THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

La Guerra Fría ha terminado y la perdiste tú

«Milei, Le Pen, Abascal… no son políticos de hace 35 años, sino políticos que desean estimular los debates sobre soberanía, inmigración, identidad, unidad»

Opinión
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La Guerra Fría ha terminado y la perdiste tú

Foto: LoggaWiggler (Pixabay)

Estimado lector, ¿es usted afín a los güelfos o prefiere, en cambio, a los gibelinos? ¿Apoya el bando del romano Mario o se inclina, más bien, por el de Sila? En la polémica entre Encolpio y Ascilto, ¿quién considera usted que llevaba razón?

Lo más probable es que alguna, o todas, las preguntas anteriores le hayan resultado baladíes. No ha sentido usted nunca la necesidad de decantarse entre las opciones sugeridas —y no va a sentirla ahora solo por la imprudencia de haberse puesto a leer este artículo—. Sé que hay excepciones: mi amigo Enrique García-Máiquez aún se reivindica güelfo blanco; mi otro amigo Álvaro Pavón se declara adalid de Sila, frente al populachero Mario. Pero son, qué duda cabe, casos extraordinarios.

La mayoría de nosotros consideramos prescindibles tamañas porfías. Pasó ya el tiempo de la lucha entre güelfos y gibelinos, de Sila contra Mario. No digamos ya la querella entre Ascilto y Encolpio en el Satiricón. Ahora bien, hay otra batalla, también ya concluida, que conserva entre nosotros una vigencia inusitada. Se trata de la Guerra Fría.

Hay varios motivos para esa persistencia. El primero, de seguro, es que no hace tanto tiempo que concluyó: 35 años. Son muchos años en la vida de un hombre, sí, pero muy pocos en el curso de la historia. Y menos aún en la cabeza de alguien con ideas fijas.

Entre 1945 y 1989 parecía que todas las disputas políticas, económicas e internacionales, así como buena parte de las culturales o filosóficas, tenían que ver con un sencillo esquema —y que sea tan sencillo también explica buena parte de su persistencia—. Por un lado estaba el capitalismo, la democracia de partidos, los Estados Unidos, los Beatles y catorce marcas distintas de pepinillos en el supermercado. Por el otro lado, la economía planificada, el gobierno perenne del Partido Comunista, la URSS, los coros rusos y una sola marca (o la estantería vacía) de productos de primera necesidad. Escoja usted —o, mejor dicho, escoja en caso de hallarse al oeste del telón de acero; pues dentro del modelo vigente al otro lado su libertad ideológica se hallaría un tanto capitidisminuida, la verdad—.

«¿Iban a recuperar las religiones un rol decisivo en política y geopolítica? 35 años más tarde podemos aseverar que así fue»

Por supuesto, cabían también opciones intermedias entre el libre mercado absoluto (que, de hecho, nunca asentó sus reales entre nosotros, los humanos) y la economía intervenida absoluta. Es lo que dio vidilla a la política europeo-occidental durante todo ese tiempo. Unos partidos, más socialdemócratas, insistían en que creciera el papel del Estado; otros partidos, más liberales, ansiaban reducirlo. En medio, los democristianos, los moderaditos de por aquel entonces, querían ora una cosa, ora la otra, pero de manera «humanista», que nunca estuvo claro (y esa era quizá su principal ventaja) qué podía significar.

Y así fuimos pasando el rato, hasta que cayó (o más bien derrumbaron) el Muro de Berlín. Enseguida emergieron nuevos debates. Por ejemplo, cuál podía ser el papel de las religiones del mundo: esas religiones que los sovietizantes habían combatido y los capitalistas habían recluido al ámbito personal. ¿Iban a recuperar un rol decisivo en política y geopolítica? 35 años más tarde podemos aseverar que así fue.

También emergió el debate de qué iba a pasar entre los diferentes modos de entender la vida, entre las distintas civilizaciones, que poblaban la tierra: ¿habría un choque entre ellas (como postulaba Samuel Huntington) o una pacífica alianza (como aventuró nuestro Rodríguez Zapatero)? 35 años más tarde podemos aseverar que (también en eso) Zapatero se equivocó.

Otro debate curioso fue el que concernía a la globalización. ¿Cuánto poder deberían ir cobrando las instituciones internacionales de un mundo cada vez más conectado? ¿Debían absorber atribuciones y más atribuciones o, por el contrario, seguía teniendo sentido la soberanía del Estado-nación? Este debate fue curioso porque, al inicio (años 90 y primeros 2000), la izquierda se decantó claramente del lado antiglobalista; pero de unos años a esta parte es la más firme abogada del globalismo. Quizá algunos hayan colegido que no hay tanta diferencia entre que Bruselas te lo decida todo o que te lo decida Moscú.

