Alguien difícil de olvidar
«Con sus defectos y pasiones, Sánchez Dragó fue una de esas personas que sin duda hacen más divertida y única la cultura de un país. Miro ahora a mi alrededor y no veo a nadie como él»

Ilustración: Alejandra Svriz.
La paradoja del comediante que expuso Diderot consiste en lo siguiente: en contra de lo que creen los espectadores ingenuos, los mejores actores no son los que más sienten las pasiones y tribulaciones de los personajes que representan, sino los que permanecen íntimamente fríos y por eso pueden fingirlas mejor. La interpretación artística no es un desbordamiento emotivo, sino una habilidad intelectual a la que se llega por entrenamiento y disciplina. Algo parecido ocurre en otras artes, por ejemplo la literatura. Para escribir bien sobre algo que uno ama o sobre lo que detestamos hay que distanciarse antes del tema. Es muy difícil expresar adecuadamente lo que nos arrastra hasta que ha dejado de arrastrarnos. Hablo por dolorosa experiencia propia, porque nada me motiva tanto cuanto me pongo a escribir como la indignación, pero nada me estropea tanto la prosa como estar muy enfadado. Es un equilibrio difícil: si no me irrita mi tema, languidezco y lo abandono; pero si me saca realmente de mis casillas no puedo maltratarlo como es debido y lo fastidio por exceso de encono. Lo mismo pasa cuando intento dar cauce a lo que amo demasiado, pero esto ya saben los que me siguen que sólo me pasa una o dos veces al año.
«¡Qué personaje, Fernando Sánchez Dragó! A él debemos los mejores programas literarios que se han visto en la televisión de nuestro país. En sus programas daba cabida a todo el mundo, incluso a quienes más detestaba, sin el menor sesgo sectario»
Me hice más de una vez estas consideraciones, que por otra parte me son habituales, mientras leía el atractivo libro En la boca del dragón (ed. La esfera de los libros) en el que Anna Grau cuenta su intensa historia amorosa con Fernando Sánchez Dragó, con quien tanto quiso a pesar de una diferencia de edad (treinta y un años) que quienes poco entienden de estos asuntos podrían considerar derogatoria. Yo fui buen amigo de Fernando, lo que no es un título honorífico que vaya sin turbulencias. A veces he recordado que lo mismo que Esquilo no quiso que en su lápida pusiera más que «peleó en Maratón», porque consideraba que su participación en esa batalla fue más importante que cualquiera de sus obras, yo en la mía me conformaría con que pusiera «fue amigo de Jesús Aguirre y Fernando Sánchez Dragó», dos afectos muy importantes para mí, pero que me han traído muchas polémicas con irreconciliables a lo largo de los años. La capacidad de crearse enemigos es algo innato y tan inexplicable como la de ganarse amigos. En el caso de Sánchez Dragó (Aguirre sabía ser a su modo más perverso) resulta difícil de entender porque carecía casi ontológicamente de mala intención. Para hacer daño al prójimo hay que prestarle mucha atención (demasiada, en la mayoría de los casos) y Dragó sólo se fijaba realmente en sí mismo: a los demás les concedía el mínimo de consideración que impone la cortesía y a veces un plus interesado más si se trataba de mujeres atractivas. Pero desde luego nada suficiente para hacerles conscientemente daño. Entre los muchos que para mi sorpresa le detestaban yo creo que predominaba la envidia, no desde luego el resentimiento por algún agravio…
Conocí a Fernando porque era primo de una chica con la que entonces yo salía (y entraba, desde luego) que me lo presentó. Agraciado, desenvuelto, fabulador de sí mismo, tenía lo que hay que tener para gustarme, sobre todo entonces. Yo formaba parte del consejo editorial de la revista literaria La Gaya Ciencia, presidido por la imponente Rosa Regás, codeándome con amigos de cultura tan abrumadora como Félix de Azúa, Javier Fernández de Castro, Víctor Gómez Pin, Agustín García Calvo, Eugenio Trías… Entre ellos pretendía disimular porque yo venía directamente del Capitán Trueno y Conan Doyle, no de Hölderlin o Proust. Nos mandaban colaboraciones que solían ser severamente juzgadas y rechazadas con sadismo. Una vino firmada por Sánchez Dragó, vía la prima que compartía mis gratos retozos eróticos. Luego supe que era el capítulo dedicado a Prisciliano de su libro aún ignoto Gárgoris y Habidis. El resto de mis compañeros de consejo editorial lo rechazaron sin dudar con las chanzas más denigrantes. A mí su estilo demasiado recargado tampoco me gustó mucho, aunque me pareció una prosa divertida. Pero allí encontré algo decisivo: en un momento se hablaba de dos inquisidores que perseguían sin descanso a Prisciliano, hasta el punto de que podría decirse que eran «los Nikolas Rokoff y Alexis Paulvitch» del hereje. ¡Nikolas Rokoff y Alexis Paulvitch! Los dos enemigos mortales de Tarzán a los que sólo los adictos a la serie de sus novelas (por entonces no había otras series) conocíamos. Cualquier defecto del texto de Dragó se borró al momento: yo defendería hasta la muerte a un hermano en tarzanismo frente a todos los elegantes eruditos que en el mundo han sido. Después, llevado por mi simpatía por él, me paseé con el desaforado manuscrito de Gárgoris y Habidis bajo el brazo en busca de editor. Empecé por Jesús Aguirre, que me preguntó si me había vuelto loco para intentar publicar semejante mamotreto: casi todas las editoriales que visité me dieron la misma respuesta. «Hombre, sabemos que es amigo tuyo, pero cómo vamos a publicar eso…». Resulta que estaban rechazando olímpicamente su fortuna. Cuando Jesús Munárriz se decidió (también por razones amistosas) a sacar en Hiperión los tres copiosos volúmenes de la obra, hizo el mejor negocio de su vida. Para sorpresa de la mayoría (entre ellos yo mismo, que consideraba el Gárgoris perfectamente ilegible) la obra se vendió como si fuera un inédito de Agatha Christie y cubrió de oro al audaz editor y al autor, que era el único que nunca dudó del éxito del libro.
¡Qué personaje, Fernando Sánchez Dragó! A él debemos los mejores programas literarios que se han visto en la televisión de nuestro país. Respeto mucho a Bernard Pivot, pero Fernando le superaba con creces, en cultura y capacidad comunicativa, a pesar de que Pivot tenía la ventaja de que los autores franceses hablan mucho mejor que los por lo común balbuceantes escritores españoles. En sus programas daba cabida a todo el mundo, incluso a quienes más detestaba (según me consta), sin el menor sesgo sectario. Eran tiempos muy distintos de los actuales, con sus «cordones sanitarios» y la censura woke funcionando a pleno rendimiento. El libro de Anna Grau, una excelente escritora que ha mostrado también su inteligencia en la política, es una obra de amor pero que nunca cae en la cursilería ni la vulgaridad. El retrato del gran hombre resalta luces pero también sombras, sin miramientos ni rencores. He disfrutado leyéndolo porque me ha permitido recordar de nuevo a un amigo inolvidable. Con sus defectos y pasiones, una de esas personas que sin duda hacen más divertida y única la cultura de un país. A decir verdad, miro ahora a mi alrededor y no veo a nadie como él.