THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Sé valiente y atrévete a creer a tus ojos

«Una de las cosas tristes del último siglo es que ‘1984’ la hayan estudiado mucho mejor quienes aspiran a ejercer de Gran Hermano que el resto de la población»

Opinión
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Sé valiente y atrévete a creer a tus ojos

Foto: rhobinn | Flickr

Hacia el final de su novela 1984, George Orwell nos describe cómo el gobierno totalitario del Gran Hermano atrapa por fin al protagonista del libro, Winston Smith. Bueno, en realidad descubrimos que Winston había estado controlado por tal poder supremo durante todo momento y movimiento de la narración. Pero es cuando nos acercamos a su final que los gobernantes dan el paso de apresarlo. Y de torturarlo.

Winston había osado desafiar la fe en el Gran Hermano. De modo que resultaría razonable esperar que los tormentos que le infligen estuvieran destinados a hacerle recuperar tal fe. Forzar a Winston a profesar su adhesión, ¡incluso su devoción!, al gobierno que lo domina, que ahora lo mortifica, parece una excelente forma de subyugarlo. Al fin y al cabo, como nos recuerda Slavoj Žižek, la medida más terminante para imponerse a un niño díscolo no es obligarle a visitar a la abuelita que odia. La medida más terminante es obligarle a que tal visita incluso le guste.

Por contraste, el suplicio que le aplica Gran Hermano a Winston resulta, en apariencia, bastante más simplón. Le pide solo que repita una frase un tanto abstracta y neutral (aunque falsa): que dos más dos son cinco. Mejor dicho, que lo repita y que se lo crea. Tras varios meses de resistencia, nuestro protagonista sucumbe: sí, de acuerdo, dos más dos son cinco. Si lo dice el partido que los gobierna, entonces habrá de ser verdad.

Es justo en ese momento cuando Gran Hermano sabe que ha derrotado, por fin, al rebelde. Y que su victoria es definitiva. Al obligarle a creerse que dos más dos son cinco, ya puede hacer que crea, y que haga, cualquier cosa que se le ordene. El antiguo subversivo se ha convertido en un mero adepto más. Así como creerá que dos más dos son cinco, creerá que el ministerio donde le han torturado es el Ministerio del Amor. Y, por tanto, que tal tortura ha sido un acto amoroso. Gran Hermano le ama y él debe amar a Gran Hermano en correspondencia: todo ha salido como debía salir.

Una de las cosas tristes del último siglo es que quizá esta novela, 1984, la hayan leído con mucho mayor detenimiento los individuos equivocados que los correctos; esto es, la hayan estudiado mucho mejor quienes aspiran a ejercer de Gran Hermano que el resto de la población. Sería una buena explicación de por qué vivimos en un mundo tan distópico como el que, poco a poco, nos rodea.

«No seamos crueles (¡y mucho menos machistas!) imponiendo una única verdad»

Un mundo en que nos han persuadido, por ejemplo, de que ninguna verdad es segura. Así que dos más dos bien pueden ser cinco, aunque también cuatro, o nueve: lo más importante, en todo caso, es no ofender a nadie y que, cuando hagas matemáticas, obedezcas una perspectiva socioafectiva y de género (como dicta la ley de Educación actual). No seamos crueles (¡y mucho menos machistas!) imponiendo una única verdad.

De hecho, en cierto modo podemos considerar a Winston Smith, por comparación, afortunado. Él solo tuvo que aceptar un aserto ridículo; a nosotros nos obligan a tragar con muchas más ruedas de molino. Cada vez más.

En economía hemos de aceptar, por ejemplo, que vivimos bajo un régimen «de progreso»… cuando lo cierto es que nuestra nación no remonta cabeza desde 2007 —aún somos más pobres que entonces, tanto en términos absolutos como relativos—.

Hemos de creernos que nuestro gobierno es «social» y preocupado por «los más desfavorecidos»… cuando lo cierto es nuestra tasa de pobreza infantil es, por primera vez y desde el pasado año, la más alta de la UE.

«La parte más vital de una nación, nuestros jóvenes, no pueden permitirse una vivienda, una familia ni un trabajo estable»

Hemos de seguir pensando que somos un país donde se vive bien… cuando lo cierto es que la parte más vital de una nación, nuestros jóvenes, no pueden permitirse una vivienda, una familia ni un trabajo estable —dicho en otras palabras, no pueden permitirse sino malvivir—.

Hemos de tragar con que aún seguimos siendo una de las economías ricas del mundo… cuando lo cierto es que cada vez nos adelantan más países en renta per cápita, incluso muchos hasta hace poco bajo la férula comunista —Eslovenia, Estonia, Lituania, Chequia, Chipre, Malta… ya nos superaron; está previsto que, si las cosas siguen como hasta ahora, Polonia o Hungría también lo hagan sin mucho tardar—.

