquierda en las elecciones de 1933? 

R.- La verdad es que es un proceso bastante incomprensible y forma parte de la locura y la tragedia colectiva que vivió una parte de la sociedad española en esos años, especialmente a partir de 1933. Sin embargo, es importante destacar que no fue la derrota en las elecciones de 1933 lo que llevó a Largo Caballero a su giro bolchevique. Los primeros signos de ese giro se manifestaron públicamente ante sus seguidores a principios del verano de 1933. Por lo tanto, cuando llegaron las elecciones, Largo Caballero y el Partido Socialista ya habían dado ese giro. ¿Qué le sucedió? En primer lugar, se sintió decepcionado por los resultados de las reformas sociales durante el primer bienio republicano. No porque no creyera en la importancia de esas reformas y la necesidad de llevarlas a cabo, sino porque consideraba que los republicanos, incluyendo a los gobernadores civiles y la burguesía republicana, habían boicoteado la implementación de esas reformas. Esto lo dejó profundamente decepcionado y aumentó su desconfianza hacia los republicanos, su deslealtad, demagogia, y su tendencia a la traición y la corrupción política. Por lo tanto, Largo Caballero anunció que el Partido Socialista no volvería a formar una coalición con los republicanos.

P.- Porque los percibe también como unos burgueses.

R.- Exactamente, porque él considera que el republicanismo es la expresión de los intereses de una clase social. Es decir, que la burguesía es, por naturaleza, republicana, mientras que la monarquía es un régimen más débil, en cierta forma, más fácil de combatir y menos ligado a los intereses de la gran burguesía y, si se quiere, más paternalista. Y en ese sentido Largo Caballero desconfía mucho más de la República. Estos son los viejos demonios familiares del socialismo español, presentes no solo en Largo Caballero, sino en todo un sector obrerista del socialismo español, que resurgen en 1933. Otro factor que influye en el giro bolchevique es la experiencia de Luis Araquistáin, el principal ideólogo de Largo Caballero. Araquistáin fue embajador de la República española en Berlín desde principios de 1932 hasta finales de abril de 1933, ya con Hitler en el poder. Durante su tiempo en Alemania, Araquistáin presenció el colapso de la República de Weimar y cómo los socialistas alemanes y el Partido Socialdemócrata, el partido socialista más fuerte del mundo, no hicieron nada para evitar la toma del poder por parte del nazismo a través de medios democráticos. Esta experiencia llevó a Araquistáin a advertir a los socialistas españoles que no debían cometer el mismo error. Creía que si existía un peligro fascista en toda Europa, también existía en España, y que el socialismo debía anticiparse a un posible golpe fascista mediante una revolución preventiva. Estas son las razones detrás del giro bolchevique.

P.- Lo años 30 fueron un momento crucial para la prensa en España. ¿Es la prensa la que polariza la política o es la política la que arrastra a la prensa al extremismo?

R.- Yo creo que son vasos comunicantes aunque, desde luego, es difícil determinar el origen de esa crispación política que llevaría a la Guerra Civil. Lo que es seguro es que la prensa contribuyó a ello. Ya sea como el motor principal de la crispación o como uno de sus engranajes, la prensa de los años 30 desempeñó un papel fundamental en la polarización, la radicalización y la creación de las condiciones que hicieron muy difícil evitar lo que finalmente ocurrió. No afirmo que la Guerra Civil fuera inevitable, pero el margen para evitar la catástrofe en las vísperas de la Guerra Civil siempre fue mínimo. La prensa tuvo un papel significativo en polarizar al país y reducir ese margen de maniobra que quedaba para la democracia en España antes de la guerra.

Foto: Carmen Suárez

P.- Araquistáin evolucionó en el exilio del bolchevismo al pactismo. Como has estudiado la relación entre el socialismo y la monarquía, me gustaría que nos contaras cómo sucede esa evolución.

R.- Comienzo por el caso de Araquistáin, que fue un tanto atípico y, como mencioné en mi libro, «el eslabón perdido» del socialismo español. Él llegó a esa evolución antes que la mayoría de los socialistas. La sensación de Araquistáin era que la izquierda española había cometido graves errores que la habían llevado al desastre, errores en los que no había tenido en cuenta su verdadero poder e influencia en la política del país. Expuso esto en una conferencia que dio en Toulouse, en la sede de los socialistas españoles en el exilio, titulada «Algunos errores de la República». El título es significativo porque sugiere que había muchos errores de los que hablar, pero el tiempo era limitado. En esta conferencia, señaló principalmente un problema general: la radicalización de la República y la falta de habilidad para lidiar con la realidad política, como las influencias de la Iglesia y el ejército. A partir de estas experiencias, llegó a conclusiones que creía que debían tenerse en cuenta para evitar cometer los mismos errores en el futuro. Y esa será la al final, la moraleja, que de alguna forma inspirará a la transición si la izquierda volvía a tener la oportunidad de vivir en una democracia consolidada. Una democracia no podía actuar como en los años 30. Y en ese sentido tenía que aprender de los errores de la segunda República, de sus propios errores, hacer su propia catarsis como lo hizo en el exilio y, en definitiva, no hacer otra cosa que cumplir aquellas palabras de Manuel Azaña en aquel famoso discurso «Paz, piedad y perdón». Poco antes de ese final extraordinario, insta a los españoles a aprender la lección de la musa del escarmiento. Y la que tenía más que aprender era la izquierda, no porque fuera la que hubiera cometido más errores o la que tuviera más culpa, sino porque era la que tenía más que perder si volvía a haber un experimento democrático en España. Y por eso era la que tenía que arrimar más el hombro y ser más prudente, porque si aquello acababa mal, los platos rotos los volvería a pagar la izquierda.

