The Objective
Antonio Elorza

Tiempo de dictadores

«Los poderes excepcionales ejercidos por Pedro Sánchez no son irrelevantes ni transitorios, y provocan una erosión permanente al Estado de derecho»

Opinión
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Tiempo de dictadores

Ilustración de Alejandra Svriz

Hay ocasiones en que la marcha de la historia experimenta inesperados retrocesos. Me lo comentaba recientemente una amiga rusa, buena conocedora del pasado de su país, para subrayar lo que pudo representar el intento de Yuri Andropov, sucesor de Brezhnev, para detener la caída de la URSS acudiendo a una represión a ultranza. En clave de humor, fue reflejado en su día por el diálogo de dos moscovitas, uno de los cuales desea al otro un feliz 1938. «¡Pero si estamos en 1983!», respondía el interpelado. En términos cronológicos, la corrección era acertada, no así teniendo en cuenta la política de Andropov que en 1983 presagiaba un retorno a 1938, al terror de Stalin. Una enfermedad del riñón truncó el intento, pronto vino Gorbachov y el principio del fin.

Nada garantiza que algo así se repita y podamos evitar en el futuro el augurio similar al de «feliz 1933» por la presidencia de Trump, un acontecimiento anunciador de catástrofes para el mundo, como lo fuera en enero del 33 la llegada de Hitler al poder.

Precisamente, El fin de la historia fue el título del libro de Francis Fukuyama que daba cuenta de la nueva situación creada por el desplome de la URSS, abriéndose a su juicio para la humanidad una expectativa de universalización de la ciencia y de la libertad en democracia. Sería el cumplimiento de los ideales de la Ilustración que en el plano político anticipó la revolución norteamericana. La profecía de Alexis de Tocqueville en su La democracia en América parecía a punto de hacerse realidad.

El espejismo duró poco, e incluso por lo que toca a los Estados Unidos, no solo resultó pronto disipada la expectativa venturosa de Fukuyama, sino que en pocas semanas con Trump se tambaleó el diagnóstico de Tocqueville sobre la firmeza del sistema político americano. El tipo que ocupa la Casa Blanca ha mostrado sobradamente en ese tiempo su voluntad y su capacidad para devolver al mundo y a su propio país a lo que él llama su «liberación», en realidad un caos originario regido por un feroz individualismo. Un escenario pre-hobbesiano.

Tocqueville señaló al individualismo como componente inseparable de la democracia en América, en cuanto resultado de la tendencia general a la igualación de las condiciones, si bien pensando que sus efectos negativos se encauzarían mediante las instituciones libres y la participación política, encargadas de recordar al hombre que vive en sociedad. Su opuesto era el egoísmo, la atención exclusiva a los intereses de cada uno, ajeno y enfrentado a otros hombres, «vive al lado suyo, pero no los ve, los toca, pero no los siente» la idea de humanidad ha desaparecido. Era la forma de despotismo previsible en América y el presagio se ha confirmado.

«La revolución digital deshizo el entramado de vínculos que configuraban las sociedades industriales»

El realismo político de Tocqueville permite también explicar la actual distopía, desde el supuesto de que es «el Estado social» donde se encuentran los soportes de la legislación y de la vida política. De acuerdo con este criterio, Trump, como Erdogan, como Putin, como Orbán, como incluso Pedro Sánchez, son sujetos políticos con rasgos propios, pero su entrada en escena responde a las profundas transformaciones sociales que en América y en el mundo han hecho posible la deriva antidemocrática y personalista, dominante en el último cuarto de siglo. De la misma, todos y cada uno de ellos, en distintos grados, son la expresión actual.

La sensación de avance de la humanidad ha quebrado desde el nacimiento del nuevo milenio, en todos los órdenes, y se trata de un fenómeno perfectamente explicable. La revolución digital deshizo el entramado de vínculos que configuraban las sociedades industriales, abriendo paso a un horizonte de cambio tecnológico acelerado, pero también de inseguridad radical. Es lo que Zygmunt Bauman llamó la sociedad líquida, con una subida en flecha de la desigualdad. El viaje a las estrellas de Elon Musk tiene la contrapartida de despidos millonarios.