«Nosotros, en los años ochenta, nos lo imaginábamos como una batalla épica entre el Estado y el Capital»

Con todo, alguien podría argüir, y con razón, que aunque hayan ido cobrando vigencia nuevos debates, ello no elimina por completo el debate típico de la Guerra fría. Al fin y al cabo, hay que seguir decidiendo cuántos impuestos cobrar, qué regulaciones económicas aplicar y cómo gestionar la sanidad. El problema es que esos debates han cambiado de protagonistas.

Nosotros, en los años ochenta, nos lo imaginábamos como una batalla épica entre el Estado y el Capital. Había quien creía que el villano era ahí el Estado y el benévolo Capital nos salvaría de sus garras impositivas (e impositoras). Otros pensaban que el Capital era quien podía reducirnos a la pobreza y que solo el heroico Estado nos garantizaba unos mínimos vitales. 35 años más tarde, ¿siguen protagonizando esa lucha idénticos actores?

¿O nuestra posición se asemeja más bien a la que previeron eximios liberales desde Adam Smith hasta Milton Friedman: que a nadie le interesa más una alianza recíproca que a los gobiernos y las megacorporaciones (algunas de ellas, hoy, equivalentes en riqueza a varias naciones juntas)? ¿No estamos ante esa misma alianza, que ya avanzara también Karl Marx, donde los Estados se convierten en meros consejos de administración que velan por el interés de las altas finanzas? ¿No promueven hoy nuestras élites (sean gubernativas, sean empresariales) la misma agenda: feminismo, ecologismo, wokismo, minusvaloración de la vida humana, animalismo? ¿No cogen unas el relevo de otras: cuando un Estado norteamericano deja de facilitar el aborto, entran en escena unas cuantas grandes empresas que te lo regalan; donde no llegan las estrictas leyes ambientales de un Gobierno, hacen su entrada los criterios ESG de los grandes inversores, que recompensan al ecologismo oficialista y castigan a los disidentes?

«Tan peligrosos pueden ser para nuestra libertad los gobiernos, como las altas finanzas, como las iglesias»

Este es el motivo por el que no tiene mucho sentido ponerse a elegir hoy entre nuestras élites estatistas o nuestras élites empresariales: ambas están ya aliadas, y lo están contra ti. Tenemos ocasión de verlo en España cada día: las grandes empresas se carcajean junto con nuestros gobernantes, se reúnen en cuchitriles con nuestros gobernantes y salen, a toque de rebato, en defensa de nuestros gobernantes (y de sus esposas, elevadas súbitamente a institución del Estado). No hay ninguna conspiración secreta en todo ello: se hace a la luz del día, porque nada es más invisible que lo que la ideología no te deja ver.

¿Qué se puede concluir de todo ello?

En primer lugar, algo que también en España una mente preclara, como la de Antonio Escohotado, vio hace ya años: que «estar contra lo público en abstracto es tan absurdo como estar contra lo privado en abstracto». Y que por lo tanto sumarse a las batallitas a favor de «más Estado» o «más empresa» así, en general, sin especificar en qué, resulta tan absurdo como cualquier batallita del abuelo: porque, de hecho, esta es una batallita de nuestros abuelos.

En segundo lugar, hay que recuperar aquella vieja advertencia de James Madison: que tan peligrosos pueden ser para nuestra libertad los gobiernos, como las altas finanzas, como las iglesias (a las que, a fuer de sinceros, quizá haya que sustituir hoy en tal listado por las mezquitas). Seguir con las anteojeras de que si eres de derechas solo puedes preocuparte de qué te imponga el Estado, si eres de izquierdas solo de qué te imponga el gran capital, y desde derecha e izquierda mirar con difidencia lo eclesial, resulta tan anacrónico como seguir vistiendo las hombreras de los años 80 o los fulares de los 60. Aunque siempre haya fabricantes de hombreras y vendedores de fulares interesados en que no salgamos nunca de esquemas mentales antañones.

En tercer y último lugar, salir por fin de la Guerra Fría conlleva dar importancia a todas esas cosas que quedaron en un segundo plano durante la Guerra Fría. Mientras nos entretenemos en echar la culpa de todo al Estado o al Capital, y en pelearnos por ello, esos dos Moloch nos miran, entretenidos. Porque ambos nos van imponiendo entretanto su nueva moralina absurda (que es la misma); van sustrayendo entretanto el poder hacia instituciones globales y lejanas (que son las mismas); y van empobreciendo a nuestras clases medias (que ya no son las mismas).

