Entender a Bretón
«Es justamente aquello que no puede destruir la maldad lo que ha desaparecido de la controversia pública y que solo la mejor literatura era capaz de detectar, representar y honrar»

José Bretón. | Europa Press
La reciente polémica sobre la publicación de El odio de Luisgé Martín sirve para tomar conciencia de algunas de las disfunciones que aquejan a la actual esfera pública. Por una parte, es evidente que la responsabilidad del editor ha quedado en entredicho, por no decir que ha sido penosamente humillada. Después de que el juez desestimara la petición de la Fiscalía de suspender la distribución del libro, Anagrama, contradiciendo su primer comunicado y plegándose al dictado del clamor mediático, decidió hacer suyas las tesis de la acusación y embargarse a sí misma su libertad de criterio, decisión insólita donde las haya. Ni que decir tiene que las peticiones, por parte del coro digital, de que se quemara la efigie de la editora o se boicoteara el sello, son de una bajeza abyecta, por no hablar de la ridícula negativa de tantos libreros a vender el producto, de pronto erigidos en guardianes sobrevenidos de la moral pública. ¿Seleccionarán ellos a partir de ahora aquello que es digno o indigno de publicarse? ¿Nos devolverán el dinero si nos da asco un libro?
Pero más allá de estas puerilidades, por desgracia cada día más frecuentes, hay otro asunto en el que no se ha reparado y que quizá sea la cuestión de fondo más relevante. Como ya no podemos leer el libro, no nos queda más remedio que interpretar las pocas señales que su autor ha emitido durante la brevísima promoción de su obra secuestrada. En una entrevista concedida antes del escándalo y publicada con título campanudo, «Luisgé Martín, el escritor que conoció al asesino» (El País, 22/03/25), el susodicho, a la pregunta formulada por el periodista sobre las motivaciones de su empresa, contestó: «Cuando empecé a escribirme con él, quería intentar sacarle todo lo que pudiera de la historia, porque era incapaz, y lo sigo siendo, de entender por qué alguien mata a sus hijos. Necesitaba acercarme, preguntar, acotarlo, intentar meterme en la cabeza de José Bretón«. Y cuando se le preguntó por qué no había contactado con Ruth Ortiz, la madre de los niños asesinados, su respuesta fue la siguiente: «No tengo fuente de comunicación. Creo que no me hubiera atrevido a hablar con ella, creo que es una persona a la que no hay que meter en esto. Vi una serie de hace dos años en la que ella participaba con su voz [Bretón, la mirada del diablo] y me pareció, ya me lo pareció en el momento del crimen, una persona de una entereza y de una dignidad moral acojonantes. No me habría atrevido a irrumpir en su vida para plantearle esto».
¿Cómo se explica que un escritor intente meterse en la cabeza de un hombre que ha asesinado a sus propios hijos y al mismo tiempo ni siquiera se le ocurra hablar con la madre de las víctimas porque le parece «una persona de una entereza y de una dignidad moral acojonantes»? La decisión evidencia el estado putrefacto de la imaginación pública del que luego se han derivado todas las reacciones presuntamente inmunitarias del sistema. La fascinación por el mal, alimentada por una industria de true crimes, películas, series y podcasts (¡Bretón, la mirada del diablo!), ha creado la falsa ilusión de que detrás de la mente de los asesinos hay un enigma que el artista y su público pueden descifrar para conjurar los miedos que les inspira su propia especie frente al espejo, sin dejar de comer palomitas durante el proceso de anestesia moral. El mito de Hannibal Lecter, el caníbal hiperculto que escucha a Bach después de comerse el hígado de una de sus víctimas acompañado de habitas y un buen Chianti –nótese el kitsch filisteo de sus gustos presuntamente sofisticados– resume la trampa que ha creado el basurero del imaginario adicto a los monstruitos de mente insondable.
«José Bretón es un ejemplo más de la banalidad del mal, un concepto que no tiene nada que ver con la vulgar y cerril simplificación periodística de que todos llevamos dentro un potencial asesino, sino que define con valentía y exactitud la incapacidad del sujeto para establecer una relación imaginativa entre sus actos y el daño que generan»
La comparación con Truman Capote es otro de los actos fallidos de esta especie de terapia pública. Su non-fiction novel no fue más que un engaño, el cebo con que el escritor endosó a millones de lectores una ficción en toda regla que utilizaba el señuelo de lo real para rellenar con el poder de su imaginación la mente vacía de unos asesinos tan estúpidos e insustanciales como Bretón. La «realidad» construida por aquel nuevo género espurio constituyó el punto cero de una degradación consensuada de la imaginación literaria que elocuentemente ha redundado en un progresivo desconocimiento de nuestra condición, una ceguera moral cada vez más lesiva de la que la llamada autoficción es la última hipertrofia, con el ego como postrer residuo de la true story. El miedo de Luisgé Martín ante la «entereza y la dignidad acojonantes» de Ruth Ortiz es el resultado de esa claudicación que al mismo tiempo ensalza, aureolándola de un prestigio fraudulento, la mente de Bretón, cuyas puertas ya habían sido previamente abiertas de par en par por el mismo público tremendista que ahora pide cerrarlas.
La conciencia del mal solo se da en aquellos que conocen el límite humano, aunque puedan haberlo transgredido. Hay en Macbeth una escena fundamental al respecto. El siniestro matrimonio, en el primer acto, está discutiendo la posibilidad de matar a Duncan. Macbeth, frente a la seguridad de su mujer, expresa sus dudas con esta frase: «I dare do all that may become a man; / Who dares do more is none» («Osaré hacer aquello que corresponda a un hombre. Quien se atreva a más no lo es»). Ante ello, lady Macbeth se enerva y le dice que precisamente el deed, la acción, le hará más hombre que nunca. Shakespeare construye toda la tragedia sobre ese gozne que separa lo humano de lo inhumano y que dispara la imaginación proléptica del protagonista hacia la catástrofe anunciada por las brujas pero que, gracias a una responsabilidad que se ha desplazado del orden sobrenatural al contingente –tránsito típico del dramaturgo–, al final ya solo tiene lugar en el escenario de la conciencia.
José Bretón, en cambio, es un ejemplo más de la banalidad del mal, un concepto que, tal y como de verdad lo formuló Hannah Arendt, no tiene nada que ver con la vulgar y cerril simplificación periodística de que todos llevamos dentro un potencial asesino, sino que define con valentía y exactitud la incapacidad del sujeto para establecer una relación imaginativa –y por tanto moral– entre sus actos y el daño que generan. La operación puede causar un mal infinito, que en sí mismo no es por supuesto banal, pero detrás de su mecanismo no hay más que una infinita y deprimente vaciedad, previas, en su caso, al asesinato que convirtió a Bretón en verdugo de sus propios hijos, del mismo modo que «la entereza y la dignidad acojonantes» de Ruth Ortiz eran anteriores a su condición de víctima. Es justamente aquello que no puede destruir la maldad lo que ha desaparecido de la controversia pública y que solo la mejor literatura era capaz de detectar, representar y honrar.