En el orden internacional, una vez fracasado el intento de hegemonía democrática made in USA de la era Bush, lastrado también por la guerra, regresan los imperios dispuestos a ignorar los límites marcados por el Derecho Internacional. Ahora con Donald Trump, también los Estados Unidos se lanzan a una carrera del poder dictada por el egoísmo y la insolidaridad, por el menosprecio de cualquier consideración moral y jurídica. Su «liberación de América» implica el regreso a un estado de naturaleza cuyos pobladores atienden solo a relaciones de fuerza, al principio de que el pez grande se come al chico.

En la más brillante de las primeras civilizaciones, la egipcia, personificado por una pequeña diosa con una pluma sobre la cabeza, Maat, despuntó el principio de que la justicia y la verdad debían presidir las relaciones humanas. Hoy no solo se han derrumbado los pronósticos de Tocqueville en el siglo XIX y de Fukuyama al borde del año 2000. El retroceso es brutal. La evocación de los valores personificados por Maat parece inútil. Vivimos un auténtico momentum catastrophicum, provocado por la radical disyunción entre el progreso tecnológico y la precedente tendencia secular a una mejora progresiva de las condiciones de vida y a la afirmación de los valores y derechos propios de una existencia humana.

«Nada tiene de extraño que en esa caída hacia la irracionalidad, hayan ido despeñándose también la idea y la práctica de la democracia»

Nada tiene de extraño que en esa caída hacia la irracionalidad, hayan ido despeñándose también la idea y la práctica de la democracia.  Sobre el telón de fondo de un malestar social, que recuerda al experimentado hace un siglo, primero tuvo lugar un declive en su valoración a escala universal, lo que se llamó «la fatiga de la democracia», para registrarse en las dos últimas décadas un proceso de degradación hasta verse eliminada, bien por la emergencia de populismos, bien por el vaciado del contenido propio de los regímenes democráticos, de su orden constitucional, llevado a cabo por gobernantes con vocación de autócratas. A esta condición responderían las nuevas dictaduras, cuyos promotores europeos más destacados serían Orbán en Hungría y Tayyip Erdogan en Turquía.

El espectro de contenidos es muy amplio, con el polo extremo asignable a Vladimir Putin, quien arrancó de un régimen autoritario, potencialmente pluralista al suceder a Boris Yeltsin a fines del pasado siglo, para consolidar una dictadura personal donde la supervivencia de la institución parlamentaria y de los procesos electorales son puros formalismos. Desde otros supuestos, una trayectoria similar fue seguida por el chavismo en Venezuela, con un régimen autoritario-competitivo –usando la terminología de Lavitsky y May–, abierto en principio a una victoria de la oposición en las urnas, que desaparece con su sucesor Maduro, pasando a lo que los autores citados califican de régimen autoritario-hegemónico (calificación light: como Putin y Ortega, más allá del autoritarismo, es ya una dictadura de exclusión radical).

El punto de inflexión residiría en la eliminación previa de toda posible alternativa de poder, por una victoria del partido o candidato de oposición. En el caso turco, lo supone el reciente encarcelamiento del alcalde y futuro candidato a la presidencia, Ekren Imamoglu. La dictadura asume entonces un contenido de permanente represión.

El abanico de regímenes es muy amplio, pero no elimina la existencia de un denominador común. La designación de alguien como dictador procede estrictamente del significado del término en la República romana: es el magistrado que ejerce poderes excepcionales. En el caso de las nuevas dictaduras, la legitimidad de origen le sirve para desbordar los límites de sus competencias y, en calidad de titular del poder ejecutivo, eliminar la autonomía de los otros dos poderes. El Ejecutivo deviene centro único de decisiones del Estado.

«La satanización de la oposición es un denominador común en la Turquía de Erdogan, la Hungría de Orbán y la España de Sánchez»

Las nuevas dictaduras surgen como resultado de un proceso de concentración progresiva de poder, no de un acto puntual, y por eso si el polo de decisiones personal y único, es la constante, la naturaleza de los respectivos regímenes registra grandes variaciones. Insistamos en que una cosa son las derivas totalitarias de Putin, Ortega y Maduro, otra las nuevas dictaduras que por su origen se ven forzadas a tolerar el pluralismo político y la celebración de elecciones, mediante las cuales pudiera darse una alternativa de gobierno.

