El territorio adolescente que los padres ignoran
«En los ámbitos de la clase media o alta, el adolescente que ven los padres raramente es el del colegio. Jamás llegan a pensar que puede ser una bestia»

Una escena de la serie 'Adolescencia'. | Netflix
Aunque mi tema no es otro comentario a la miniserie Adolescencia de Netflix, no negaré que mi idea surge del visionado de la cinta de Philip Barantini sobre el muchachito Jamie de trece años. Quizás una familia media británica y otra española no sean del todo parangonables, si bien en el mundo globalizado cada vez están más cerca. Para mi propósito no es lo principal que Jamie haya acuchillado y muerto (o no) a una compañera de curso, lo básico es que ninguno de los chicos es como los padres creen. La amiga negra de la fallecida grita, aúlla y tira por el suelo de un golpazo a otro compañero de clase. Acaso en adolescentes muy conflictivos o en familias de clase muy baja cuyo derredor es a menudo prácticamente delictivo, el adolescente (él o ella) sea siempre el mismo, pero en los ámbitos de la clase media o alta, el adolescente que ven los padres raramente es el del colegio. Los padres asumen que el chico vive una edad conflictiva, que puede ser a veces problemático (léase asimismo rebelde) pero jamás llegan a pensar que, en momentos, y entre colegas, puede llegar a ser una bestia. Si va a la casa una amiga de mamá de visita, el muchacho la saludará -queriendo largarse, desde luego- con sonrisa y cortesía. Quizá dos horas antes ese mismo púber ha golpeado a un compañero, lo ha insultado y humillado y aquí paz y después gloria. ¿Puede creer la mamá que el agresor, con palabros y patadas al compañero débil, es el mismo que saluda cortés, no ha roto un plato, y usa buenos modales? Puede no parecerlo, pero es el mismo. Esto no es general, pero tampoco nuevo.
«Pocas cosas son tan salvajes en muchachos que inician la adolescencia como la mezcla en pura dinamita de una vaga inocencia con una pulsión tremendamente animal»
Yo hice el bachillerato en un colegio madrileño de muy alto nivel, con muy buena base cultural, mucho catolicismo mariano y religiosos y profesores que parecían controlarlo todo. Españoles hidalgos valientes, bien, en ese colegio distinguido entre mis 12 y 14 años sufrí acoso. Quienes me insultaban o a veces me golpeaban de pasada (fui un privilegiado, hoy es todo peor) no eran más de cuatro o cinco, pero el resto de la clase -unos quince, al menos- no hacían nada, esquivaban, miraban para otro lado, de ahí surge la execrable «mayoría silenciosa» que está en la base de las autocracias o de abusadores de la política como nuestro S. Yo sufría todo aquello con silencio y rabia, pero era tímido y débil y no dije nada en casa (con los años mi madre me lo reprochó) pues estaba seguro que no me creerían. Los insultos, coscorrones o patadas de ese grupito -al que he olvidado, pero no perdonado- me hacían preguntarme al comenzar el día: ¿Qué nueva tortura me espera hoy, pues como daño lo vivía? Algunos de esos malditos podrían saludar a mi madre con gentileza, externamente eran correctos y bastante bien educados, dentro del colegio propendían a cafres. ¿En su casa se daban cuenta? Acaso los podrían juzgar de cuando en cuando incordios -más si había malas notas- pero del íntimo salvajismo ni se percataban. ¿Y los benditos y religiosos profesores? Yo creo que algo podían intuir, al menos, pero preferían rezar y decir con benévolo disgusto, «son cosas de chicos», «se pasan al día siguiente», «no tienen mayor importancia». Solo los propios alumnos se saben de veras, engañan a los papás, y asumen que aulas y patios colegiales son como un circo romano, pero nadie debe chivarse. Sobre los catorce años, las bravatas sobre el número diario de pajas, pueden ser elemental machismo. Pero ver como uno de los brutos lanzaba un feroz balonazo contra otro chico que no jugaba, un golpe de hacer daño rematado con un ¿a que te ha gustado, cabrón?, eso es otra cosa -aunque se unan- y de eso los padres nada saben y profesores y alumnos pasivos hacen por no enterarse. No, muchos chicos son muy distintos en el colegio que en su casa. Yo vine a darme cuenta, tras pasar mi purgatorio de víctima (me dejaron con vago desdén porque vine a hacerme como una lumbrera literaria) de que el mal y lo que los padres raramente sabían -y menos en un hijo suyo- es que pocas cosas son tan salvajes en muchachos que inician la adolescencia, como la mezcla en pura dinamita, de una vaga inocencia que aún queda en los púberes (muy vaga) con una pulsión tremendamente animal y salvaje, como de toros sin desbravar. Un jovencito de trece años -como el Jamie de la serie- entre la rara inocencia de no saber y el ansia brutal de pelea, dominio, castigo y daño que les nace de lo más rudo de la especie, es un combinado terrible. Nada más bestia (y suelen ignorarlo los padres) que el chico con rasgos algo angelicales y el demonio en el cuerpo que los vuelve salvajes. Algo de esto se ve en la gran novela de William Golding El señor de las moscas (1949) Increíble, entonces.
Este es el fondo básico de la serie Adolescencia, más allá del crimen que no es lo normal. Ahora los colegios (en mi época no) son mixtos. Pero, al parecer, la presencia femenina no ha hecho decrecer la brutalidad, que ellas -a su modo- también dictan y practican.