THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

Irse de Madrid

«Lo difícil es explicar por qué uno se va de Madrid y vuelve a su pequeña ciudad de provincias. Cómo hacer que eso no parezca una derrota o un desistimiento»

Opinión
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Irse de Madrid

Panorámica de la ciudad de Madrid tomada desde la Casa de Campo. | Ricardo Rubio (Europa Press)

No puedo decir mucho de Alex de la Rosa porque apenas le conozco. Le he visto tres o cuatro veces, siempre en eventos culturales donde un escritor hablaba de sí mismo en un sitio bonito y se le ofrecía vino a la concurrencia. Es un hombre bien vestido, delgado, parece joven y quizás incluso lo sea, y tiene un don de gentes evidente: en los escasos minutos de small talk que compartí con él, tuvo la agilidad de deslizar algún comentario que delataba un sentido del humor sofisticado. Creo que trabajaba en la comunicación de un hotel donde fui a dar una charla. 

Alex me causó la suficiente curiosidad para bichearle en Instagram, donde siempre escribe textos ocurrentes en los que me detengo y pienso: un día que me lo encuentre en otro sarao de estos me quedaré a hablar con él. 

Así como en los pueblos la gente no tiene que hacer por quedar, pues ya saben que se encontrarán en el bar de la plaza del pueblo, los madrileños una vez que hemos creído identificar la tribu a la que pertenece alguien, pensamos que ya sabemos dónde volver a encontrarlo algún otro día. 

En el caso de Alex, ese día no parece que vaya a llegar. Hace unos días vi que publicaba una foto de unas cajas de mudanza, y un texto donde explicaba que se iba de Madrid para volver a Ponferrada, de donde un día salió, dijo adiós a su familia y se fue a vivir a la capital. Explicaba su decisión en una nota, decía que no se iba enfadado, que tampoco lo hacía por la precariedad laboral y los precios de los alquileres, que un poco de todo eso sí había, pero que además él quería ver el atardecer de sus abuelos, y añadía que «existe otra forma de vivir y a ella me lanzo. El triunfo no tiene nada de chisporroteante. Triunfar es estar en el lugar que uno quiero estar. Nada más».

Los que son de provincias no sienten ninguna necesidad de explicarle a nadie los motivos que le llevan a uno a mudarse a Madrid. Más si uno tiene aspiraciones culturales, una sexualidad abierta a la exploración, una curiosidad por la variedad de la fauna humana, anhelo de que haya sitios donde a los que ir las noches entre semana. Lo difícil es explicar por qué uno se va de Madrid y vuelve a su pequeña ciudad de provincias. Cómo hacer que eso no parezca una derrota o un desistimiento, que es la explicación que uno le supone a quien se aleja del lugar donde ocurren las cosas, para volver allí de donde un día se largó porque no pasaba nada que pareciera importante.

«El centro tiene una fuerza de gravedad que lo atrae todo, que exige atención, que ordena la mirada»

Y es que en Madrid ocurren muchas cosas que nos hacen creer que a medida que uno se aleja, pasan menos cosas –un amigo mío dice de las personas insulsas que «son más aburridos que una tarde en Soria»–. Según se adentra uno en la meseta, ya no se ven exposiciones que a veces son interesantes y otras muchas puro relleno para dar contenido a tanta fundación, ni coctelerías con variantes exóticas del negroni, ni hay tantos estrenos de obras de teatro donde los actores se ponen en pelotas, ni se conspira la caída de un CEO del IBEX en un reservado, raramente se folla con un desconocido un martes, se ven pocos hombres que se pintan las uñas, no todos los días abre un nuevo restaurante donde se espolvorea caviar sobre una molleja y es más raro encontrar a ciudadanos con sueldos de más de 2.000 euros. De todas estas cosas está hecho el imaginario de lo que constituye ese centro en el que pasan cosas. 

Y es que Madrid no solo es el centro geográfico de España, sino que es el centro del poder político, del poder cultural y del poder financiero, y todos aquellos que tratan de sustraerse a esa idea de centro y de construir otros centros alternativos, no dejan de mirarse y compararse con Madrid, porque el centro tiene una fuerza de gravedad que lo atrae todo, que exige atención, que ordena la mirada. Y los que está en el centro se miran a sí mismos y a la vez son mirados por los que están fuera. Aquel que no es capaz de verse a sí mismo si no es a través de los ojos de quien le mira, ansía estar en ese centro, porque en los márgenes uno se siente invisible. 

Luego uno está en Madrid y resulta que esto del centro es fractal, y en el centro mismo al centro no lo halla, porque cuando cree llegar a él se encuentra que hay un privado al que no le dejan pasar, y un guest list sin su nombre, y uno paga la copa y ve que otro tiene una pulserita, y al día siguiente se entera por Instagram que la fiesta buena es aquella a la que no le invitó nadie, y solo puede alquilar más allá de la M30, y al final comprende que sigue estando en los márgenes.

Y luego, el día que por fin te dan el pase VIP, te llama un amigo al que le ha ido bien en Nueva York –o eso quiere hacerte creer– y te dice que estás perdiendo el tiempo en Madrid, que allí no pasa nada nunca, ni se decide nada ni se inventan las cosas, que te estancarás profesionalmente, que los sitios que no son una paletada son un wanna be, que todo el mundo es igual, que en la liga de las grandes ciudades, Madrid es en realidad Albacete. En definitiva, que el centro está en otra parte.

Leo con cierta admiración el post de Alex de la Rosa, con ese eco antiguo de Fray Luis de León, veo en lo que cuenta a alguien cuya mirada ha dejado de estar deslumbrada por el brillo de esas cosas del centro, para ser ella misma la que alumbra cada cosa que hay en donde elige estar.

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