P.- Uno de los actores principales de la Transición es Adolfo Suárez, de quien has escrito una biografía. Tenía la particularidad de ser uno de los hombres menos ilustrados de cuantos hicieron la Transición. Y sin embargo, esas carencias pudieron beneficiarle.  

R.- Calvo-Sotelo decía, comparando su trayectoria como presidente de Gobierno y la de Suárez, que para ser político no hay que leer y que incluso las lecturas pueden ser más bien un handicap para un buen desempeño político para la carrera. En el caso de Suárez, un político extremadamente intuitivo con una formación muy limitada, se dio una situación que raramente vemos hoy en día. Tenemos un líder político puramente intuitivo que tomó decisiones arriesgadas, pero muy acertadas, rodeado de una clase política y una élite dirigente altamente educada. Esta combinación es casi como cuadrar el círculo. Tenemos un presidente del Gobierno que confía en su intuición y una élite política tanto en el poder como en la oposición con un nivel de educación envidiable. Un ministro de Suárez que lideraba la oposición interna me contó que Suárez, consciente de que lo miraban con cierto desprecio, le dijo: «Ustedes saben más que yo, pero yo veo más lejos que ustedes». Y el ministro añadió: «Y tenía razón». La capacidad de ver más allá, de creer en lo que parece imposible o sin precedentes, a veces desde la intuición, la inteligencia emocional y atajos mentales que tienen las personalidades verdaderamente excepcionales, como Adolfo Suárez, puede llevar a pensar que ciertas cosas son posibles. El problema de los grandes actores de la historia es que su papel y habilidades finalmente se agotan, no duran toda la vida.

P.- Has escrito una monografía sobre 23-F, un acontecimiento que todavía inspira teorías conspirativas. ¿Pero realmente queda algo por saber sobre el 23-F?

R.- Creo que lo que sabemos sobre el 23-F, la versión oficial de los hechos, se acerca mucho a lo que realmente sucedió. En primer lugar, debemos tener en cuenta que la versión oficial es la más cercana a la realidad de ese acontecimiento. En segundo lugar, la verdad oficial de un evento nunca agota por completo la realidad de lo sucedido, lo que a menudo da lugar a teorías conspirativas o interpretaciones alternativas sobre eventos como el 23-F o el asesinato de Kennedy, por ejemplo. El hecho de que en la historia siempre queden cabos sueltos no es anómalo ni raro, sino algo inherente a la disciplina histórica. A veces, debemos desconfiar de las historias o interpretaciones que pretenden atar todos los cabos. Conocer el pasado tiene límites, y cuando alguien pretende haber traspasado esos límites, generalmente nos está engañando. Nuestra relación con la verdad es paradójica y contraintuitiva. La verdad genera relatos imperfectos, mientras que la ficción y la mentira crean relatos perfectos, como las novelas de detectives, las películas de espías o las teorías conspirativas.

P.- La realidad siempre es imperfecta. Armada, Milans y Tejero ni siquiera compartían agenda.  

R.- Había por lo menos tres planes distintos. Estaba el golpe durísimo de Tejero. Desde luego, él hubiera prescindido de la monarquía, pero sabía que con aquel ejército era imposible dar un golpe contra el Rey. Estaba el golpe de Milán, que era un golpe duro, pero contando con la Corona y con Armada, que era el hombre que vinculaba al sector descontento del Ejército con la Corona. Él iba diciendo por ahí que el Rey podía favorecer o aceptar un hecho consumado, que el Rey estaba harto de Suárez, que el Rey, en definitiva, se dejaría llevar. Bueno, eso era lo que querían oír los conspiradores. Efectivamente, había tres planes en marcha: el de Tejero, el de Milans, y el de Armada. El de Tejero era una junta militar pura y dura, presidida por Milans. El de Milans era un gobierno de concentración con una junta militar presidida por él, y el de Armada era un gobierno de concentración, un gobierno de salvación nacional. Esos eran los tres golpes.

P.- ¿Si el Rey no hubiera actuado, el golpe habría triunfado?

R.- Sin ninguna duda. ¿Cuánto hubieran durado esa junta militar o ese gobierno de concentración? Eso no lo sabremos. Posiblemente no mucho, pero el golpe habría triunfado, seguro. Es decir, si el Rey simplemente permanece al margen, si no toma la iniciativa, si él y su equipo, con Sabino a la cabeza, no empiezan a llamar a los capitanes generales para parar el golpe, para evitar ese efecto dominó que esperaban provocar los golpistas… El golpe habría sido imparable simplemente con que el Rey no hubiera reaccionado.

P.- Terminemos con la pregunta habitual, ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?

R.- Pues te recomiendo a mi colega y amigo Javier Fernández Sebastián, catedrático de la Universidad del País Vasco, especialista en historia de los conceptos políticos.

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