'Made in' Occidente: así fabricamos nuestra decadencia
«La batalla del siglo XXI por la prosperidad se juega también en el seno de nuestras democracias, entre la libertad emprendedora y la espiral del control burocrático»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Desde hace tiempo, la explicación predominante sobre el empobrecimiento relativo de las clases medias occidentales ha apuntado casi exclusivamente a la globalización. La deslocalización industrial, la competencia de mano de obra barata en Asia o el auge de nuevos polos económicos –eso que en geopolítica llaman multilateralidad– habrían sido los responsables de un lento pero imparable deslizamiento hacia la precariedad y la pérdida de poder adquisitivo. Sin embargo, hay una variable sospechosamente olvidada, probablemente porque pone en el punto de mira a los propios gestores de las políticas públicas, a nuestros inefables gobernantes y tecnócratas: la hipertrofia regulatoria y el abuso fiscal dentro de las propias sociedades occidentales.
En realidad, la globalización hasta ahora había paliado este empobrecimiento permitiendo que las depauperadas clases medias pudieran seguir accediendo a bienes que de otra forma serían ya inaccesibles. Ahora, sin embargo, también eso está en riesgo por la inspiración de algunos que pretenden que miremos el dedo y no la Luna. El globalismo, ese término que algunos repiten sin cesar, es ya como el espantajo de la heteronormatividad. Un «concepto-cajón» que sirve para apuntar y disparar a todo lo que huela siquiera tenuemente a liberalismo.
Este enfoque no niega el impacto de la globalización, de hecho, en realidad lo habría potenciado, pero de forma poco o nada equilibrada, convirtiendo un fenómeno netamente positivo en otro peligrosamente empobrecedor para las sociedades sobrerreguladas. Digo peligroso porque la democracia depende en buena medida de la existencia de una clase media próspera y pujante.
La sobrecarga normativa y tributaria ha operado como un factor de empobrecimiento por dos vías. Por un lado, mediante la extracción constante de rentas a través de impuestos crecientes e intencionadamente complejos (para permitir la arbitrariedad administrativa) que afectan especialmente a las clases medias, que son las más productivas. Por otro, al actuar como un factor de expulsión de la inversión, el talento y la actividad económica, que se ven obligados a buscar fuera, en entornos regulatorios más simples, flexibles, predecibles y competitivos, las condiciones para prosperar que aquí se les niegan.
Tanto en Europa como en Estados Unidos, aunque con diferencias en cuanto a intensidad y diversidad, se ha producido una proliferación de normas, certificaciones, requisitos, permisos, tasas y obligaciones que complican la iniciativa privada hasta el absurdo, ralentizan la innovación y encarecen de forma artificial los procesos productivos. Por si esto no fuera suficiente castigo, se añade un sistema fiscal que, lejos de premiar la creación de riqueza, la grava de forma creciente para sostener un gasto público desaforado; a menudo, puro y simple derroche.
«Un coche medio debe cumplir con más de 30.000 normas, entre directivas comunitarias y normativas nacionales»
Un ejemplo soberbio de esta hipertrofia normativa lo tenemos en la industria del automóvil. En Europa, la fabricación, homologación y comercialización de un vehículo conlleva el cumplimiento de miles de requisitos técnicos y administrativos. Se estima que un coche medio debe cumplir con más de 30.000 normas, entre reglamentos europeos, directivas comunitarias, normativas nacionales y certificaciones, antes de poder salir a la venta. A esto se suman decenas de impuestos directos e indirectos: IVA, impuesto de matriculación, tributos medioambientales, tasas municipales, aranceles en caso de importación, e incluso gravámenes específicos en función del nivel de emisiones.
Esta enloquecida maraña de obligaciones no solo encarece el producto final, también actúa como una barrera de entrada para nuevos fabricantes, mientras que para los ya establecidos es una fuente constante de inseguridad jurídica. El resultado es una industria cada vez más concentrada y petrificada, más atenta al poder político que a la innovación y con márgenes de maniobra ridículos frente a competidores globales que surgen y se desarrollan con ímpetu en entornos mucho más permisivos. Si, además, como es el caso de China, esos fabricantes cuentan con ingentes ayudas estatales, la debacle está servida.
Aunque en Europa este fenómeno es especialmente visible, el caso español es paradigmático: vivienda encarecida por regulaciones y restricciones urbanísticas, hostilidad hacia el ahorro y la inversión, e inseguridad jurídica creciente para empresas y particulares. En cuanto a Estados Unidos, si bien el marco legal es en general más dinámico, también se ha observado una tendencia similar en algunos Estados, así como una mayor presión desde las administraciones federales. Que nadie se engañe: la burocracia estadounidense no tiene nada que envidiar a la europea.