Hemos de consentir con la idea de que, si te olvidas de pagar cien euros en esta o aquella tasa o impuesto (¡son ya tantos que necesitarías una ampliación de memoria para acordarte de todos ellos!), serás una persona horrible que pone en riesgo la educación y la sanidad de todos… cuando lo cierto es que nuestro gobierno indulta millones a malversadores, despilfarra cientos de millones en comprar favores y desperdicia miles de millones en el pago de deudas contraídas con irresponsabilidad.   

Con todo, lo dicho no toca aún la fibra peor de nuestros males. Decía Groucho Marx a cierta interlocutora aquello de «Señora, ¿a quién va a creer usted, a mí o a sus propios ojos?»; hoy Groucho debería añadir, si ejerciera de portavoz de quienes nos gobiernan, un «¿A quién va a creer usted, a mí o al más sencillo sentido común?». Pues, en efecto, otras dos regiones donde nuestro Gran Hermano nos fuerza a engullir sus dogmas son dos regiones que hasta hace poco parecían inexpugnables: las cosas que vemos claras con los ojos de la cara, primero, y las cosas que vemos claras con esos otros ojos interiores, las pupilas del sentido común, después.

«Ya no hace falta que los gobiernos nos censuren, las grandes empresas hacen el trabajo por ellos»

El sentido común nos decía hasta hace poco que comer insectos es asqueroso; miras con tus ojos un insecto y, en efecto, la cosa parece bastante asquerosa; pero nuestras élites mundiales llevan ya años advirtiéndonos, contra ojos interiores y exteriores, que nos los vamos a tener que comer. Me corrijo: no solo advirtiéndonos de ello, sino lastrando nuestra agricultura y nuestra ganadería para que, al final, sus precios nos resulten tan altos que, bueno, empecemos a pensar que, en fin, las langostas de campo comparten nombre con las langostas marinas; mientras que las cigarras campestres, si las pronuncias como un chino, no son tan distintas a una cigala de mar, así que acaso su sabor tan distinto no será.

El sentido común nos decía hasta hace poco que unas vacunas elaboradas deprisa y corriendo acaso no fueran las más seguras del mundo; los ojos de nuestra cara nos permitían leer, en cualquier código de bioética, que nadie está obligado a someterse a un tratamiento o a introducir sustancias en su cuerpo que no desee insertarse ahí. Pero la pandemia reciente nos permitió ver cómo ambas evidencias se convertían poco menos que en crímenes de pensamiento. Y cómo éramos censurados de redes sociales, plataformas de vídeo o medios de comunicación tradicionales (ya no hace falta que los gobiernos nos censuren, las grandes empresas hacen el trabajo por ellos) si nos atrevíamos a sostener ideas así.

En geopolítica las cosas tampoco parecen mucho mejores. Llevamos años en que se nos trata de convencer de que nuestras naciones no importan; que (sigamos al gurú John Lennon) no merece la pena dar ni quitar la vida por ellas; que debemos rendirnos a poderes supranacionales y lejanos, jamás votados directamente, porque ellos sí conocen cuál es nuestro «verdadero» bien. (Nos lo advirtió C.L. Stevenson: ¡desconfía de quien antepone el epíteto «verdadero» a palabras elevadas!).

Ahora, sin embargo, nos dicen que hay una nación que sí importa y por la que sí debemos entregar la vida, que nos preparemos incluso a ir a la guerra por ella; una nación que, eso sí, cuenta con el pequeño detalle de no ser la nuestra: Ucrania. Despreciar las violaciones de los derechos humanos por parte de Rusia en territorio ucraniano resulta loable; pero preocuparse por aquellas mientras nuestras fronteras, porosas, se abren a violadores que han disparado las cifras en nuestro país contraviene, de nuevo, el más humilde sentido común. «No a la guerra» parecía un lema bonito para murales escolares y manifestaciones contra gobiernos derechistas; pero ahora que la élite progresista de Occidente nos va advirtiendo de la necesidad de ponernos guerreros hemos de desconfiar de los ojos de nuestra cara que, hasta hace nada, los vieron apoyar justo la postura contraria, al ritmo de Give peace a chance.

«¡Basarse en la apariencia de alguien para atribuirle uno u otro sexo, qué aberración!»

Con todo, una anécdota reciente ilumina bien hasta dónde hemos llegado en los ataques coordinados a nuestro sentido de la vista y a nuestro sentido común. Su protagonista es la activista transexual Emma Colao, reciente candidata del partido Reunir Canarias a la presidencia de tales islas. Aquí pueden verla en un mitin acompañada del diputado de Bildu Jon Iñarritu, aliado de su formación.