De ahí la importancia de la transición de la fase competitiva a la hegemónica (mejor excluyente), que acaba de darse en Turquía. Lo cual no significa que en la fase competitiva, el poder aceptase permanecer como simple espectador del juego político. La satanización de la oposición ha sido y es un denominador común en la Turquía de Erdogan, en la Hungría de Orbán y en la España de Pedro Sánchez. El eventual relevo es presentado siempre con los rasgos de un museo de horrores, pensemos en el muro de Sánchez, pero se mantiene –en Turquía, hasta ayer– como posibilidad efectiva.

Desde distintos ángulos, los dictadores actúan en el mismo sentido para consolidar el monopolio de poder adscrito al Ejecutivo, y para ello los instrumentos son siempre la sumisión del Poder Judicial, la subordinación del Legislativo y el control de los medios de comunicación. La presión autoritaria varía de uno a otro, pero coincide la finalidad perseguida. Conviene recordar hasta qué punto el golpe fallido de 2016 permitió a Erdogan llevar a cabo una deriva de represión de libertades ahora consumada. En el caso español, la debilidad de la dictadura es obvia, si bien no se debe tanto a ausencia de vocación autoritaria del Ejecutivo, como a la fragilidad que introduce la acción de partidos antisistema y soberanistas en la mayoría gubernamental. Es una paradójica dictadura que manda, vulnera a su voluntad la Constitución, pero no gobierna.

En la medida que la dictadura es el resultado de una degradación democrática, y no de un acto puntual, sus fases son identificables. En nuestro caso, la invasión del Poder Judicial tuvo lugar de forma escalonada, a partir del cerco puesto a la investigación de una jueza sobre el 8-M y la covid, ya en abril-mayo de 2020, para culminar en el enfrentamiento abierto a las investigaciones judiciales sobre la corrupción en el círculo de poder, amparado por la instrumentalización de instituciones claves, como el Tribunal Constitucional y el Fiscal General del Estado. En cuanto al Legislativo, han sido convergentes: a) la degradación sistemática del procedimiento, para salvar los controles jurídicos y el debate parlamentario, incluso en proyectos de ley –rebajados a proposiciones y decretos-ley– que afectan de lleno al orden constitucional, y b) la suplantación del Congreso como órgano encargado la elaboración de las leyes, siempre por negociaciones de tipo conspirativo, incluso con prófugos fuera de la ley.

«La legalidad constitucional se ha visto sustituida por el decisionismo del presidente de Gobierno»

Como consecuencia, vivimos en España una novedosa variante esperpéntica de la democracia: la democracia exterior, el gobierno en cuestiones esenciales desde un centro de poder ajeno a nuestras instituciones, incluso geográficamente, y enfrentado a las mismas por haberlas vulnerado y pretender su supresión.

Ante todo, la legalidad constitucional se ha visto sustituida por el decisionismo del presidente de Gobierno, y según cabía esperar, los efectos han sido y pueden ser muy graves en cuanto a la supervivencia de aquella. Por conveniencias políticas estrictamente personales, de sucesivos plumazos, ha sido abolida la jerarquía de idiomas establecida en la Constitución, aprobada una ley de Amnistía ajena a la misma y al principio de igualdad ante la ley, y comprometido al Estado a un régimen fiscal para Cataluña que consagraría el privilegio económico. En suma, los poderes excepcionales ejercidos por Pedro Sánchez no son irrelevantes ni transitorios, y provocan una erosión permanente al Estado de derecho establecido en 1978. Aunque se mantenga en el nivel competitivo, de elecciones libres, sin instaurar la represión, excepcionalidad permanente es dictadura y ausencia de una vida democrática normalizada.

Una vez emitido el dictamen, resulta imposible predecir el futuro si Donald Trump consuma su voladura de la democracia americana y el desencadenamiento de una crisis económica mundial, con graves repercusiones para Europa –y para España– en los órdenes económico e institucional.  De momento, a la pertinente aproximación al PP –para la cual tuvimos que llegar al borde del abismo– y a las lógicas medidas protectoras del sistema productivo y para la diversificación de mercados, el Gobierno ha añadido un eslogan: «Compra lo tuyo, defiende lo nuestro». No escapa a la orientación nacionalista, con olvido de Europa. El virus de Trump se contagia de modo inevitable.

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