La hiperregulación genera situaciones esperpénticas que pueden parecer anecdóticas, pero que evidencian hasta qué punto vivimos en un infierno administrativo. Un ejemplo «maravilloso» es el de José Vélez, vecino de El Escorial (Madrid), quien en 2010 taló un fresno de su finca que, tras una tormenta, había quedado peligrosamente inclinado y amenazaba con derrumbarse sobre su casa. Aunque el árbol estaba en su propiedad y representaba un riesgo evidente, el Ayuntamiento le impuso una multa de 100.000 euros por no contar con los permisos correspondientes para la tala. José Vélez tuvo que litigar durante 15 años para que, por fin, en febrero de 2025, la Justicia anulara la sanción, al considerar que la Junta de Gobierno local se había atribuido competencias que no le correspondían. Aunque suene sarcástico, se puede decir que Vélez tuvo suerte. Sin embargo, habría que preguntarse cuántos ciudadanos pueden permitirse litigios que duren tres lustros.
«No necesitamos competidores externos. Nosotros mismos nos estamos empobreciendo desde dentro»
Otro caso tanto o más revelador, por interferir en la creación de riqueza, es el de Ramón Iglesias, que necesitó tres años de gestiones, 10.000 euros en licencias, centenares de papeles y trámites con más de 30 funcionarios de 11 departamentos pertenecientes a cuatro administraciones diferentes, antes de poder abrir su bodega de vinos. Tuvo que pagar 1.300 euros por un estudio de impacto acústico a pesar de que sus instalaciones eran silenciosas y además se encontraban muy alejadas del lugar habitado más cercano. Le exigieron una certificación de «innecesariedad» de realizar actividad arqueológica y, también, un informe sobre iluminación por si incumplía el «reglamento para la protección de la calidad del cielo nocturno». En decir, Ramón sufrió innumerables zancadillas administrativas a pesar de que iba a generar puestos de trabajo en una región con una enorme tasa de desempleo.
Estos son casos especialmente llamativos que han trascendido a la prensa. Pero ¿cuántos otros suceden a diario sin que tengamos noticia? Parece evidente que la suma agregada de las peripecias y disparates administrativos que se suceden cotidianamente representa un coste enorme para nuestra prosperidad. No necesitamos competidores externos. Nosotros mismos nos estamos empobreciendo desde dentro.
Pero la lacra de la hiperregulación no sólo nos empobrece materialmente: también nos debilita culturalmente. Reemplaza la mentalidad emprendedora por otra dependiente del Estado; exigimos más a los poderes públicos y menos a nosotros mismos. Al mismo tiempo, erosiona la libertad, al reducir cada vez más nuestro margen de maniobra en favor de la tutela opresiva del Estado.
Occidente lleva tiempo padeciendo una inquietante esquizofrenia: presume de defender la libertad económica y el emprendimiento, mientras buena parte de su entramado institucional está cada vez más orientado a dificultarlos. La solución pasa, probablemente, por una profunda revisión de nuestras estructuras regulatorias y fiscales, no con el ánimo de desmantelarlas, sino de racionalizarlas, simplificarlas y devolver a las sociedades occidentales el músculo perdido.
«La hiperregulación se ha convertido en una industria de la que dependen infinidad de funcionarios y contratistas privados»
El problema, no obstante, es endiablado, porque, con el transcurrir de los años, la hiperregulación se ha convertido en una poderosa industria de la que dependen infinidad de burócratas, funcionarios y contratistas privados. Además, para los gobernantes más inmorales tiene una ventaja: favorece la corrupción. La hiperregulación restringe la libre entrada a la actividad económica para que unos pocos privilegiados puedan operar sin apenas competencia, obteniendo enormes beneficios que comparten con los políticos a través de comisiones y regalos. Las normas o requisitos deben ser enrevesados y ambiguos para permitir la discrecionalidad a la hora de conceder permisos y licencias.
Alexis de Tocqueville, en La democracia en América, escribió: «No es que el despotismo venga de pronto. Más bien se infiltra poco a poco bajo la forma de una red de reglas minuciosas y uniformes que envuelven a la sociedad».
La batalla del siglo XXI por la prosperidad de Occidente no se juega sólo en el tablero global. También, y quizá sobre todo, en el seno de nuestras propias democracias, entre la lógica de la libertad emprendedora y responsable y la espiral infernal del control burocrático.