A Colao no parece molestarle mucho ir del bracete de quienes homenajean terroristas; pero sí le parece «aberrante» que un presentador de TV se confunda y la tome por un hombre. Ya nos advertía el viejo dilema del mandarín («si pulsando un botón se te quitase ese dolor del meñique, pero a cambio muriese un chino desconocido y nadie pudiera hacerte responsable de ello, ¿lo harías?») que muchos egoístas desgastarían con sus dedos la pintura de un botón semejante. Cambiemos al mandarín chino por un vasco que quiera seguir siendo español, y el dolor del meñique por los padecimientos del alma de nuestra Emma Colao, y acaso tengamos aquí otra enseñanza moral.

Colao se enfadó porque un presentador, al verla, dio por supuesto que era un hombre. ¡Basarse en la apariencia de alguien para atribuirle uno u otro sexo, qué aberración! Y eso que el presentador era modernete, vaqueros ajustados, zapas blancas. Quizá fue lo más duro para Colao: comprobar que incluso alguien con aspecto de haber asumido ya todos los nuevos dogmas, aún conserva la osadía de fiarse de sus propios ojos. No debería ocurrir en ese nuevo mundo en el que estamos entrando. Dos más dos no tienen por qué ser cuatro; y cuando ves a un tipo calvo, con aspecto de hombre, con ADN de hombre (este no se ve, pero sí se expresa), no deberías asumir que es un hombre. Lo dicen nuestras nuevas leyes: el sexo no tiene ni la más mínima relación con tu biología, sino solo con lo que tú digas que quieres ser.

El lector avisado habrá comprobado que no tengo inconveniente en hablar de Colao en femenino: tengo por regla no enredarme mucho con lo que cada cual cree ser. Y así como no le discutiría demasiado a un ególatra que él es lo más venerable del mundo, así como no le discutiría nunca a quien se creyera Napoleón que él es Bonaparte mismo reencarnado, tampoco me metería a discutirle nunca a nadie en persona (salvo que hubiera gran confianza) las cosas de su sexo y su sexualidad.

«Si de alguien hemos olvidado su sexo, lo normal es que hayamos olvidado también todo lo demás»

Ahora bien, una cosa es que yo acepte llamar Napoleón, e incluso aproveche para practicar mi francés, con mi vecino del quinto; otra muy diferente es que, si él viste con ropa del siglo XXI, lleva gafas del siglo XXI y usa un teléfono del siglo XXI, veré normal que el nuevo portero de casa se confunda y le llame «señor Carrasco» (como figura en su buzón de correos) en vez de «Su Majestad Imperial». Y que si el señor Carrasco (perdón, Su Majestad Bonaparte) se pone como un basilisco ante esa confusión, me parezca el momento de pedirle que baje la voz, deje de fingir que usa un francés perfecto del siglo XVIII y sea más comprensivo con el responsable de nuestra portería, cuya confusión es lógica al empezar a trabajar.

De igual modo, a la señora Colao, en persona, le pediría que fuera más paciente. Existen incluso estudios científicos que demuestran que nuestro cerebro, casi al instante, queramos o no, de modo automático, atribuye a nuestros interlocutores uno u otro sexo. Lo que coloquialmente llamamos «sentido común» tiene, pues, firme apoyo neurológico. Lo puede comprobar el lector con un sencillo experimento: seguro que hay personas a las que ha conocido y, de algunas, habrá olvidado la cara; de otras, el nombre; de un tercer grupo, cuál fue el momento preciso o el lugar donde las conoció. Lo último que olvidamos, sin embargo, es el sexo de esa persona. Nadie dice «sé que su pelo era rubio, pero no recuerdo su sexo» o «se llamaba Trinidad, pero no recuerdo si era hombre o mujer». Si de alguien hemos olvidado su sexo, lo normal es que hayamos olvidado también todo lo demás.

Atribuir rápido un sexo está inserto en las zonas más profundas de nuestra mente: como Platón pensaba que estaba también la matemática básica, o como seguramente lo esté el asquete que nos producen las cucarachas. Nuestras élites van, poco a poco, consiguiendo que dejemos de creer en la verdad firme de la aritmética. O que aceptemos comer artrópodos terrestres. Démosles un tiempo, aún, para desmontar esa tendencia básica de pensar que el sexo es algo corpóreo, no algo que dependa de la voluntad de cada cual. Pero, mientras tanto, señora Colao, no se sobreexcite: arrancar a toda una población los ojos de la cara y también los ojos de la mente precisa de ciertos plazos que no se han cumplido, del todo, aún.

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