«Otro es el debate sobre qué papel queremos otorgar a la cosmovisión cristiana, que configuró Europa, en nuestras sociedades»

Una pena, porque justo en esos otros debates, antes elididos, son los que sí nos interesa revigorizar. Por ejemplo, el debate sobre la soberanía: sobre cuánto poder estamos dispuestos a delegar a instancias lejanas, y cuánto poder preferimos dejar cerquita y controlable por el pueblo. Parece que, por fortuna, más y más europeos se han dado cuenta de lo crucial de este asunto, y muchos votarán en esta clave al Parlamento europeo, donde los partidos soberanistas esperan dentro de dos semanas cosechar un éxito sin par. 

Otro ejemplo es el debate sobre qué papel queremos otorgar a la cosmovisión cristiana, que configuró Europa, en nuestras sociedades: ¿preferimos dejar un vacío de sinsentido? ¿Creemos de veras que ese vacío de ideas sobrevivirá a las cosmovisiones rivales, al contrario de lo que sucede en el mundo físico, donde el vacío es rápidamente rellenado por cualquier sustancia? ¿No están ahí la cosmovisión woke y la cosmovisión islámica dispuestas a sustituir el hueco que van dejando las ideas de fondo de la cristiandad? Cada vez más gente, cristianos creyentes o cristianos ateos, apuestan por esa herencia nuestra, ateniense, romana y hierosolimitana. Porque piensan que, pese a sus fallos, es mejor que cualquier alternativa. Porque saben que, pese a sus defectos, es la que más libertad les dará.

Demos un tercer ejemplo de debate deseable: la pregunta acerca de quiénes somos. ¿Es nuestra nación un mero contenedor de todo tipo de identidades, ligadas por unas meras normas legales que obedeceremos un poco porque sí? ¿O tenemos derecho a no llegar a ser nunca minoría en nuestra propia tierra? ¿Podremos seguir viviendo en una cultura como la que nuestros antepasados fueron modelando durante siglos, o deberemos abandonar tal deseo como un injustificado privilegio? ¿Debe parecerse nuestra nación a un hotel o más bien a un hogar? Estas preguntas, y sus cuestiones anejas (inmigración, asimilación, unidad nacional…) reclaman desde hace tiempo su espacio. Y aunque nuestras élites, gobiernos, empresas, medios, entretenimiento y universidades las tilden de todo tipo de adjetivos feos, parece que poco a poco se nos abren camino.

«Javier Milei, Marine Le Pen, Santiago Abascal… no son políticos de hace 35 años, sino políticos exitosos en el Occidente actual»

Dicen las normas periodísticas que hay que poner una «percha de actualidad» (alguna noticia reciente) al inicio de cualquier artículo opinativo. Incumpliré por esta vez tal norma y colocaré tal «percha» ahora, al final. El domingo pasado se reunieron en Madrid políticos de Europa y América, con muchas diferencias entre sí, pero también un claro parecido de familia. La izquierda, tan perspicaz al detectar lo que le supone una amenaza, tildó enseguida ese encuentro como tilda todo lo que no le gusta: «Cónclave de la extrema derecha», «Internacional ultraderechista», «Alianza fascista».

En realidad, se trataba solo de políticos diferentes (Javier Milei, Marine Le Pen, André Ventura, Santiago Abascal…), como también diferentes son sus países. Y las diferencias entre ellos se incrementarían aún más si tratásemos de adjudicarles un bando u otro de la Guerra Fría. Normal, pues no son políticos de hace 35 años, sino políticos exitosos en el Occidente actual.

Pero a todos esos políticos los une también otro rasgo. Todos ellos desean estimular los debates que antes hemos destacado: soberanía, inmigración, identidad, unidad. Debates que intuyo que a usted, estimado lector, también podrían interesarle. Por eso he escrito este artículo. Para que si alguien, paciente lector amigo, desea sustraerle de ellos —ya sea enfrentando maniqueamente lo público y lo privado, ya sea exigiéndole sumisión a los güelfos o a los gibelinos, ya sea pidiéndole fidelidad a Mario o a Sila—, entonces usted pueda contestarle, simplemente, con el título de este artículo: la Guerra Fría, amigo, ya ha terminado. Y la perdiste tú.

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