Esto no es política, que no te engañen
«Puesto que los partidos nos arrastran a la política del zasca para ocultar los males de fondo, debemos ser nosotros quienes pongamos las cosas en su sitio»

Ilustración de Alejandra Svriz.
La política, en esencia, debería ser el proceso mediante el que la sociedad organiza su convivencia, administra y potencia sus recursos favoreciendo la creación de riqueza, y por tanto la prosperidad, y resuelve los conflictos de manera racional y pacífica mediante el establecimiento de unas reglas iguales para todos. Así, la finalidad de la política debería ser velar por el interés general, garantizando el equilibrio entre libertad y oportunidades, estabilidad y progreso, derechos y deberes.
Por su parte, el constitucionalismo de la democracia liberal combina la soberanía popular con el establecimiento de límites al gobierno surgido de las urnas mediante una ley de leyes: la Constitución. El objetivo del constitucionalismo liberal es garantizar que la democracia no degenere en tiranía de la mayoría ni en el ejercicio arbitrario del poder.
¿Qué tienen que ver estas dos definiciones con lo que actualmente sucede en España? Esta debería ser la pregunta que nos formuláramos los ciudadanos y, sobre todo, los líderes de los partidos políticos. ¿La política que se practica en nuestro país tiene como fin organizar la convivencia, administrar razonablemente los recursos y favorecer la creación de riqueza y el bienestar? ¿Los partidos y nosotros mismos entendemos la acción política como la resolución pacífica de los conflictos o más bien la hemos convertido en la guerra por otros medios?
Estas preguntas pueden parecer retóricas. Y en buena medida lo son, porque la práctica política a todas luces poco o nada tiene que ver con la resolución de conflictos; al contrario, busca exacerbarlos y, si es preciso, inventarlos, de tal forma que el debate degenere en una confrontación sin solución: «Nosotros contra ellos».
Nuestros representantes no acuden al Congreso para hacer propuestas y debatirlas. Acuden para escenificar esa confrontación, descalificándose e incluso insultándose mutuamente, con el mensaje último de «vótame a mí», sin mayor argumentario. Este espectáculo lamentable nada tiene que ver con la política, menos aún con la representación; tampoco con el constitucionalismo democrático. De hecho, los intereses partidistas han acabado convirtiendo la Constitución en papel mojado o, en el mejor de los casos, en un conjunto de reglas que pueden ser retorcidas porque el fin justifica los medios.
«El viejo sectarismo, lejos de verse contrarrestado, ha acabado trasladándose a las nuevas plataformas»
Por su parte, los medios de información convencionales, con honrosas excepciones, lejos de ejercer como garantes de las buenas prácticas políticas, parecen contribuir con devoción a este enfrentamiento interesado. Ni siquiera las redes sociales, antaño bastante más espontáneas, se salvan del entendimiento corrosivo de la política. X, por ejemplo, se ha convertido en un canal temático de partidos y facciones. La cantidad de cuentas que operan como sus cámaras de eco, cortocircuitando intencionadamente cualquier debate, es abrumador. Como resultado, el viejo sectarismo, lejos de verse contrarrestado, ha acabado trasladándose a las nuevas plataformas.
Incluso los llamados influencers están siendo reclutados para impedir que prospere cualquier razonamiento que cuestione los dogmas de la facción de turno. En vez de contribuir al debate, ahora refuerzan burbujas ideológicas donde la más nimia discrepancia se castiga y la lealtad ciega se premia con visibilidad y patrocinio. Como resultado, también en las redes sociales el debate público se vacía de argumentos y se llena de consignas, dejando al púbico atrapado en una guerra de propaganda travestida de información.
¿Podemos los españoles permitirnos el lujo de entender la política como este ensordecedor «nosotros contra ellos», a la vista de los complejos desafíos que, queramos o no, tenemos que afrontar?, ¿de qué nos sirve que este o aquel político, tertuliano o influencer «destroce», «arrase», «machaque» o «pulverice» al adversario? Más aún, a largo plazo, ¿de qué nos servirá echar del poder al odiado adversario con nuestro voto si este hooliganismo continúa?
No es sólo que necesitemos escapar a esta envolvente de la trifulca para poder debatir racionalmente sobre problemas muy graves, como el descontrol de las Administraciones, el derroche, el endeudamiento sin tasa y la corrupción galopante, o el pésimo desempeño del modelo educativo, el monumental desbarajuste del sistema de pensiones, la escasez de viviendas, los precios de los alquileres, la precariedad laboral o el empobrecimiento. Es que, además, deberíamos plantearnos con urgencia una reforma de un modelo constitucional a todas luces desbordado por prácticas que explotan sus groseras carencias.
«Esto no se va a arreglar cambiando unas caras por otras para, después, fingir que aquí no ha pasado nada»
Estos siete años de sanchismo han dejado muy claro, por ejemplo, que la institución de la Presidencia del Gobierno necesita estar mucho mejor delimitada para prevenir en el futuro nuevos abusos de poder por parte de un único sujeto. También parece evidente que es necesaria una nueva ley de partidos con sanciones mucho más severas en caso de incumplimiento, para que estos cumplan debidamente con su función de representación y dejen de ser estructuras cerradas al albur de los intereses de un puñado de individuos que incentivan la servidumbre, el clientelismo y colonizan instituciones, empresas y medios de información. Y, por supuesto, habría que replantearse el ordenamiento territorial, así como la desproporcionada representación de unas minorías nacionalistas cuyo único objetivo es la explotación de toda la nación en su propio beneficio mediante el chantaje de la aritmética.
Que no le engañen. Esto no se va a arreglar cambiando unas caras por otras para, después, fingir que aquí no ha pasado nada, porque está pasando de todo y es de temer que continuará pasando. Tampoco un puñado de jueces, ni aún con sentencias ejemplares (lo cual está por ver), puede hacer el trabajo que correspondería hacer a la sociedad española. Los tribunales son un último recurso frente a los abusos de poder, y no siempre infalible, máxime si el Tribunal Constitucional se dedica a sabotear sus sentencias o a explotar sus errores de instrucción.
Puesto que los partidos nos arrastran a la política del zasca para correr un tupido velo sobre los males de fondo, debemos ser nosotros quienes, escapando a la trampa de la confrontación, pongamos las cosas en su sitio y llamemos al pan, pan, y al vino, vino. Esto es, que a pesar de que la Constitución Española señala en su preámbulo el objetivo de «establecer una sociedad democrática avanzada», ha adolecido desde el principio de gravísimos defectos. Y que estos defectos, agravados por una cultura democrática inexistente, han hecho que la corrupción, el abuso y la arbitrariedad avancen a un ritmo desenfrenado. El gobierno actual, si se puede calificar como tal, es la apoteosis de este proceso. Sin embargo, nada nos garantiza que, con el paso del tiempo, no llegue otro que lo supere. De seguir con este entendimiento de la política, todo se andará.
Sin embargo, nada está escrito. Si algo demuestra la historia es que las sociedades pueden despertar, exigir reformas y forzar a sus dirigentes a rendir cuentas. Para ello, en nuestro caso bastaría con negarnos a entender la política como un combate de boxeo y recuperar el sentido de la responsabilidad. Si queremos un futuro mejor, debemos pelearlo, construirlo nosotros mismos, con valentía y con rigor. De lo contrario, la catarsis tarde o temprano llegará, y no será de buen grado.