Anatomía del cambio
«Cabe preguntarse si nos gobierna el coraje o el miedo, la inteligencia o el desconcierto, la ambición de perdurar o el victimismo del rencor»

Un filósofo griego con un portátil. | Ilustración de Alejandra Svriz
Se diría que no ha habido ninguna época sin un orden interno, porque hasta el caos se define por la ausencia de estructuras previsibles. Lo que llamamos «orden mundial» no es un capricho diplomático ni una figura retórica. Al contrario, es la forma en que interpretamos una arquitectura de valores que sentimos nuestra, junto a sus amenazas y alianzas.
Pero todo llega a su fin. La semana pasada, Gordon Brown, uno de los últimos grandes premiers que ha tenido el Reino Unido, publicaba en The Guardian un texto demoledor sobre el cambio de época al que asistimos. Es un buen artículo. El orden global que surgió tras el final de la Guerra Fría fenece sin un claro relevo a la vista. La hegemonía americana muestra sus primeras grietas, a pesar de su incontestable poder militar y económico. China ofrece una alternativa inquietante, de corte autocrático. Y el gran laboratorio de la modernidad postnacional, que ha sido la UE, lleva décadas hundiéndose en la irrelevancia geopolítica. Nuestra voz clama en el desierto, sin importarle ya a nadie.
Las señales de cambio abundan: Gaza amanece devastada, Pekín amenaza con recuperar Taiwán, Washington lanza una guerra comercial global, el conflicto de Ucrania se eterniza, los constantes flujos migratorios transforman el latir de los países occidentales, mientras los populismos regresan con fuerza a la palestra política. El marco liberal que creíamos universal, tras leer a Fukuyama en los noventa, se ha tornado frágil. La globalización nos muestra su reverso, la sensación de encontrarnos indefensos ante fuerzas que nos superan.
El antiguo primer ministro británico habla de una sacudida estructural sin marcha atrás. Me parece evidente. Las agujas del reloj de la historia nunca retroceden, como recordaba Isaiah Berlin en Oxford, tras asistir escéptico -y un punto burlón- a una conferencia de Unamuno en 1936. No será la primera ni la última vez que el hombre asista al cierre de un ciclo histórico, pero no deja de asombrarnos cuando presenciamos su despliegue. Y más cuando te toca jugar el partido en el lado de los pesimistas. En todo caso, describamos el paisaje: una sociedad próspera, rica en recursos aunque pobre en horizontes, una Europa en retroceso y envejecida, temerosa del momento, si bien lejanamente orgullosa de su pasado.
«El viejo mundo no sabe cómo responder. Ese, y no otro, constituye el auténtico poder de las revoluciones»
Fracturada internamente, Estados Unidos persigue una agenda propia que no se alinea exactamente con la de sus aliados tradicionales. La poderosa industria manufacturera china no oculta tampoco sus problemas internos junto al estallido más o menos demorado de la burbuja inmobiliaria. La llegada de la inteligencia artificial supone un salto hacia adelante que dejará en nada a las puntocom. Nadie sabe qué sucederá en el futuro con el mercado laboral, ni quién pagará las pensiones (aunque ya se sabe que el último cierre la puerta y apague las luces). El viejo mundo –no me refiero solo a Europa, sino a una cultura, a una cosmovisión– no sabe cómo responder. Ese, y no otro, constituye el auténtico poder de las revoluciones.
Consciente de ello –¿cómo no serlo hoy en día? –, Gordon Brown cita en su artículo a William Beveridge: «Un momento revolucionario en la historia del mundo es tiempo de revoluciones, no de remiendos». Cabe entonces preguntarse si nos gobierna el coraje o el miedo, la inteligencia o el desconcierto, la ambición de perdurar o el victimismo del rencor. Yo no lo sé. O quizás sí. Pero prefiero no pensarlo.