Del «dividendo de la paz» al rearme
«La autonomía estratégica no se construye solo con ejércitos, sino también con una diplomacia capaz de anticipar, influir y actuar en defensa de los intereses propios»

Volodímir Zelenski junto a Ursula von der Leyen. | Zuma Press
Europa ha despertado de su prolongado letargo militar, pero no únicamente debido a la guerra en Ucrania. Aunque la invasión rusa marcó un punto de inflexión, el verdadero detonante que ha sacudido al continente ha sido el regreso de Donald Trump y su particular visión sobre el papel de Estados Unidos en la OTAN, y el tablero geopolítico. Las recientes declaraciones del presidente estadounidense —sugiriendo que Washington podría dejar de asumir automáticamente la carga defensiva europea— han actuado como un inesperado «toque de diana», sacando bruscamente a Europa de la cómoda ilusión de seguridad garantizada. Aún aturdidos tras este brusco despertar, los gobiernos europeos afrontan ahora una cruda realidad: depender exclusivamente del paraguas militar norteamericano ya no es aconsejable. El statu quo defensivo se ha resquebrajado, y la seguridad europea ha entrado, irrevocablemente, en una nueva era.
Ante esta nueva coyuntura, Bruselas ha puesto en marcha un ambicioso plan para reforzar su industria de defensa tras los primeros momentos de incertidumbre y titubeo. No se trata solo de gastar más, sino de hacerlo de manera coordinada y estratégica. La Comisión Europea ha perfilado una serie de medidas que contendrán incentivos para la producción de armamento dentro del bloque, la eliminación de trabas burocráticas en el gasto militar y la promoción de adquisiciones conjuntas entre los Estados miembros. La meta es clara: reducir la dependencia de EE. UU. y garantizar que Europa pueda defenderse por sí misma, algún día.
Los grandes fabricantes europeos, como Rheinmetall (Alemania), Leonardo (Italia) y Dassault Aviation (Francia), serán los principales beneficiados. Sin embargo, el camino no será fácil. A pesar del aumento del gasto en defensa tras la invasión rusa, las empresas del sector aún se enfrentan a problemas de producción y cadenas de suministro fragmentadas. Mientras que EE.UU. opera con un mercado unificado y gigantes como Lockheed Martin y RTX, Europa sigue dividida en múltiples actores nacionales con intereses a menudo divergentes.
«No se trata de reunir fondos escasos o improvisados, como quien rebusca monedas olvidadas en el bolsillo, sino de reconocer que la defensa exige inversiones significativas, necesariamente competidoras con otras prioridades presupuestarias»
Un caso de éxito es MBDA, el fabricante europeo de misiles propiedad de BAE Systems, Airbus y Leonardo. Sus misiles Storm Shadow/Scalp, utilizados con éxito en Ucrania, han despertado el interés de países que buscan reducir su dependencia del armamento estadounidense. Pero la fragmentación sigue siendo un obstáculo. Para superarlo, la Comisión Europea ha propuesto una inversión de 150.000 millones de euros en defensa y una flexibilización de las normas fiscales para permitir que los gobiernos gasten hasta 650.000 millones en rearme. Se empieza a escribir el cuánto, y aún queda por delinear el qué y el cómo, que no es cuestión menor.
El retorno de la Política de Defensa -así, con mayúsculas- en el viejo continente también tendrá implicaciones económicas. Durante décadas, Europa ha disfrutado del «dividendo de la paz», priorizando el gasto social sobre el militar. Ahora, con presupuestos de defensa en ascenso, los gobiernos deberán tomar decisiones difíciles, redefiniendo en ocasiones sobre qué sectores priorizar.
Europa se enfrenta, pues, a una encrucijada. Si quiere garantizar su seguridad sin depender totalmente de EE.UU., necesita transformar su industria de defensa. No basta con gastar más; es imprescindible hacerlo con eficiencia, coordinación y a escala continental. Y eso, como bien saben en Bruselas, no se consigue de la noche a la mañana, y mucho menos, de espaldas a Washington.
Este esfuerzo colectivo requiere también una labor de pedagogía social. La defensa implica exactamente eso: capacidad de defenderse. Presentarla de otro modo equivaldría a engañar a la ciudadanía. La defensa abarca dimensiones militares, estratégicas, sociales y políticas, todas articuladas alrededor de una capacidad real de disuasión que depende de fuerzas armadas bien equipadas y financiadas debidamente. No se trata de reunir fondos escasos o improvisados, como quien rebusca monedas olvidadas en el bolsillo, sino de reconocer que la defensa exige inversiones significativas, necesariamente competidoras con otras prioridades presupuestarias. Y sí, implica armamento. Ignorar esta realidad sería irresponsable. La defensa es, en definitiva, un pilar esencial para garantizar la paz, pero siempre acompañada de costes y esfuerzos considerables. Si el debate sobre este compromiso se suaviza con eufemismos y retórica evasiva, el peligro es evidente: convertir el respaldo necesario de la sociedad en dudas, y eventualmente, en abierto rechazo.
Y, por supuesto, la defensa no es solo cuestión de armamento. Una de las herramientas más poderosas, cuando se emplea con inteligencia, es la diplomacia. Si Trump habla con Rusia, con China o con quien le plazca—faltaría más, está en su derecho—, Europa no puede limitarse a observar. Debe invertir en nuevos marcos de diálogo, fortalecer su capacidad de negociación y, sobre todo, definir con independencia con quién habla y para qué. La autonomía estratégica no se construye solo con ejércitos, sino también con una diplomacia capaz de anticipar, influir y actuar en defensa de los intereses propios. Aún queda pendiente, sin embargo, definir con claridad cuánto está dispuesta Europa a invertir realmente en este ámbito.